Entonces lo recordó todo. Se sentó y miró, inquieta, a su alrededor. ¡Ningún yanqui a la vista, gracias a Dios! Su escondrijo no había sido descubierto durante la noche. Ahora lo recordaba todo: el viaje de pesadilla desde que se apagaron los pasos de Rhett, la interminable noche, el camino oscuro, lleno de baches y piedras, a lo largo del cual avanzaron entre tumbos; las profundas cunetas en que el coche se deslizaba y la energía, hija del temor, con que Prissy y ella hubieron de empujar las ruedas para sacarlo de ellas. Recordó, estremeciéndose profundamente, las varias veces que había tenido que conducir el caballo, que se resistía a avanzar, a través de campos y bosques, cuando sentían aproximarse soldados e ignoraban si eran amigos o enemigos. Y recordó también los momentos de angustia cada vez que una tos, un hipo o un lamento del sollozante Wade podía delatar su presencia a los hombres que se cruzaban con ellos.
¡Oh, aquel camino negro en el que los hombres parecían fantasmas, en el que las voces se apagaban y sólo se percibían sordas pisadas sobre la capa de polvo del suelo, el débil sonar de las bridas agitadas y el crujido de las correas de los atalajes! ¡Y aquel terrible momento en que el caballo, extenuado, se negó a seguir y la caballería y los cañones de pequeño calibre pasaban, estrepitosos, a su lado, en la oscuridad, mientras ellas contenían la respiración, sintiendo a los soldados tan cerca que casi los podían tocar, percibiendo el olor a sudor de sus cuerpos!
Cuando, por fin, llegaron a las cercanías de Rough and Ready, algunos aislados fuegos de campamento indicaban el sitio donde la retaguardia de Lee esperaba órdenes para replegarse. Allí dieron un rodeo, cruzando casi dos kilómetros de campo labrado, hasta que el resplandor de las hogueras se diluyó a sus espaldas. Entonces, Scarlett perdió el camino en la oscuridad y rompió a llorar al no hallar la senda de carros que tan bien conocía. Cuando al fin la encontró, el caballo cayó en uno de sus profundos surcos y se negó a levantarse por mucho que ella y Prissy tiraron de las riendas.
Tuvo que desengancharlo y luego, extenuada de fatiga, se retiró al coche para extender las doloridas piernas. Recordaba, como algo muy lejano, la débil voz de Melanie, una vocecita que suplicaba, antes de quedarse dormida.
—Scarlett, ¿no hay un poco de agua?
Y ella había contestado, durmiéndose antes de que las palabras acabasen de brotar de su boca: —No, no la hay.
Ahora era ya de día y el campo, tranquilo y sereno, verde y dorado, brillaba bajo el sol naciente. No se veían soldados. Estaba hambrienta y sedienta, dolorida, acalambrada y, sobre todo, maravillada de que ella, Scarlett O'Hara, que nunca podía dormir sino entre sábanas de hilo y sobre suaves colchones de pluma, hubiese descansado hoy, como una labriega, sobre unas duras tablas.
Sus ojos, medio cegados por el sol deslumbrante, se fijaron en Melanie. La angustia le cortó la respiración. Melanie, pálida e inmóvil, parecía muerta. Sí: muerta. Como una de esas ancianas cuyo rostro muestra al morir las huellas de largos sufrimientos y aparece encuadrado por una masa de cabellos revueltos. Pero Scarlett se sintió aliviada al observar que el pecho de Melanie palpitaba, aunque débilmente. Su cuñada, pues, había sobrevivido a la terrible noche.
Se puso la mano sobre los ojos, como una visera, y miró en torno. Vio que habían pasado la noche bajo los árboles, en el jardín de una hacienda. Una senda enarenada y cubierta de gravilla se extendía ante sus ojos, describiendo caprichosos recodos bajo una doble hilera de cedros.
