Iba vestido de paño negro; era tan alto que superaba a todos los oficiales que estaban a su lado, y tenía las espaldas anchas pero la cintura delgada y los pies absurdamente pequeños en zapatos muy limpios. Su traje severo, con la camisa finamente plegada y los pantalones airosamente sujetos bajo las polainas muy altas, contrastaba extrañamente con su rostro y su figura, porque iba muy acicalado, pero tenía un cuerpo de atleta secretamente peligroso bajo su graciosa indolencia. Tenía los cabellos negrísimos así como el bigotito, cortado como el de un extranjero, en contraste con los mostachos largos y caídos de los oficiales de caballería que estaban a su lado. Parecía (y era) un hombre de apetitos vigorosos y desvergonzados. Tenía un aspecto de serena y desagradable impertinencia. Había también malicia en sus ojos, que miraban fijamente a Scarlett, hasta que ésta, sintiendo finalmente su mirada, se volvió hacia él.
Tuvo la impresión de conocerlo, aunque al principio no consiguió recordar quién era. Era el primer hombre que, desde hacía muchos meses, le mostraba algún interés; por esto le sonrió alegremente. Él respondió con una pequeña seña a su inclinación; pero cuando se encaminó hacia ella con un andar suave y ágil como el de los indios, Scarlett lo reconoció y se llevó una mano a la boca con un gesto de horror. Quedó paralizada, como herida por el rayo, mientras él se abría paso entre la multitud. Entonces se volvió con intención de huir a la sala de los refrescos, pero su falda se enganchó en un ángulo del mostrador. Tiró de ella furiosamente, rasgándola; en tanto, ya estaba él junto a ella.
—Permítame —dijo él, inclinándose para desenganchar delicadamente el volante—. No esperaba que se acordase de mí, señorita O'Hara.
Su voz sonó extrañamente agradable a sus oídos; era la voz bien modulada de un caballero, sonora y con el ligero acento meloso de Charleston.
Ella le miró implorante, con el rostro cubierto de rubor al recordar su último encuentro, y se halló frente a los ojos más negros que jamás había visto y que brillaban con una alegría despiadada. Entre todos los hombres del mundo que habrían podido llegar a aquel lugar, tenía que ser precisamente el mismo individuo que asistió a aquella escena con Ashley, aquella escena que aún daba pesadillas a Scarlett; aquel odioso holgazán que perdía a las jóvenes y no era recibido por las personas de bien; aquel hombre despreciable que había dicho (¡y con razón!) que ella no era una señora.
Al sonido de aquella voz, Melanie se volvió y, por primera vez en su vida, Scarlett dio gracias al cielo por la asistencia de su cuñada.
—Pero... es el señor Butler, ¿verdad? —Melanie sonrió levemente tendiéndole la mano—. Le conocí...
—Con el feliz motivo de su petición de mano —la interrumpió él, inclinándose para besarle la mano—. Es usted muy gentil al acordarse de mí.
—¿Y qué hace usted tan lejos de Charleston, señor Butler?
—Negocios, señora Wilkes, y negocios poco divertidos. De ahora en adelante tendré que venir con frecuencia a esta ciudad. No solamente tengo que traer mercancías, sino vigilar cómo son distribuidas.
—Traer... —empezó Melanie arrugando la frente; e inmediatamente después sonrió complacida—. ¡Pero, entonces..., es usted el famosísimo capitán Butler, del que tanto he oído hablar..., el que atraviesa el bloqueo! Figúrate, todos los vestidos que llevan puestos las muchachas han sido introducidos por él. Scarlett..., ¿qué tienes, tesoro? ¿Te sientes mal? Siéntate.
Scarlett se desplomó en la silla, respirando tan precipitadamente que hasta temió que las cintas del corsé se rompiesen. ¡Oh, qué cosa tan terrible! Nunca había pensado volver a encontrar a aquel hombre. Él cogió del mostrador su abanico negro y empezó a darle aire con solicitud, con demasiada solicitud. Su rostro tenía una expresión seria, pero sus ojos brillaban aún maliciosamente.
