Con todas esas guerra por ahí, y los yanquis al otro lado del río, y nosotros sin saber lo que iba a pasarnos, y con los braceros que huían, me sentía enloquecer. Pero la señorita Ellen estaba siempre tan fresca como una lechuga. Sólo le preocupaba no poder encontrar medicinas para las amitas. Y una noche, me dijo: "Mamita, si yo pudiera vendería mi alma por un pedazo de hielo que poner sobre la cabeza de mis hijas." Y no quería dejar entrar allí al señor Gerald, ni a Rosa, ni a Teena; solamente a mí, porque yo había pasado ya el tifus. Y luego cayó ella enferma y vi en seguida que no había nada que hacer.
Mamita se enderezó, secándose los ojos con el delantal. —Fue muy rápido y ni siquiera aquel buen doctor yanqui pudo hacer la menor cosa. No se daba cuenta de nada; yo hablaba y la llamaba, pero ella no conocía a nadie, ni siquiera... ni siquiera a su Mamita.
—¿Y nunca... me nombró..., nunca me llamó? —No, encanto. Creía que era otra vez una niña y que estaba en Savannah. No llamó a nadie por su nombre.
Dilcey se volvió, colocando al niño sobre sus rodillas. —Sí, señora. Llamó a alguien.
—¡Tú a callar, negra retinta! —Mamita se encaró con Dilcey con amenazadora violencia.
—¡Silencio, Mamita! ¿A quién llamó? ¿A papá? —No, a su papá, no. Fue la noche en que quemaron el algodón... —¿Que quemaron el algodón? ¡Habla pronto! —Sí, todo el algodón. Los soldados amontonaron las balas en el corral y les prendieron fuego gritando y cantando: «¡Mirad qué gran hoguera hay en Georgia!»
Tres cosechas de algodón almacenadas: ¡ciento cincuenta mil dólares en una fogata!
—Y las llamas lo iluminaban todo como si fuese de día; nosotros estábamos asustados, por si la casa se quemaba también, y había tanta luz en esta habitación que se podía ver una aguja en el suelo. Y, cuando la luz brilló en la ventana, pareció despertar la señorita Ellen, y se incorporó en la cama y gritó en voz alta, una y otra vez: «¡Philip! ¡Philip!» Nunca le había oído este nombre, pero era el nombre de alguien a quien ella llamaba.
Mamita estaba inmóvil, como si se hubiese vuelto de piedra, mirando coléricamente a Dilcey, mientras Scarlett hundía la cabeza entre sus manos. ¡Philip...! ¿Quién podría ser y qué relación tendría con su madre, para que ella muriera llamándole?
La larga caminata desde Atlanta hasta Tara había terminado; había terminado en un muro ciego, en vez de acabar en los brazos de Ellen. Ya nunca más podría descansar como una chiquilla, segura bajo el techo paterno, con la protección del amor de su madre envolviéndola como un reconfortante edredón. No había seguridad ni verdadero asilo al que pudiese encaminarse ahora. Ningún cambio, ninguna vuelta, ningún sendero podían evitar el callejón sin salida al que había llegado. No quedaba ya nadie sobre cuyos hombros pudiese descargar sus pesares. Su padre estaba viejo y aturdido por la adversidad; sus hermanas, enfermas; Melanie, frágil y débil; los pequeños, inermes, y los negros, mirándola con infantil fe, cogiéndose a su falda, sabiendo que la hija de Ellen constituía el refugio que la madre había sido siempre para ellos.
Por la ventana, a la pálida luz de la luna que se levantaba, Tara se extendía ante sus ojos, abandonada por los negros, con las tierras devastadas y los cobertizos en astillas, como un cuerpo ensangrentado, como su propio cuerpo que se desangrara paulatinamente. Éste era ya el término del camino: una vejez entre temblores, enfermedades, bocas hambrientas, manos impotentes aferradas a sus faldas. Y al final de aquel camino no quedaba nada, nada más que Scarlett O'Hara Hamilton, de diecinueve años, viuda y con un hijo pequeño.
