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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (32 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Iba a esperar a que salieran para seguir a alguno hasta que se me ocurrió que ahora que estaban aquí reunidos sería el momento de vigilar qué hacía la fría Frida. Pasaría primero por la casa comunitaria que compartía con Martín y otros como él, aunque a estas horas estaría limpiando en casa de Fred y Karin. Tendría que actuar con cuidado porque por lo que me había contado Sandra debían de haber distribuido mi foto entre la gente de la Hermandad. Sería una manera de prevenirse contra mí o de pedir mi cabeza. Desconocía hasta qué punto sabrían quién era yo cuando ni siquiera mi propia gente lo sabía, aunque lo podrían haber deducido fácilmente por el hecho de que tuviese tanto interés en ellos alguien de su edad, alguien a quien no podrían engañar.

Sandra me había dicho que Frida trabajaba tres horas diarias, de ocho a once, y que a veces se quedaba más tiempo si era necesario. Así que me situé junto a la plaza mirando hacia Villa Sol. Eran las once menos diez y sólo tuve que esperar hasta las once y cinco. Entonces la vi cerrando la verja y montando en la bicicleta. Dejé que se adelantara bastante y fui tras ella. Enseguida comprendí que iba camino de la casa de Otto y Alice. La gran puerta negra del número 50 se abrió, entró, esperé un rato hasta que pensé que era una tontería montar guardia, seguramente Frida también estaría limpiando esta casa. Pero, no, había hecho bien en esperar, a veces la intuición es más poderosa que la razón, me lo confirmó el ver cómo salía un Audi macizo y brillante. Lo conducía Frida y Alice iba a su lado.

¿Adonde irían? Temía que Frida me descubriese y me reconociese, así que callejeé detrás de ellas, lo más distante que podía y con el corazón en un puño, hasta la carretera principal. En una calle junto al puerto, se detuvieron ante una pequeña tienda de artesanía de nombre Transilvania. La primera que salió del coche con una agilidad pasmosa fue Alice. Llevaba una melena lisa entre castaña y rubia a la altura del cuello, tan perfecta que parecía una peluca, y unos vaqueros debajo de un chaquetón de piel, quizá excesivo para este clima pero muy a tono con el Audi. Por sus andares nadie le habría echado más de cincuenta años. Frida enseguida llegó a su altura, exhibía sus fuertes piernas enfundadas en unas mallas negras debajo de los pantalones cortos, una vestimenta desconcertante. Miró hacia atrás para controlar la calle pero no pudo verme. Pasaron Alice delante y Frida detrás. Al rato salieron con una caja de cartón que llevaba Frida en los brazos. La caja iba cerrada, no era la típica caja que sólo sirve para llevar las cosas hasta el coche, yo había usado muchas cajas de esta forma. En el supermercado muchas veces me ponían la compra en una caja para que la transportara más fácilmente, pero no era éste el caso. Durante un instante dudé si ir tras ellas o entrar en la tienda. En esta ocasión pensé con cierta rapidez que la tienda seguiría aquí por la tarde. Maniobré con una pericia que me asombró, sin miedo a rozar al de detrás, ni a nada. Si le contase a Leónidas, mi amigo de Buenos Aires, las aventuras que estaba corriendo, mientras él jugaba la partida, no se lo creería. No me molesté en disimular que las seguía. Iban hablando tan acaloradamente que no se fijarían en mí.

Casi tardamos media hora en llegar a los apartamentos Bremer. Puro lujo, una fortaleza con una estricta vigilancia a la entrada. Incluso los olores y ruidos que saltaban por los muros de flores tenían un estilo más adinerado que el resto.

Pero ¿cómo saber si estaba en lo cierto, si lo que habían recogido en la tienda eran las famosas inyecciones? Todo eran suposiciones. Estaba tan nervioso pensando en los resultados del laboratorio que no podría estarme quieto.

Los vigilantes del complejo Bremer levantaron la barrera para que entrara el brillante y largo Audi de Alice. De alguna forma parecía que Salva me iba guiando desde el pasado. Me preparé para esperar dentro del coche con la botella de agua al lado, no tenía otra cosa mejor que hacer ni otro sitio mejor en el que estar. ¿Habría hecho estos mismos recorridos mi amigo Salva? No sé cómo se las arreglaría sin conducir y teniendo que depender de taxis. Debió de resultarle muy difícil. Yo por lo menos llevaba un coche y no dependía de nadie. Creí que Salva en mi caso habría hecho lo mismo que yo.

Después de una hora me adormilaba dentro del coche y puse la radio. De vez en cuando daban noticias de lo que ocurría en el mundo, al contrario de esto, que también ocurría pero que no era noticia. No tenía prisa, Alice no podía quedarse en un lugar que no era su casa eternamente, en algún momento tendría que salir. Y efectivamente, a eso de la una y media, salieron Alice y un viejo playboy con un traje de lana gris marengo y vuelta en los pantalones, las solapas de la chaqueta subidas, una bufanda negra anudada como en las revistas y gafas de sol.