—Hace mucho calor aquí —dijo después—. Siento que la señorita O'Hara se sienta mal. ¿Quiere que la acompañe a la ventana?
—No.
El monosílabo fue pronunciado con tanta dureza, que Melanie la miró asombrada.
—Hace ya un tiempo que no es la señorita O'Hara —replicó Melanie—. Es la señora Hamilton..., mi cuñada. —Y lanzó a Scarlett una breve mirada afectuosa. Scarlett se sintió sofocada al ver la expresión de la morena cara de pirata del capitán Butler.
—Estoy seguro de que ello es una suerte para ambas, señoras —replicó Butler con una leve inclinación. Era la observación que hacían todos los hombres; pero, dicha por él, a Scarlett le pareció que significaba todo lo contrario.
—Imagino que sus maridos estarán aquí esta noche, en esta alegre ocasión. Sería para mí un placer volver a encontrarles.
—Mi marido está en Virginia —respondió Melanie levantando orgullosamente la cabeza—. Pero Charles... —Su voz se quebró.
—Murió en el frente —dijo Scarlett con voz sin inflexiones, casi masticando las palabras. ¡Oh! ¿No se iría nunca de allí aquel hombre?
Melanie la miró asombrada y el capitán hizo un gesto de desaprobación hacia sí mismo.
—¡Queridas señoras..., no imaginaba! Deben perdonarme. Pero permítanme que les diga que morir por la patria es vivir siempre.
Melanie le sonrió a través de las lágrimas, mientras que Scarlett sintió dentro de sí un ímpetu de cólera y de odio impotente. Él hacía nuevamente una observación gentil, el cumplido que cualquier caballero hubiera hecho en semejante ocasión; pero, ciertamente, sin sinceridad alguna. Se burlaba de ella. Sabía que ella no había amado a Charles. Y Melanie era tan necia que no comprendía lo que había bajo aquellas palabras. «¡Dios mío, esperemos que nadie lo comprenda!», pensó Scarlett con un estremecimiento de terror. ¿Habría dicho Butler lo que sabía? Ciertamente no era un caballero, así que habría sido capaz de contarlo todo. Le miró y vio que su boca tenía un gesto de burlona compasión mientras continuaba agitando el abanico. Algo en aquella expresión fue para ella como un desafío que le devolvió la fuerza en un ímpetu de animosidad. Bruscamente le arrebató de la mano el abanico.
—Estoy muy bien —dijo descortésmente—. Es inútil darme aire para estropearme el peinado.
—¡Scarlett, querida...! Debe excusarla, capitán. No está... Se pone fuera de sí cuando oye hablar de Charles... y no debíamos haber venido aquí esta noche. Estamos aún de luto, como ve; para ella es un esfuerzo... toda esta alegría y la música... ¡Pobre!
—Comprendo —respondió él con estudiada gravedad. Y, al devolver a Melanie una mirada que penetró hasta el fondo de sus dulces ojos turbados, su expresión cambió. En su cara atezada se dibujó el respeto y cierta gentileza—. Creo que es usted una mujercita valiente, señora Wilkes.
«¡Y ni una palabra para mí!», dijo para sí Scarlett, indignada, mientras Melanie sonreía un poco confusa y respondía:
—¡Oh, por Dios, no, capitán Butler! El comité del hospital nos rogó que atendiésemos este mostrador porque en el último momento... ¿Una funda de almohada? He aquí una graciosísima, con la bandera.
Se volvió hacia tres soldados de caballería que se habían acercado al mostrador.
Scarlett permaneció sentada, abanicándose, sin atreverse a levantar los ojos y deseando que el capitán estuviese muy lejos, en la toldilla de su nave.
—¿Hace mucho que murió su marido?
—¡Oh, sí, mucho, casi un año!
—Un lapso inconmensurable, naturalmente.