¿Qué iba a hacer con todos ellos? La tía Pittypat y los Burr, de Macón, podían recoger a Melanie y a su nene. Si las niñas se salvaban, la familia de Ellen tendría que encargarse de ellas, les gustase o no. Y ella y Gerald podían recurrir al tío James o al tío Andrew.
Miró las flacas figurillas que se agitaban inquietas, en la cama, bajo las sábanas oscuras y mojadas por el agua. A Suellen no la quería. Lo percibía ahora con una súbita claridad. Nunca la había querido. No sentía tampoco gran cariño por Carreen, porque ella era incapaz de querer a nadie que fuese débil. Pero llevaban su propia sangre, formaban parte de Tara. No, no podía dejarlas toda la vida en casa de las tías, como unas parientas pobres. ¿Los O'Hara en calidad de parientes pobres, comiendo el pan de la caridad y sufriendo...? ¡Oh, eso nunca!
¿No había escape en aquel camino sin salida? Su fatigado cerebro funcionaba con gran lentitud. Se llevó las manos a la cabeza, con tanto esfuerzo como si en vez de aire fuese agua lo que tenían que vencer sus brazos. Cogió la calabaza que estaba entre el vaso y la botella y la examinó. Quedaba algo de whisky en el fondo; no podía decir cuánto con una luz tan débil. Era extraño, pero el áspero olor no desagradaba ya a su olfato. Bebió lentamente, y esta vez el líquido no le abrasó la garganta; sintió tan sólo una sensación de calor.
Soltó la calabaza vacía y miró en torno suyo. Era todo un sueño, aquella tenebrosa habitación llena de humo, las esqueléticas niñas, Mamita, deforme y voluminosa, acurrucada junto a la cama; Dilcey, convertida aún en una estatua de bronce, con la dormida y rosada carita del bebé resaltando junto al oscuro pecho..., un sueño del cual despertaría para oler el jamón que se freía en la cocina, para oír las roncas carcajadas de los negros y el rechinar de los carros de labranza que salían hacia el campo, y sentir sobre ella la mano insistente y suave de Ellen.
Después descubrió con asombro que estaba en su propia cama, a la débil luz de la luna, que intentaba perforar las tiniebla, y que Mamita y Dilcey la estaban desnudando. El corsé torturador ya no le pellizcaba la cintura, y podía respirar honda y silenciosamente hasta el fondo de sus pulmones y su vientre. Sintió cómo la despojaban suavemente de las medias, y oyó a Mamita murmurar confusos pero confortadores sonidos mientras bañaba sus pies lacerados por las ampollas. ¡Qué fresca estaba el agua, qué bien se sentía tendida sobre algo blando, cuidada como cuando era niña! Suspiró, se estiró y, pasado cierto tiempo —lo mismo pudo ser un año que un segundo—, se encontró sola; la habitación parecía más brillante, inundada por los rayos de la luna que caían sobre su lecho.
No sabía que estaba ebria, ebria de cansancio y de whisky. Sólo sabía que había abandonado su cansado cuerpo y que flotaba no sabía cómo ni donde, pero en alguna parte donde no existían el dolor ni el cansancio y donde su cerebro percibía las cosas con claridad sobrehumana. Veía las cosas con otros ojos, porque en el largo camino hasta Tara había dejado atrás su niñez. No era ya una dúctil y plástica arcilla que acusaba nuevos contornos a cada nueva experiencia. La arcilla se había endurecido, no sabía cuándo, en aquel día indefinido que había durado mil años. Aquella noche sería la última vez qué habrían de cuidarla como a una chiquilla. Ahora ya era una mujer y la juventud había acabado.