«¡Estamos en Mallory!», pensó. Y su corazón saltó jubiloso ante la idea de que iban a encontrar amigos y ayuda. Pero un silencio de muerte dominaba la plantación. Cascos de caballos, ruedas y pies habían pisoteado el suelo de un lado a otro, aplastando la hierba y tronchando los matorrales. Miró la casa. En vez de los blancos muros que tan bien conocía, sólo distinguió un rectángulo prolongado de cimientos de ennegrecido granito y dos altas chimeneas que levantaban sus ladrillos ahumados entre las hojas calcinadas de los árboles inmóviles. Exhaló un profundo y doliente suspiro. ¿Encontraría Tara así, arrasada hasta los cimientos, silenciosa como la muerte?
«Ahora no debo pensar en esto —se dijo precipitadamente—. Debo evitar estas ideas. Si lo pienso otra vez, se me caerá el alma a los pies.» Pero, a su pesar, el corazón le palpitaba aceleradamente y cada uno de sus latidos parecía gritar: «¡A casa! ¡De prisa!» ¡A casa! ¡De prisa! Debían marchar en seguida camino de Tara. Pero antes urguía encontrar alimento y sobre todo agua, agua... Sacudió a Prissy para despertarla. Prissy giró los ojos de un lado a otro y la miró.
—¡Dios mío, señora! ¡Yo que no pensaba despertar hasta hallarnos en la Tierra de Promisión!
—Aún nos queda un buen trecho para llegar... —contestó Scarlett, mientras se esforzaba en alisar sus desgreñados cabellos.
Tenía la cara húmeda y todo el cuerpo empapado en sudor. Se sentía sucia, llena de polvo, desaliñada. Casi temía oler mal. Sus ropas estaban arrugadas, por haber dormido con ellas puestas. Jamás había sentido más cansancio y disgusto en su vida. Los músculos, cuya existencia nunca notara antes, le dolían por los insólitos esfuerzos de la noche anterior, y cada movimiento le causaba una aguda sensación de dolor.
Miró a Melanie y vio que tenía abiertos ya los ojos oscuros. Eran unos ojos de enferma, brillantes de fiebre, con grandes y profundos surcos en torno. Melanie abrió sus pálidos y resecos labios y murmuró, lastimeramente:
—¡Agua!
—Prissy —ordenó Scarlett—, levántate, vete a la fuente y trae un poco de agua.
—¡Pero, señora Scarlett...! ¿No sabe que debe haber fantasmas por ahí? Figúrese que haya alguno y...
—¡Yo sí que te convertiré en fantasma a ti como no te apees! —dijo Scarlett, que no tenía gana alguna de emprender semejante conversación, saltando al suelo, medio derrengada.
Entonces se acordó del caballo. ¿Qué pasaría, Dios mío, si había muerto durante la noche? Cuando lo desenganchó parecía a punto de expirar. Dio presurosamente la vuelta al vehículo y vio al animal tendido de lado. Si ya no vivía, era cosa de maldecir a Dios y morir ella también. Había alguien en la Biblia que había hecho lo mismo. Maldecir a Dios y morir. Ella comprendía ahora lo que debió experimentar el personaje bíblico. Pero el caballo vivía aún, respirando fatigosamente, con sus ojos dolientes medio cerrados. ¡Pero vivía! Un poco de agua le devolvería los ánimos.
Prissy, de mala gana, salió del coche y siguió a Scarlett por la avenida, entre gemidos y lamentos. Detrás de las ruinas se veían las encaladas barracas de los negros, silenciosas y desiertas bajo los árboles que las sombreaban. Entre los barracones y las ennegrecidas ruinas estaba el pozo. El cubo, atado a la cuerda, se hallaba en el fondo. Entre ambas lo izaron tirando de la cuerda, y cuando el cubo de agua fría surgió de la oscura profundidad, Scarlett sumergió ansiosamente los labios en él y bebió con gran estrépito, salpicándose de agua todo el vestido.
Bebió hasta que una impaciente exclamación de Prissy le recordó las necesidades de los demás.
—¡Yo también tengo sed, señora!
—Desata la cuerda, lleva el cubo al coche, da de beber a todos y lo que sobre ponió al caballo. ¿Crees que la señora Melanie podrá dar de mamar al niño? Debe de estar hambriento...
