—Ya los encontraremos, no te apures. Tú y Prissy podéis empezar a busCharles.
Pork pareció sorprendido e indignado.
—Señora, eso es cosa de los del campo. Yo he sido siempre un negro de casa.
Un diablillo con un par de tenacillas candentes parecía divertirse pellizcando los ojos de Scarlett.
—O buscáis vosotros dos la cerda... u os largáis de aquí, lo mismo que se fueron los negros del campo.
Las lágrimas temblaron en los apenados ojos de Pork. ¡Oh, si la señora Ellen estuviera allí! Ella comprendía aquellos distingos, y se hacía cargo de la enorme diferencia que había entre las obligaciones de un peón del campo y las de un negro doméstico.
—¿Marcharme, señora Scarlett? ¿Y adonde iba a ir yo?
—No lo sé, ni me importa. Pero cualquiera que no quiera trabajar en Tara puede irse a buscar a los yanquis. Puedes decírselo también a los demás.
—Bien, señora.
—Y ahora dime: ¿qué hay del maíz y del algodón, Pork?
—¿El maíz? Dios mío, señora Scarlett, pusieron los caballos a pastar en el maizal y se llevaron después todo lo que los caballos no habían comido o estropeado. Y metieron los cañones y los carros por el algodón hasta destrozarlo todo, excepto unas cuantas hectáreas al fondo de la quebrada, en que no se fijaron. Pero por ese algodón no vale la pena ni molestarse, porque apenas hay allí tres balas.
¡Tres balas! Scarlett recordó las docenas y docenas de balas que producía Tara, y la cabeza le dolió más aún. ¡Tres balas! Tal cantidad era apenas un poco más de lo que cogían aquellos pobretones de los Slattery. Y para colmo de males, quedaba la cuestión de los impuestos. El Gobierno confederado aceptaba el algodón en lugar de dinero, como pago de impuestos; pero tres balas no bastarían ni para pagar éstos. Poco les importaba, sin embargo, a ella o a la Confederación, ahora que todos los braceros habían huido y que no quedaba nadie para recoger el algodón.
«No quiero pensar tampoco en esto —se dijo—. Las contribuciones no son cosas de mujeres, en modo alguno. Papá es el que debe atender estas cosas; pero papá..., no quiero pensar ahora en papá. La Confederación puede esperar el dinero sentadita. Lo que necesitamos ahora es algo que comer.»
—Pork, ¿habéis estado alguno de vosotros en Doce Robles, o en la finca de los Macintosh, para ver si queda allí algo en los huertos?
—No, señora. ¡No hemos salido de Tara! Podrían cogernos los yanquis.
—Enviaré a Dilcey a la finca de los Macintosh. Acaso encuentre allí algo. Y yo iré a Doce Robles.
—¿Con quién, niña?
—Yo sola. Mamita tiene que quedarse con las pequeñas, y mi padre no puede...
Pork lanzó una exclamación que la puso furiosa. Podría haber yanquis o negros bandidos en Doce Robles. No debía ir allí sola.
—Bueno, basta ya, Pork. Dile a Dilcey que se ponga en camino inmediatamente. Y tú y Prissy id a traerme la cerda y las crías —dijo secamente, dando media vuelta.
La vieja cofia de percal de Mamita, descolorida, pero limpia, colgaba de una percha en el pórtico trasero y Scarlett se la puso, recordando, como si fuese algo de otro mundo, el sombrero con rizada pluma verde que Rhett le había traído de París. Cogió un gran canasto hecho con ramas de roble y bajó las escaleras posteriores, no sin que cada paso repercutiese en su cabeza, como si la espina dorsal fuese a escapársele por el cráneo.