No, ya no podía, no quería dirigirse a las familias de Gerald o de Ellen. Los O'Hara no aceptaban limosnas. Los O'Hara se cuidaban solos. Sus cargas eran suyas y sólo suyas, y las cargas eran para hombres capaces de soportarlas. Pensó sin sorpresa, mirando hacia abajo desde su altura, que sus hombros eran ahora lo suficientemente vigorosos para soportar cualquier peso, ya que habían soportado lo peor que podía ocurrirle. Le resultaba imposible desertar de Tara; pertenecía a aquellas hectáreas de rojas tierras más de lo que las tierras podían pertenecer a ella. Sus propias raíces penetraban hondamente en el suelo color de sangre y sorbían vida en él, lo mismo que el algodón. Se quedaría en Tara y la sostendría, de un modo u otro, y mantendría a su padre y a sus hermanas, a Melanie y al hijo de Ashley, y a los negros. Mañana, ¡oh, mañana...! Inclinaría el cuello al yugo. Mañana habría muchas cosas que hacer. Ir a Doce Robles y a la finca de los Macintosh a ver si había quedado algo en los abandonados huertos, ir a los pantanos del río y dar una batida en busca de cerdos o gallinas perdidos, ir a Jonesboro y a Lovejoy con la alhajas de Ellen... Alguna quedaría que pudiese venderse para sacar con qué comer. Mañana... mañana... Su cerebro funcionaba con mayor lentitud cada vez, como un reloj al que se le acabara la cuerda; pero la visión persistía.
De pronto, los viejos relatos familiares que había oído desde su infancia, que había oído casi aburrida, impaciente y comprendiéndolos sólo a medias, se le aparecieron claros como el cristal. Gerald, sin un centavo, había levantado Tara; Ellen se había sobrepuesto a alguna misteriosa pena; el abuelo Robillard, sobreviviendo al derrumbamiento del trono de Napoleón, había rehecho su fortuna en la fértil costa de Georgia; el bisabuelo Prudhomme había creado un pequeño reino en la jungla de Haití, y lo había perdido, viviendo lo suficiente para que su nombre fuese glorificado en Savannah. Hubo unas Scarlett O'Hara que combatieron entre los voluntarios irlandeses por una Irlanda libre y a quienes ahorcaron en recompensa, y otros O'Hara que murieron en el Boyne luchando hasta el final por lo que era suyo.
Todos ellos habían sufrido aplastantes infortunios, y no quedaron nunca aplastados. No habían podido quebrantarlos ni el derrumbamiento de imperios, ni los machetes de los esclavos sublevados, ni la guerra, ni la revolución, ni el destierro o las confiscaciones. Un hado maligno había podido quizá doblegar su cuello, pero no su espíritu. No habían gemido, sino luchado. Y, cuando murieron, murieron extenuados pero invictos. Todas aquellas sombras desaparecidas, cuya sangre corría por sus venas, parecían moverse, silenciosas, en la estancia iluminada por la luna. Y a Scarlett no le sorprendía ver a aquellos antecesores que habían sufrido lo peor que el destino podía reservarles, y lo habían transformado en lo mejor. Para ella, Tara era su destino, su lucha, y debía conquistarlo.
Dio una vuelta en la cama, soñolienta, mientras crecientes sombras envolvían su mente. ¿Estaban realmente junto a ella aquellos hombres de antaño, susurrándole muchas palabras de aliento, o formaba aquello parte de su sueño?
—Tanto si estáis como si no estáis —murmuró amodorrada—, buenas noches... y muchas gracias.
A la mañana siguiente, el cuerpo de Scarlett estaba tan rígido y dolorido por los largos kilómetros de caminata y por los vaivenes del carro que cada movimiento era una agonía. Su rostro, quemado por el sol estaba rojo; tenía las palmas de las manos desolladas por las ampollas, la lengua pastosa y la garganta seca, como si las llamas la hubiesen abrasado, y no había agua bastante para calmar su sed. Sentía la cabeza como hinchada y hasta girar los ojos le causaba dolor. Náuseas que le recordaban los primeros días de su embarazo hicieron insoportable para ella hasta el olor de los humeantes ñames del desayuno. Gerald hubiera podido decirle que sufría las consecuencias normales de su primera experiencia con las bebidas fuertes, pero Gerald no se daba cuenta de nada. Estaba sentado a la cabecera de la mesa y no era más que un viejo canoso, de ojos apagados y ausentes que se clavaban en la puerta, con la cabeza algo inclinada como para tratar de escuchar el crujido de las enaguas de Ellen, para aspirar su perfume de limón y verbena.