—Señora Scarlett, la señora Melanie no tiene leche... y no la tendrá ya.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he visto muchas en su caso.
—Basta de historias. También ayer sabías todo lo necesario sobre cómo ayudar a nacer un niño. Vamos, date prisa mientras yo procuro buscar algo de comer por aquí cerca.
Las pesquisas de Scarlett fueron inútiles al principio. Al cabo, halló en el huerto algunas manzanas. Los soldados habían estado allí antes que ella y no habían dejado ninguna en los árboles. Las que encontró estaban caídas en el suelo y podridas casi del todo. Llenó su falda con las mejores que pudo hallar y volvió al coche pisando la tierra blanca y llenándose las zapatillas de piedrecitas. ¿Cómo no se le había ocurrido ponerse zapatos la noche anterior? ¿Por qué no había cogido su sombrero de paja y algo que comer? Se había comportado como una necia. Pero como suponía que Rhett se encargaría de llevarlos...
¡Rhett! Tan mal efecto le causaba aquel nombre que escupió en el suelo con asco. ¡Cómo le detestaba! ¡Qué despreciable había sido su comportamiento! Y ella había estado a solas con él en el camino, y se había dejado besar... y casi le agradó. Había estado loca la noche anterior. Y él era un ser abyecto.
Ya en el coche repartió las manzanas y colocó el resto en la trasera. El caballo se había incorporado, aunque no parecía que el agua le aliviase mucho. A la luz del día, su precario estado era más evidente que en la noche anterior. Los huesos de las ancas le sobresalían como los de una vaca vieja, las costillas se le marcaban como las ranuras de una tabla de lavar y su lomo era un conjunto de mataduras. Mientras lo enganchaban, se estremecía al tocarlo. Cuando fue a ponerle el bocado, observó que carecía prácticamente de dientes. ¡Era tan viejo como el mundo! Ya que Rhett había robado un caballo, ¿por qué no robaría uno mejor?
Subió al pescante e instigó al animal, que se puso en marcha, jadeante, andando tan despacio que Scarlett, una vez en el camino, observó que ella, a pie, hubiera adelantado más. ¡Si no llevase con ella a Melanie, a los dos niños, y a Prissy! ¡Qué pronto habría llegado a casa cubriendo a la carrera la distancia que la separaba de Tara, de su madre...! No habría hasta Tara más de veinte kilómetros, pero el paso del viejo matalón tardarían todo el día, pues tendrían que pararse a menudo para que el animal descansara. ¡Todo el día! Contempló el camino rojizo, surcado por profundas señales allí donde las ruedas de los cañones o las ambulancias lo habían recorrido. Pasarían horas antes de saber si Tara existía y si Ellen estaba allí. ¡Horas antes de concluir aquel interminable y horrible viaje bajo el ardoroso sol de septiembre! Se volvió a mirar a Melanie, que estaba recostada en el asiento, con los ojos entornados para protegerse del sol. Desanudándose el sombrero, lo tendió a Prissy.
—Pónselo sobre la cara. Le librará los ojos del sol. —Luego, al sentir cómo la luz ardiente hería su destocada cabeza, pensó: «Antes de que acabe el día tendré más pecas que un huevo de perdiz.»
Jamás en su vida había estado expuesta al sol sin velo o sombrero, ni había empuñado unas riendas sin guantes que protegieran la blanca piel de sus finas manos. Y hoy se encontraba soportando el sol en un destartalado carruaje, con un caballo medio muerto, sucia, sudorosa, hambrienta, desamparada, impotente para hacer otra cosa que caminar a paso de tortuga por un camino desierto. ¡Y pensar que pocas semanas antes había estado segura y tranquila! ¡Hacía tan poco tiempo que todos creían que Atlanta no caería y Georgia no sería tomada! Pero la nubécula que surgiera en el noroeste cuatro meses antes se había convertido en una impetuosa tempestad y luego en un huracán desatado que había barrido todo su mundo y destruido toda su serena vida, arrojándola en medio de esta silenciosa y fantasmal desolación.
¿Existiría Tara aún? ¿O también se la había llevado el viento que asolaba Georgia?