Hay veces en que no hay que pensar porque el mundo se ordena solo y sin más historias las piezas encajan. Ante mí tenía a Sebastian Bernhardt,
el Ángel Negro,
como lo llamaba Sandra. Le reconocí enseguida, como si su presencia hubiese hecho saltar una chispa dentro de mí. Hoy estaba siendo un día redondo: el más invisible de todos los invisibles y probablemente el más importante de la Hermandad, el que tenía la última palabra, estaba a unos metros de mis narices. Él y Alice iban charlando calle abajo. Se sentían jóvenes y guapos, a todas luces mucho más de lo que eran. Puse el coche en marcha y me acerqué al final de la calle por donde habían dado la vuelta. Los vi sentados en la terraza cubierta de un restaurante que colgaba sobre el mar. Él le cogía la mano y se la besaba y ella se reía. Podrían ser amantes, y de ahí el control de Alice sobre el magnífico líquido, y de ahí que Otto estuviese ahora mismo entretenido con el golf. Luego pareció que trataban algún asunto serio. Se tomaron dos ensaladas y dos cafés y a la hora volvieron a subir la cuesta. Me quedé a mitad de calle, bastante antes de llegar hasta ellos, que se detuvieron a la puerta del complejo de apartamentos sin dejar de hablar, sobre todo él, que parecía darle instrucciones a ella. Ella asentía. A los cinco minutos salió Frida, y ella y Alice se marcharon en el Audi.

Esta vez no las seguí. Volverían a casa de Alice, se meterían directamente en el garaje y no podría comprobar si sacaban o no la caja con la que habían salido de Transilvania. Probablemente se la habían entregado a Sebastian.

No sabía qué más hacer. Eso me desesperaba, pero ya se me ocurriría algo. Ver comer a Alice y al Ángel Negro me había abierto el apetito, así que me fui a mi bar de costumbre y me pedí un menú. Me tomé unas lentejas y sepia a la plancha con agua mineral sin gas y de postre natillas. Salí bastante hinchado, dispuesto a echarme una pequeña siesta hasta la hora de ir a recoger los resultados de los análisis.

A las cinco y media ya no podía más y me marché a Transilvania, la tienda de regalos. Esto me ayudaría a matar la ansiedad, la espera de los resultados del laboratorio me tenía en vilo.

Solamente había un dependiente de unos treinta y cinco años sin mucho que hacer. Le dije que quería hacer un regalo y que no sabía qué comprar.

—Es artesanía de Rumania y de los Balcanes —dijo sin ningún interés por vender ni por lo que tenía expuesto. Tenía acento rumano.

Estuve mirando los precios de aquellos objetos, a algunos de los cuales ni siquiera les habían quitado el polvo, y compré una caja de laca bastante bonita para regalársela a Sandra. Con la caja en la mano continué mirando, haciendo tiempo por si ocurría algo de interés. El dependiente tuvo una llamada y entre una verborrea que no entendía distinguí los nombres de Frida y Alice. También podrían haber sido imaginaciones y que mi deseo de escuchar algo familiar hubiese forzado los nombres y también podría ser que en aquella caja de cartón llevaran simples objetos de la tienda, aunque era curioso que no la hubiesen envuelto para regalo.

El rumano cogió de mala gana la cajita lacada y la envolvió torpemente y, para colmo, como sólo tenía quince euros sueltos dijo que no importaba, que prefería los quince que tener que pasar la tarjeta del banco. Indudablemente aquel sitio olía a tapadera. Si eran los encargados de traer el producto desde donde fuese, lo guardarían en la trastienda hasta que viniese a recogerlo Alice. Seguramente por la relación especial que mantenía con Sebastian, Alice era la encargada de custodiar y repartir semejante tesoro. Y otra cosa, ¿sabrían Fredrik y Karin y los otros cuál era el punto de recogida' Aunque lo supieran, probablemente no se atreverían a hacer absolutamente nada, porque si a Alice se le había concedido este poder era porque tenía otros poderes, que le cubrirían bien las espaldas.

El laboratorio estaba a las afueras, cerca del polígono industrial y las instalaciones eran nuevas y modernas, aunque su director tuviera casi mi edad. Me pidieron que volviera dentro de una hora, poco antes de la hora de cerrar, el director quería verme personalmente y explicarme los análisis. Los pacientes sentados en la sala, que también esperaban sus resultados, me miraron con pena y cierto alivio. Pensaban que estaba tan mal que mis pruebas necesitaban un comentario del director y al mismo tiempo preferían que si la estadística tenía que cumplirse que se cumpliera en mí y no en ellos.

