Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
Fue un martes por la mañana, con buen tiempo aunque con suficiente fresco para no ir como él en pantalón corto, cuando me dediqué a contemplar cómo Heim sacaba a la cubierta prácticamente todo lo que había abajo. La llenó de libros, de sábanas, mantas, de cacerolas, de más cuadernos de tapas negras de hule que yo no había encontrado. Subía y bajaba. Al final, se sentó en la hamaca plegable en que solía dormitar tras las comidas a revisar una por una cada cosa, que iba apuntando en otro cuaderno de tapas negras. Alguna vez se cogió la cabeza entre sus enormes manos y luego continuó con la tarea. Todo lo que iba anotando lo iba bajando a su lugar correspondiente, así estuvo varios días mañana y tarde. Yo le observaba a saltos, un rato por la mañana y otro por la tarde, siempre saboreando un rico café
espresso
en un bar de enfrente y pensando en Salva y en lo que daría por que me acompañara. Había estado tentado de contárselo a Sandra, pero pensé que era mejor para ella no saberlo. Hasta que el último día, después de que hubiese sacado a la luz del día sus trastos varias veces y los hubiese anotado varias veces y llegase a la terrible conclusión de que el recuento no cuadraba, lo vi salir muy decidido del barco e ir hacia el parking en que tenía su majestuoso Mercedes negro.
Lo esperé. El morro salió lentamente del garaje, él iba mirando al frente sin parpadear, su cara era como una piedra debajo de la gorra. Era fácil seguirle. A pesar de llevar una carroza tan impresionante estaba peor de reflejos que yo y más aún con la inseguridad que le había entrado. Hijo de puta, pensé, ojalá llegues a sentirte una mierda, un ser inútil, ojalá que sientas que tu vida no merece vivirse y que pruebes tu propia medicina.
Salió del pueblo y circuló unos veinte minutos hacia el siguiente pueblo, pero antes de llegar se internó por una zona residencial que yo conocía, Apartamentos Bre-mer, donde vivía Sebastian Bernhardt, protegida a cal y canto de los extraños por guardias de seguridad. Probablemente el Carnicero venía a consultarle su problema a Sebastian, lo que confirmaba la jerarquía del Ángel Negro por encima de Otto, Alice y Christensen. Me invadió una gran agitación, iba entendiendo el funcionamiento de esta comunidad de invisibles. Era Sebastian quien habría evitado durante todo este tiempo que hicieran demasiadas tonterías, que se expusieran demasiado y quien había buscado la forma de que tuvieran una vida exageradamente larga para no quedarse solo en un mundo ajeno. Él debía de infundirles confianza y los mantendría unidos bajo los lazos de la Hermandad. Él era quien aleccionaría a los jóvenes. Sería la abeja reina, y muerta la reina los demás no sabrían qué hacer. Para infundirles confianza les habría hecho creer que era invulnerable y que podía volverles invulnerables a ellos con un producto destinado únicamente a ellos.
A los tres cuartos de hora Heim salió por donde había entrado, su Mercedes negro se deslizaba por las calles de un planeta al que se habían adaptado como los insectos.
Me quedé por si Sebastian salía.
Sandra
Lo vi el jueves de improviso cuando iba a mi encuentro con Julián. En esta ocasión no tuve que dar muchas explicaciones al marcharme porque acababa de llegar Martín con algo que contarles a Fred y Karin dentro de la salita-biblioteca, cosas de ellos, de su Hermandad y de sus rollos patateros. Eran las tres y media y por una vez iba a llegar puntual al Faro. Salí con la sensación de que esta historia no podría durar mucho más. A Julián se le estaba acabando el dinero. A pesar de que no quería quejarse, a veces se le escapaba que ya no podía soportar el gasto del hotel y que tenía que poner la gasolina con cuentagotas. Tampoco un hombre de su edad podría aguantar más tiempo semejante ajetreo, y yo no podría seguir enredándome con esta gente y su mundo aparte. Tendría que llegar el momento en que este asunto estallara o en que cada uno nos fuésemos a nuestra casa. No había que decidir nada, lo decidiría el momento.
Salí de Villa Sol y en la calle sentí un latigazo en los ojos, en el cerebro.
¡Ese coche!
Dentro del coche estaba Alberto haciendo un crucigrama apoyado en el volante. Me quedé paralizada sobre la moto.
¡Alberto!
Lo llamé sin mover los labios, y él lo oyó sin oír. Volvió la cabeza hacia mí.
Aún seguía siendo él. Los mismos ojos, la misma boca. Salió del coche con unos vaqueros azul oscuro, una camisa de cuadros y un jersey por los hombros. Me alegró ver que no se había puesto la chupa que le regaló Frida. Se paró ante mí, yo continué sentada en la moto.
Pelo castaño claro sin peinar, frente y nariz rojas del viento y el sol. No era ninguna belleza. La cartera le asomaba por un bolsillo de atrás y llevaba desatado uno de los náuticos.
—Llevas desatado el cordón.
Lo miró sin hacer caso ni intentar agacharse para anudarlo.