Scarlett no estaba muy segura del significado de aquellas palabras, pero no podía haber dudas de que el tono de Butler era irónico.
—¿Ha estado casada mucho tiempo? Perdone mis preguntas, pero llevo tanto tiempo ausente de estos lugares...
—Dos meses —respondió Scarlett involuntariamente.
—Una verdadera tragedia —prosiguió la voz tranquila. ¡Que Dios le maldiga! —pensó Scarlett con violencia—. Si fuese otro hombre, yo adoptaría un aire glacial y lo olvidaría. Pero él sabe lo de Ashley y sabe que yo no quería a Charles. Tengo las manos atadas.» No respondió y miró su abanico.
—¿Es ésta su primera aparición en sociedad?
—Sé que la cosa puede parecer extraña —se apresuró a responder Scarlett—. Las muchachas MacLure que debían vender en este mostrador han tenido que marcharse afuera y no había nadie más, y entonces Melanie y yo...
—Ningún sacrificio es demasiado grande por la Causa.
Extraño: las mismas palabras de la señora Elsíng. Cuando ella las pronunció parecían diferentes. Le asomó a los labios una respuesta hiriente, pero se calló. Después de todo, ella se encontraba allí, no por la Causa, sino porque estaba cansada de estar en casa.
—He pensado siempre —añadió el capitán reflexivamente— que el sistema del luto y de aprisionar a las mujeres en el velo para el resto de su vida impidiendo sus alegrías naturales es tan bárbaro como el rito hindú.
—¿El rito...?
El hombre rió y ella enrojeció de su propia ignorancia. Detestaba a las personas que usaban palabras que desconocía.
—En la India, cuando muere un hombre, lo queman en vez de enterrarlo; su mujer se traslada a la hoguera funeraria y se arroja a ella, junto a él.
—¡Qué horrible! ¿Y por qué lo hace? ¿No lo impide la policía?
—Ciertamente que no. Una mujer que no se hiciese quemar junto a su marido sería socialmente despreciada. Todas las mujeres hindúes de cierta importancia hablarían mal de ella porque no se habría comportado como una mujer bien nacida..., precisamente como aquellas dignas señoras que están en aquel rincón hablarían de usted si esta noche hubiese aparecido aquí vestida de rojo y se pusiese a dirigir la orquesta. Personalmente, creo que el rito hindú es una tradición más misericordiosa que nuestra simpática costumbre meridional, que entierra vivas a las viudas.
—¿Cómo se atreve a decir que estoy enterrada viva?
—¡Cómo se agarran las mujeres a las cadenas que las aprisionan! Usted, que cree bárbara la costumbre hindú..., ¿habría tenido valor de aparecer aquí esta noche si la Confederación no hubiese requerido su presencia?
Los argumentos de este género confundían siempre a Scarlett. Éste la confundía doblemente porque contenía un fondo de verdad. Pero ahora había llegado el momento de tomar el desquite.
—Es obvio que no habría venido. Hubiera sido..., además de irrespetuoso..., habrían podido creer que yo no am...
Los ojos de él esperaron sus palabras con una expresión cínicamente divertida; y ella no consiguió proseguir. Él sabía que Scarlett no había amado a Charles y no le consentía fingir los bellos sentimientos que no experimentaba. ¡Qué cosa tan terrible, tener que tratar con un individuo que no era un caballero! Un caballero aparentaba creer siempre a una señora, aun cuando supiese que mentía. Así eran los caballeros del Sur. El sexo fuerte obedecía las reglas y decía sólo cosas correctas tratando de hacer la vida agradable a las señoras. Pero éste parecía no seguir en modo alguno las reglas, y, evidentemente, se divertía diciendo cosas que nadie decía. —Espero con ansia sus palabras.
—Es usted detestable —dijo ella, turbada, bajando los ojos. Él se apoyó en el mostrador, inclinándose a fin de que su boca estuviese junto al oído de Scarlett, y susurró, en una magnífica imitación del villano que a veces aparecía en la escena del Atheneum Hall:
—¡No tema, bella señora! Su culpable secreto está encerrado en mi corazón.