El camino hasta el río se extendía, rojizo y abrasador, entre los devastados campos de algodón. No había árboles que lo sombreasen, y el sol traspasaba la cofia de Mamita como si fuera de muselina y no de recio percal, mientras el polvo flotante se filtraba por su nariz y su garganta, hasta parecerle que si intentaba hablar saltarían en tiras sus membranas. En el sendero, profundos hoyos y surcos mostraban el rastro del paso de los caballos y de los cañones pesados, y, a los lados, las rojizas cunetas mostraban grandes surcos, abiertos por las ruedas de los vehículos. Las plantas de algodón aparecían pisoteadas y deshechas en los sitios por donde la caballería y la infantería, empujadas afuera del estrecho sendero por la artillería, habían marchado a través de los verdes arbustos, hundiéndolos en la tierra. Aquí y allá, en campos y veredas, se veían hebillas y trozos de correajes, cantimploras aplastadas por los cascos y ruedas de armón, botones, gorras azules, calcetines agujereados, harapos ensangrentados, todos los desechos que deja un gran ejército en marcha.
Pasó junto al pequeño grupo de cedros y la baja cerca de ladrillos que señalaban el minúsculo cementerio de la familia, tratando de no pensar en la nueva tumba, contigua a los tres montículos de las de sus hermanitos. ¡Oh, Ellen! Siguió bajando trabajosamente el polvoriento cerro, pasando cerca del montón de cenizas y de la mutilada chimenea, que era todo lo que quedaba de la casa de los Slattery, y deseó con crueldad que toda la tribu de aquel apellido estuviese también hecha cenizas. Si no hubiese sido por los Slattery, por aquella antipática Emmie, que tenía un chiquillo bastardo, hijo del capataz, Ellen no habría muerto.
Lanzó un gemido cuando un afilado guijarro se clavó en su lacerado pie. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué Scarlett O'Hara, la belleza del condado, el orgullo de Tara, siempre tan cuidada y protegida, caminaba casi descalza por aquel escabroso sendero? Sus piececitos estaban hechos para bailar, no para andar cojeando; sus delicados escarpines, para asomarse atrevidamente entre brillantes sedas, no para recoger cortantes pedruscos y polvo. Había nacido para ser mimada y atendida, y, sin embargo, allí estaba ahora, llena de náuseas y harapienta, impulsada por el hambre, a la caza de alimento en los huertos de sus vecinos.
Al pie del amplio cerro estaba el río, y ¡qué frescura y quietud había en aquellos árboles que trenzaban sus ramas sobre el agua! Se dejó caer en la orilla, se quitó los restos de los zapatos y las medias y humedeció los ardorosos pies en la fría agua. ¡Qué grato sería permanecer allí todo el día, lejos de los melancólicos ojos de Tara, allí donde sólo el susurro de las hojas y el murmullo del agua lenta rompían el silencio! Pero, con un esfuerzo, se puso otra vez las medias y los zapatos y avanzó penosamente por la orilla, alfombrada de esponjoso musgo, bajo la sombra de los árboles. Los yanquis habían quemado el puente, pero ella conocía otro puentecillo de troncos tendido sobre una angostura del río, un centenar de metros más abajo. Lo atravesó con cautela y ascendió trabajosamente la abrasadora cuesta de casi un kilómetro que había de recorrer hasta llegar a Doce Robles.
Allí se elevaban los doce robles, tal como se habían elevado desde los días de los indios; pero ahora sus hojas estaban tostadas por el fuego, y las ramas, quemadas y medio carbonizadas. Dentro del círculo que formaban, yacían las ruinas de la casa de John Wilkes, los abrasados restos de la antes señorial mansión que coronaba el cerro con la noble dignidad de sus blancas columnas. El hoyo profundo que quedaba de lo que había sido la bodega, las ennegrecidas piedras de los cimientos y dos grandes chimeneas, marcaban el emplazamiento de la casa destruida. Una alta columna, medio quemada, había caído transversalmente sobre el césped, aplastando las matas de jazmines.
Scarlett se sentó sobre la derribada columna. Viendo aquel espectáculo, se sentía demasiado acongojada para continuar. Aquella desolación penetraba tan profundamente en su corazón, como si no hubiese experimentado otros dolores. Allí, a sus pies, estaba el orgullo de los Wilkes, convertido en cenizas. Allí estaba el fin de aquella casa tan amable y cortés, en la que siempre la recibieran con los brazos abiertos; la casa de la que, en sus vanos ensueños, había aspirado a ser ama y señora. En ella había bailado, comido y flirteado, y en ella había contemplado, con el corazón dolorido y celoso, cómo Melanie procuraba agradar a Ashley. Allí también, a la fresca sombra de sus árboles, Charles Hamilton había oprimido su mano con éxtasis cuando ella le prometió casarse con él.