—¿Adonde vas? —dijo como si nos acabásemos de ver hacía cinco minutos.
—A ti qué te importa.
—Si te lo pregunto es porque me importa.
Estaba a unos metros de la casa y no había sido capaz de entrar a verme. Me dolía tanto que ya no le quería.
—No lo creo —dije—. Haré como que no te he visto.
El último orgullo que me quedaba me impidió llamarle cerdo.
—Y yo haré como que no he salido del coche, ¿verdad?
—Tú sabrás. Parece que tienes muy claro lo que tienes que hacer y lo que no.
—Sí, lo tengo claro. Y tú también deberías tenerlo, pero prefieres actuar a lo loco, sin medir las consecuencias.
—Siempre me estás amenazando.
—Estás amenazada, pero no soy yo quien te amenaza. Te dije que te fueras, que dejases esto.
Me gustaba mucho, quería que fuese el padre mi hijo, y también sabía que el día que dejase de gustarme lo odiaría.
—Todos me decís lo mismo, que me marche, pero ¿adonde?
—¿Todos? ¿Quién más te dice que te marches?
—Es una manera de hablar. No puedo marcharme, me atan más cosas aquí que en cualquier otra parte.
—Anda, vamos a dar una vuelta en la moto —dijo subiéndose detrás de mí.
—¿Adonde quieres ir?
—Vamos al Faro, hay una vista muy bonita desde allí.
Fue entonces cuando me acordé de Julián, que precisamente me estaría esperando en el Faro.
—¿Al Faro? ¿Estás seguro? ¿No prefieres ir a la playa o al puerto?
—El Faro es un lugar más tranquilo. Además hay un enorme acantilado y podré tirarte desde allí. Nadie podrá encontrarte, es mentira eso de que el mar devuelve todo lo que se traga.
Ya había puesto en marcha la moto. Hacía viento y con la velocidad el viento se reforzaba. Tiré hacia el Faro, no podía disimular que conocía bien el camino, casi podría hacerlo con los ojos cerrados. Sin embargo, iba todo lo despacio que podía, me encantaba sentir a Alberto detrás. Me quitaba el viento, me protegía, era imposible que se le pasara por la cabeza hacerme algo malo. Me parecía que todo el tiempo en que no había estado con él había sido tiempo perdido, tiempo de tanteo.
Al llegar a la explanada donde no había más remedio que aparcar, vi el coche de Julián, que estaría en la heladería y que tal vez me habría visto llegar desde la ventana. Podría decirle a Alberto que tenía que ir al baño y que me esperara un momento y aprovechar para hacerle alguna seña a Julián, pero no quería perder ni un minuto de estar con él, así que dejé que Julián se aburriese y acabara marchándose o que hiciese lo que quisiera. Desde luego lo que no pensaba hacer era estropear este momento que me había venido a las manos cuando menos lo esperaba.
Pasamos entre las palmeras salvajes, pisando cantos y pequeñas rocas, hasta casi el precipicio. El mar arrancaba desde allí inmenso, azul en su mayor parte y verde en algunos trozos, al fondo se juntaba con el cielo. Sólo estábamos nosotros.
—Parece mentira —dijo refiriéndose al espectáculo que teníamos delante, o a nosotros dos, o a la vida en general.
«Parece mentira» fueron dos palabras maravillosas. Me cogió por los hombros y luego me besó. Fue un beso conocido, un beso esperado. Me supo mejor que la primera vez porque ya no había sorpresa, sólo el placer de su suavidad, de su calidez. Sentí su sexo contra mí y se retiró.
—Ahora no puede ser —dijo.
Yo le cogí una mano entre las mías. Era tirando a cuadrada y con dedos fuertes, algo insignificante en aquella grandiosa belleza del mar y el cielo, pero lo único realmente importante y capaz de darle sentido a la vida.
—¿Y qué hay de tu marido?
—No estoy casada.
—Bueno, del padre de tu hijo —dijo escurriendo su mano de entre las mías y metiéndola en el bolsillo para sacar una cajetilla. Se encendió un pitillo.
—No tenemos relaciones. No estaba segura de quererle.
—¿Y él te quería a ti?
—Creo que sí. Lo siento por él.
De pronto se volvió de espaldas al mar.
—Tengo que volver. Éste será nuestro sitio.
No quise preguntarle por esa chica con la que se le había visto en la playa. Tampoco quise preguntarle por Frida. La otra sería la chica de la playa y yo sería la chica del Faro. No quise estropear mi momento, mi oportunidad y mi rato de felicidad.
En la explanada ya no estaba el coche de Julián. Me preguntaba si nos habría visto. Me habría gustado que nos viese para luego poder hablar de esto con él, para poder alargar de alguna manera estas sensaciones. Quizá me había dejado un recado debajo de la piedra C, pero ahora no podía comprobarlo.
Condujo Alberto, yo me senté atrás y me abracé a él.
Julián
Mi espera mereció la pena, al final, cuando iba a tirar la toalla y volver al hotel, vi salir a Sebastian acompañado de Martín y la Anguila.