—¡Oh! —murmuró Scarlett febrilmente—. ¿Cómo puede decir una cosa semejante?
—Lo he dicho para tranquilizarla. ¿Qué quiere que le diga? ¿«Sea mía, hermosa, o de otra manera lo revelaré todo»?
Ella encontró involuntariamente sus ojos y vio que eran burlones, como los de un niño. Entonces se echó a reír. Después de todo, la situación era cómica. También él rió, y tan fuerte que algunas de las «carabinas» que estaban en el rincón se volvieron para mirar.
Viendo que la viuda de Charles Hamilton se divertía, o parecía divertirse con un extraño, movieron las cabezas con ostensible desaprobación.
Redoblaron los tambores y muchas bocas hicieron «¡Chist!» mientras el doctor Meade subía a la plataforma y alargaba los brazos reclamando silencio.
—Todos debemos manifestar nuestra gratitud a las simpáticas señoras cuyos esfuerzos patrióticos e incansables no sólo han hecho de esta fiesta un éxito financiero, sino que han transformado este hosco salón en una reunión de belleza, en un jardín adaptado a los maravillosos capullos de rosa que veo alrededor. Todos aplaudieron.
—Las señoras han dado todo lo que han podido; no sólo su tiempo, sino también el trabajo de sus manos y los graciosos objetos que están expuestos en los mostradores, que son aún más bellos por ser confeccionados por las manos delicadas de nuestras mujeres.
Los aplausos se duplicaron, y Rhett Butler, que estaba apoyado negligentemente en el mostrador junto a Scarlett, murmuró: —¡Qué vanidoso es el barbita de chivo! ¿Verdad?
Turbada y asombrada por esta falta de respeto hacia el ciudadano más amado de Atlanta, Scarlett le miró con desaprobación. Mas realmente el doctor tenía el aspecto de una cabra, con la barbita gris que se movía a cada palabra; así que ella esbozó una sonrisa.
—Pero todo eso no es bastante. Las bondadosas señoras del comité hospitalario, cuyas manos frescas han acariciado tantas frentes febriles y arrebatado de las garras de la muerte a tantos hijos valientes heridos por la más santa de las Causas, conocen nuestras necesidades. No las enumeraré. Precisamos dinero para pagar las medicinas que vienen de Inglaterra; esta noche, tenemos entre nosotros al intrépido capitán que con tanto éxito burla el bloqueo desde hace un año y que seguirá burlándolo para traernos las medicinas que necesitamos. ¡El capitán Rhett Butler!
Aunque cogido de improviso, éste hizo una elegante reverencia. Demasiado elegante, pensó Scarlett tratando de analizarla. Era como si él exagerase su cortesía en virtud del gran desprecio que sentía por todos los presentes.
Hubo una explosión de aplausos y un gran revuelo entre las señoras que estaban en el rincón. ¡Era entonces el capitán Butler aquel hombre con el que la viuda del pobre Charles charlaba! ¡Y Charles había muerto apenas hacía un año!
—Tenemos necesidad de más dinero y yo os lo pido —continuó el doctor—. Pido un sacrificio, que es muy pequeño si lo comparamos con el de nuestros soldados de uniforme gris. Señoras, deseo vuestras alhajas. ¿Las deseo yo? No; es la Confederación quien os las pide y tengo la certeza de que ninguna se negará. ¡Qué bello es el efecto de una piedra preciosa sobre un brazo bonito! ¡Cómo brillan los alfileres de oro en los pechos de nuestras patrióticas damas! Pero ¡cuánto más bello es el sacrificio de todo el oro y de las piedras preciosas de Oriente! El oro será fundido y las piedras vendidas; el dinero se empleará para comprar medicinas y otros géneros de máxima necesidad. Señoras, dos de nuestros heroicos heridos pasarán ante ustedes con las cestitas y...