«¡Oh, Ashley! —pensó—. Deseo de corazón que hayas muerto. No soportaría la idea de que pudieras ver todo esto.»
Ashley se había casado allí con su prometida, pero su hijo y sus nietos no podrían ya traer otras prometidas a esa casa. No habría ya bodas ni nacimientos bajo el hospitalario techo que Scarlett amara tanto y que había deseado gobernar. La casa había muerto y, para Scarlett, era como si también los Wilkes hubiesen muerto entre sus cenizas. —No quiero pensar en eso ahora. No puedo soportarlo. Ya pensaré más tarde —dijo en voz alta, desviando la mirada.
Buscó el huerto, tropezando, entre las ruinas, con los pisoteados rosales que los Wilkes cuidaban con tanto esmero; atravesó el patio posterior y las cenizas del ahumadero, de los cobertizos y gallineros. La valla de troncos cortados alrededor del huertecillo de la casa estaba destrozada, y las antes simétricas hileras de plantas verdes habían sufrido el mismo trato que las de Tara. La blanda tierra estaba llena de las cicatrices causadas por los cascos de los caballos y las pesadas ruedas, y las legumbres habían sido hundidas en el suelo. Allí no quedaba nada que pudiera servirle.
Retrocedió por el patio y siguió el sendero que conducía a la silenciosa fila de blancas barracas destinadas a la servidumbre, gritando «¡Eh, eh!» conforme caminaba. Pero ninguna voz respondió a la suya. Ni siquiera ladró un perro. Evidentemente, los negros de los Wilkes habían huido o se habían unido a los yanquis. Ella sabía que cada esclavo tenía allí su parcela de huerto, y cuando llegó a los pabellones de los negros confiaba en que tales parcelas hubiesen quedado inmunes. Su búsqueda fue recompensada, pero estaba demasiado extenuada para sentir alegría a la vista de los nabos y las coles, algo mustios por falta de agua, pero todavía en pie, así como las alubias, amarillentas pero comestibles. Se sentó entre los surcos y cavó la tierra con temblorosas manos, llenado el cesto poco a poco. Lograrían hacer una buena comida en Tara, aquella noche al menos, a pesar de la falta de unos trozos de carne que cocer con las legumbres. Acaso un poco de la grasa que Dilcey empleaba para alumbrar podría utilizarse como condimento. Tenía que acordarse de decir a Dilcey que emplease pinas y economizase la grasa para guisar.
Cerca del último escalón de una de las cabanas halló una pequeña hilera de rábanos, y el hambre se apoderó de ella súbitamente. Un rábano ácido y picante era precisamente lo que su estómago parecía reclamar. Quitó someramente con la falda la tierra adherida, mordió la mitad y la comió a toda prisa. Era un rábano viejo y correoso, y tan picante que hizo brotar las lágrimas de sus ojos. Apenas pasó aquel primer bocado, su vacío y castigado estómago se rebeló, y Scarlett hubo de tenderse sobre la blanda tierra mientras vomitaba penosamente.
El vago olor a negro que exhalaba de la cabana aumentó todavía más su náuseas y, falta de fuerzas para combatirlas, continuó sufriendo dolorosas arcadas, en tanto que la cabana y los árboles giraban velozmente en torno suyo.