Fustigó el caballo, procurando estimularle. Las ruedas se bamboleaban, como ebrias, sobre el camino. La muerte flotaba en el aire. Bajo los últimos rayos del sol crepuscular, los tan conocidos campos y arboledas aparecían verdes y silenciosos, con una quietud sobrenatural que impresionó y colmó de terror el corazón de Scarlett. Cada casa vacía y arruinada que dejaban atrás, cada angosta chimenea que se levantaba como un centinela sobre ruinas ennegrecidas por el humo, la asustaban más. Desde la noche anterior no habían visto hombre ni animal alguno. Sí hombres y caballos muertos, y también cadáveres de muías que yacían en el camino, hinchados, cubiertos de moscas; pero ni un ser vivo. Ni lejanos mugidos de ganado, ni cantos de aves, ni un soplo de viento entre los árboles. Sólo el cansino rumor del pisar del caballo y los débiles sollozos del niño de Melanie rompían el silencio que los rodeaba.
Todo el campo yacía como bajo un maleficio. O algo peor, pensaba con un escalofrío, como el amado y familiar rostro de una madre, quieto y hermoso tras las agonías de la muerte. Los antes familiares bosques le parecían ahora llenos de espectros. Habían muerto millares de hombres luchando junto a Jonesboro. Y sin duda vagaban ahora por aquellos bosques embrujados sobre los que brillaba el oblicuo sol de la tarde a través de las frondas inmóviles. Todos ellos, amigos y enemigos, la miraban pasar en su coche desvencijado, con sus ojos vidriosos, helados, horribles, ciegos por la sangre y el polvo rojizo.
—¡Mamá, mamá! —susurró. ¡Si siquiera pudiese llegar hasta Ellen! ¡Si, por un milagro divino, Tara estuviese en pie y ella pudiese subir la avenida de árboles, entrar en la casa y ver el amoroso y bello rostro de su madre, sentir una vez más sus manos dulces y expertas, que alejaban de ella todos los temores, asir sus faldas y sepultar en ellas el rostro! Ellen sabría lo que convenía hacer. No dejaría morir a Melanie ni a su hijo. Expulsaría todos los miedos y a todos los fantasmas con su tranquilo «¡Chist, chist!». Pero Ellen estaba enferma, acaso moribunda...
Scarlett volvió a fustigar la cansada grupa del caballo. ¡Tenían que apresurarse! Habían avanzado por el interminable camino durante todo el ardoroso día. Pronto sería de noche y se hallarían solas en aquella mortal desolación. Apretó más las riendas en sus manos desolladas y las sacudió con fuerza sobre el lomo del animal, aunque los brazos doloridos parecían quemarle.
¡Si pudiese
alcanzar
los brazos amorosos de Tara y de Ellen y depositar en ellos sus cargas, tan pesadas para sus hombros juveniles: aquella mujer moribunda, aquel recién nacido, su hijo hambriento, la negra aterrorizada, todos los que buscaban en ella fuerza y apoyo, todos los que confiaban en un valor que no poseía, en una fuerza que hacía tiempo que le faltaba!
El exhausto caballo ya no respondía al látigo ni a las riendas, y avanzaba vacilante, tropezando con los guijarros del camino e inclinándose como a punto de caer sobre sus rodillas. Mas al llegar el ocaso alcanzaron el tramo final y salieron a la carretera. Sólo faltaba poco más de un kilómetro hasta Tara.
Allí empezaba el seto de naranjos que indicaba el principio de la finca de los Macintosh. Poco después, Scarlett tiró de las riendas ante la avenida de robles que llevaba del camino a la casa del viejo Angus Macintosh. Sus ojos escrutaron las sombras, bajo la doble hilera de añosos árboles. Todo oscuro. Ni una luz en la casa o en los barracones. Aguzando los ojos en las tinieblas, distinguió una repetición del espectáculo que le era familiar aquel día: dos altas chimeneas como gigantescos obeliscos en una tumba, irguiéndose sobre el arruinado segundo piso y ventanas destrozadas que perforaban los muros como ojos apagados o ciegos.