Sebastian tenía mi estatura más o menos aunque no era tan enjuto como yo. Tenía un porte elegante. Llevaba un abrigo negro hasta media pierna con las solapas subidas y una bufanda anudada de manera artística. Bajaron despacio, aguantando el ritmo de Sebastian, hasta el acantilado v entraron en el restaurante acristalado sobre el mar en que ya lo había visto con Alice. Se les veía desde fuera comiendo ostras y bebiendo champán. Hablaban y a veces se reían. Me situé junto a un coche y saqué la minicámara del bolsillo y les hice una foto. En algún momento me pareció que la Anguila miraba hacia mí, luego volvió de nuevo la cabeza hacia Sebastian.
Regresé contento. Cada vez estaba más cerca de Sebastian y de alguna manera quería celebrarlo con Sandra y me dirigí a nuestra cita en el Faro más contento de lo normal.
Se retrasaba, y esperé sentado junto a la ventana de siempre. Esta vez me pedí una coca-cola
light
y la camarera de siempre la puso en la mesa con un golpe seco. Me estaba acostumbrando a que me tratara mal. A pesar de lo que se cree, uno puede llegar a amoldarse con facilidad a la tiranía y al despotismo de los demás, si no que se lo digan a los pueblos que aclaman a sus dictadores y torturadores. Y a mí se me estaba haciendo familiar la brusquedad de esta energúmena.
Me bebía la coca-cola despacio para que me durara porque a Sandra tendría que pagarle un zumo y un trozo de tarta y mi cuenta estaba ya bajo mínimos. No quería fundirme todos los ahorros en el hotel Costa Azul y en este local, debía dejar algo por si surgía alguna emergencia y, sobre todo, debía pensar en el futuro de mi hija. Y ojalá que hubiese podido pagar el tentempié de Sandra porque no me habría sentido tan mal como me sentí al verla con la Anguila recostada sobre su hombro y contemplando el mar terriblemente azul y romántico.
Los vi llegar en la moto de Sandra y aparcar fuera del campo de visión de la ventana. Al rato, al ver que no entraban, pagué y salí, fui hasta nuestro banco y los vi entre las palmeras de cara al mar, los vi besándose, y en ese momento me alegré mucho por Sandra porque pasara lo que pasara esto se lo llevaba con ella. Al mismo tiempo sentí de repente un gran vacío. Como se comprenderá, jamás me habría atrevido a poner los ojos en Sandra si no fuese corno una nieta, juro que nunca la había mirado de otra manera. Fue el quedarme solo y el verme alejado de la vida feliz y maravillosa de una forma completa y totalmente irreversible lo que me dejó hueco por dentro, sin vida. Dudé si dejarle una nota debajo de la piedra C después de que se fueron y al final desistí. Me marché como había venido, mejor dicho, me marché peor de como había llegado, aunque en el fondo me alegraba de que a Sandra le hubiese sucedido algo que deseaba.
Sandra
Volví a recaer. Cuando regresaba a Villa Sol en la moto con Alberto sentí varios escalofríos que achaqué a la emoción de estar cerca de él. Cuando se espera algo tanto tiempo y parece que no va a llegar nunca, cuando por fin llega te desborda. En el acantilado del Faro Alberto me desarmó, me dejó sin defensas en todos los sentidos. Se me abrieron todas las puertas del cuerpo de forma que podían entrar todos los virus y bacterias que quisieran que nadie los iba a echar.
Al llegar a la altura del coche cerca de la casa, vimos que ya estaba Martín esperando apoyado en el capó. Se notaba que esperar no le había hecho precisamente gracia, pero también se notaba que Alberto estaba un poco por encima de él en el mando y que no podía reprocharle nada.
No nos despedimos. Alberto no me dio ocasión, nada más bajar de la moto se fue hacia el coche sin mirarme. Se puso a hablar con Martín y yo arranqué hacia la casa. No tuvimos ese momento por mínimo que sea que siempre hay al final de todo y que sirve para estar recordándolo una y otra vez.
Al llegar a la puerta de Villa Sol me pareció que en el estado de agitación en que me encontraba no podría parar allí dentro y tiré hacia la playa. Necesitaba caminar deprisa, correr y gastar la energía que no me dejaba olvidarme de Alberto. No podía encerrarme con este pensamiento entre cuatro paredes porque me moriría.
Anduve por la orilla a paso rápido casi dos horas y cuando ya no pude más regresé con los noruegos. Las piernas me temblaban en la moto. Podría haber intentado ver a Julián, buscarle en el hotel o por el puerto, donde me había dicho que ahora pasaba bastante tiempo, pero no tenía ganas de hablar de nada que no fuese Alberto, ni que me obligaran a pensar en nada que no fuese Alberto.
No me fijé en qué estaban haciendo Fred y Karin cuando entré en la casa. Tampoco pude captar lo que me decían. Subí y me tumbé en la cama, estaba sudando, crucé las manos sobre el pecho y me concentré en el beso del Faro.
Sandra