Al cabo de un largo rato se tendió de cara al suelo; la tierra le parecía tan blanda y confortable como una almohada de plumas y su cerebro erraba débilmente de una cosa a otra. Ella, Scarlett O'Hara, yacía junto a una cabana de negros, entre ruinas, demasiado enferma y agotada para poder moverse; y no había en el mundo nadie que lo supiese o a quien le importase lo más mínimo. A nadie le importaba, aunque lo supiesen, porque todos tenían demasiadas preocupaciones propias para ocuparse de las ajenas. Y todo esto le ocurría a ella, a Scarlett O'Hara, que jamás había tenido que levantar la mano ni para recoger una media tirada en el suelo o para atarse los cordones de los zapatos; a Scarlett, cuyas más leves jaquecas y nerviosismos habían suscitado ansiedades y mimos durante toda su vida. Mientras yacía postrada, demasiado débil para ahuyentar tales recuerdos, éstos se precipitaban sobre ella, se cernían formando círculos en torno suyo, como cuervos que aguardaran su muerte. Ya no tenía energías para decirse: «Pensaré en mamá y papá, y en Ashley y en todas estas ruinas más adelante... Sí, más adelante, cuando pueda soportarlo», sino que pensaba en ello ahora, lo quisiera o no. Los pensamientos giraban y se cernían sobre ella, descendían después hincando agudos picos y afiladas garras en su cabeza. Durante un infinito espacio de tiempo, yació allí, con la cara medio sepultada en la tierra, mientras el sol caía, abrasador, sobre ella, recordando cosas y personas que habían muerto, rememorando una vida que ya no podía existir y contemplando angustiosamente la perspectiva del tenebroso futuro.
Cuando pudo incorporarse al fin y vio de nuevo las negras ruinas de Doce Robles, su cabeza se irguió, y entonces algo que fue juventud, belleza e intensa ternura había desaparecido para siempre. Lo pasado, pasado. Los muertos estaban muertos. El ocio y el lujo de días mejores quedaban lejos y no volverían jamás. Y cuando Scarlett arregló el pesado cesto colgándoselo del brazo, había arreglado también su mente y su vida entera.
No se podía retroceder, y ella iba a marchar hacia delante. En todo el Sur, durante medio siglo, se verían mujeres de mirada rencorosa que se acordarían del pasado, de los hombres muertos, de los tiempos idos, que evocarían recuerdos dolorosos e inútiles, soportando con orgullo su dura pobreza, merced a que conservaban tales recuerdos. Pero Scarlett no iba a mirar nunca hacia el pasado.
Contempló las ennegrecidas piedras, y le pareció ver por última vez la casa de Doce Robles surgir ante sus ojos tal como fuera anteriormente, rica y poderosa, símbolo de una raza y de todo un modo de vivir. Y en seguida emprendió el camino carretera abajo, hacia Tara, con el pesado cesto, que se le incrustaba en la carne.
El hambre volvía a roerle el vacío estómago. Exclamó en voz alta: —Dios sea testigo de que los yanquis no van a poder conmigo. Voy a sobrevivir a esto, y cuando todo termine no volveré a pasar hambre otra vez. Ni yo ni ninguno de los míos, aunque tenga que robar o matar. ¡Dios sea testigo de que nunca más voy a pasar hambre!
Durante los días siguientes, Tara podía haber sido la desierta isla de Robinson Crusoe: tan silenciosa y aislada estaba del resto del mundo. El mundo estaba unos kilómetros más allá, pero era como si hubiese un vasto océano entre Tara y Jonesboro y Fayetteville y Lovejoy, e incluso entre Tara y las plantaciones inmediatas. Muerto el viejo caballo, ya no existía medio de transporte, y Scarlett carecía de tiempo y de fuerzas para recorrer fatigosamente kilómetros de tierra rojiza. A veces, en aquellos días de agotadora labor, de desesperada lucha por la comida y de incesantes cuidados a las tres enfermas, Scarlett descubría que sus oídos trataban de recoger sonidos familiares: las agudas risotadas de los negritos jóvenes en sus pabellones, el chirrido de los carros que regresaban del campo, el relincho del caballo de Gerald, suelto por los pastos; el rechinar de las ruedas de los carruajes por el sendero que conducía a la casa, y las alegres voces de los vecinos que iban a pasar la tarde en inofensivo chismorreo. La carretera permanecía quieta y desierta, y jamás una sola nubecilla de polvo indicaba la llegada de visitantes. Tara era una isla en un mar de ondulantes y verdes cerros y de rojizos campos.