Al sentarse Scarlett a la mesa, Gerald murmuró:
—Esperamos a la señora O'Hara. Ya se demora.
Scarlett levantó su cabeza dolorida, mirándole con asombrada incredulidad, y encontró la suplicante mirada de Mamita, de pie tras la silla de Gerald. Se levantó vacilante, con la mano en la garganta, y contempló a su padre a la luz de la mañana. Él la miró vagamente y ella observó que las manos de su padre temblaban y que su cabeza estaba también algo trémula.
Hasta aquel momento no comprendió en qué medida había contado con Gerald para que la ayudase, para que le dijese lo que debía hacer. Y ahora... ¡Pero si la noche anterior parecía estar casi normal! No mostraba, es cierto, la vitalidad y la exuberancia habituales, pero por lo menos le había hecho un relato coherente, y ahora... Ahora, ni siquiera se acordaba de que Ellen había muerto. La impresión simultánea de la llegada de los yanquis y de la muerte de su mujer le habían trastornado. Scarlett fue a decir algo, pero Mamita sacudió la cabeza violentamente y, levantando el delantal, se enjugó los enrojecidos ojos. «¡Oh! ¿Se habrá vuelto loco papá? —pensó Scarlett, y su trepidante cabeza parecía a punto de estallar bajo aquella nueva presión—. No, no. Está un poco aturdido, y nada más. Es como si estuviese mareado. Ya se le pasará. Tiene que pasársele. Pero ¿qué voy a hacer si no se le pasa...? No quiero ni pensarlo ahora. No quiero pensar en él, ni en mamá, ni en ninguna de esas cosas terribles, ahora. No, no puedo pensar en nada hasta que me sienta capaz de soportarlo. ¡Hay tantas otras cosas en qué pensar...! Cosas que yo puedo remediar si no me dedico a pensar en las irremediables.»
Salió del comedor sin haber probado bocado y se fue al pórtico de atrás, donde encontró a Pork descalzo y vestido con los harapientos restos de su mejor librea, sentado en los escalones y mondando cacahuetes. La cabeza de Scarlett sentía aún incesantes martilleos y pulsaciones, y la deslumbradora luz del sol le acuchillaba los ojos. Sólo para mantenerse en pie necesitaba hacer un gran esfuerzo de voluntad; y hablaba con el mayor laconismo, suprimiendo las fórmulas habituales de cortesía que su madre le enseñara a usar desde la infancia.
Comenzó a preguntar tan bruscamente y a dar órdenes en un tono tan decidido que las cejas de Pork se alzaron con sorpresa. La señora Ellen jamás había hablado a nadie tan secamente, ni siquiera cuando cogía a un negro robando pollos o sandías. Le interrogó nuevamente sobre los campos, los huertos, el ganado, y sus ojos verdes adquirían un brillo acerado que Pork nunca había visto en ellos.
—Sí, señora; el caballo murió, allí donde yo lo había atado con el hocico metido en el cubo, que tiró, por cierto. No, la vaca no murió. ¿No sabía usted? Tuvo una ternera anoche. Por eso mugía tanto.
—¡Vaya una comadrona que sería Prissy! —observó Scarlett irónicamente—. Dijo que la vaca mugía porque necesitaba que la ordeñasen.
—Prissy no piensa ser partera de vacas, señora Scarlett —concluyó Pork diplomáticamente—. Y no vale la pena discutir los bienes que Dios nos manda, porque esa ternera supondrá una vaca muy grande, y habrá leche y manteca en abundancia para las niñas, que es lo que necesitan, según dijo el doctor yanqui.
—Bueno, sigue. ¿Quedan más animales?
—No, señora. Nada más que una cerda vieja y sus lechones. Los llevé a los pantanos el día que llegaron los yanquis, pero Dios sabe cómo podremos darle caza ahora. Quiero decir a la marrana.