Estuve paseando por el polígono, admirando el original diseño de las nuevas naves industriales, nada que ver con aquellas cajas de hormigón vacías que luego llenaban de maquinaria grasienta. Ahora todo era cristal, acero, plástico, luminosidad. Estaba nervioso. Hoy iba a ser el gran día. Entré en un almacén de bricolaje y vi cómo cortaban los tablones. Olía muy bien, a pino serrado. A Raquel le habría encantado este lugar, le gustaba todo lo que estuviera a medio hacer para la casa, maderas que hubiese que montar y pintar, barro que hubiese que decorar, cuero que hubiese que teñir. Me volvía loco con esas cosas. Di una vuelta y era una pena que yo jamás fuese a ser cliente de este almacén, que los años en que estas cosas tienen sentido no los hubiese aprovechado precisamente en esto. Hermosos arcones sólo a falta de lijar, alacenas que imitaban una antigüedad de cien años. Me senté en una silla de anea a esperar. Matrimonios que se entusiasmaban con las librerías sin barnizar mientras trataban de sujetar a los hijos. Estudiantes que buscaban una mesa con tara y más barata para una vivienda provisional. No había ningún sitio mejor en el mundo para esperar el pasado, los análisis que me devolvían a un tiempo que ya no existía, pero que se empeñaba en seguir existiendo a toda costa. Todo tendría que oler como en este almacén.

Cuando faltaba un cuarto de hora me fui andando hacia el laboratorio, admirando los árboles y a la gente que trabajaba, que se ganaba la vida haciendo algo que se podía ver y tocar para los demás.

Al verme de nuevo en aquel remanso de paz sentí el mismo nerviosismo que cuando me hacían las pruebas del corazón. El doctor me hizo entrar en su despacho de caoba y cerró la puerta. Era muy amable, me preguntó cómo me encontraba y comentó el buen tiempo que hacía. Parecía que tenía todo el tiempo del mundo. Por fin abrió una carpeta y salieron a la luz las típicas analíticas. Me habían hecho tantas y tantas que las reconocía al vuelo. Por lo menos, pensé, han podido extraer algo de líquido.

—Bien —dijo—, tendríamos que repetir los análisis. Hemos trabajado con una mínima muestra que presumimos que estaba contaminada porque no hemos apreciado nada especial.

—¿Nada?

Se encogió de hombros.

—¿Y decía usted que su hijo se inyectaba esto? No tiene por qué alarmarse. Es un potente complejo vitamínico.

—Doctor, yo no soy médico, aunque me paso la vida entre ellos, así que se lo preguntaré sin rodeos, ¿es posible que este compuesto produzca el efecto de rejuvenecer y producirle la energía de un joven a un anciano pongamos como yo?

—Las concentraciones de vitaminas y minerales como la fosfatildiserina, la taurina, las vitaminas del grupo B y otras son muy elevadas. Desde luego pueden mejorar la concentración y la sensación de vitalidad, pero no hacen milagros. Sin duda es un compuesto mucho más eficaz que el que toman habitualmente los estudiantes.

»A veces —continuó—, la gente paga fortunas por fórmulas vulgares, tanto para ingerir como para uso local, me refiero a los cosméticos. Se dejan engañar con la ilusión de ser más jóvenes y más inteligentes. Espero que su hijo no sea uno de ésos. En muchos lo que más funciona es el efecto placebo.

El doctor se acomodó en el sillón. Como a toda la gente de mi edad le gustaba echar el rollo.

—Nos horroriza la muerte, nos da pánico —dijo—, lo que es una completa estupidez y una pérdida de tiempo porque la muerte nunca falta a su cita. Es puntual. No la podemos parar ni detener, ¿retrasar?, bueno, quizá, no estoy seguro. ¿Y sabe por qué? Porque la muerte es buena, es necesaria para la vida. La muerte de una célula supone su renovación, si no muriesen unas y naciesen otras no podríamos vivir. Dígale a su hijo que coma bien, que haga ejercicio, que haga el amor siempre que pueda, que disfrute de la vida y que no se complique.

—¿Y yo, doctor? Él es joven, pero yo...

—Lo mismo, pero en dosis pequeñas.

A la hora de pagar tuve que sacar la tarjeta oro. Fuese como fuese habían tenido que afinar mucho en el análisis y dos auxiliares habían trabajado hasta la madrugada. Me costó dos mil euros y me preguntó si necesitaba factura. Le dije que en un asunto así era innecesaria.

Salí de allí más mareado que cuando me comunicaron que tenían que cambiarme una válvula del corazón. Después de todo, los experimentos sádicos del Doctor Muerte o de Himmler no habían servido para encontrar la inmortalidad o la eterna juventud, ni siquiera para alargar la vida. El envasar el bebedizo en estas sospechosas ampollas y distribuirlo desde la tienda tapadera llamada Transilvania era pura escenografía y un timo.

Estaba loco por contárselo a Sandra. Con la conversación se habían hecho las ocho y cuarto y no quería que pensara que no había podido acudir. Se me había acelerado el pulso y en el coche me bebí un buen trago de agua y traté de tranquilizarme. Si me pasaba algo, ellos seguirían durmiendo a pierna suelta y pensando hasta el final de sus días que eran unos elegidos. Contrólate, me dije, y arranqué en dirección al Faro.

Llevaba la carpeta con la analítica en la mano y pensaba decirle a Sandra que nos marchásemos a otro sitio por si alguna vez la habían seguido a ella o a mí. Había pensado que fuésemos por separado a una iglesia que había a la entrada del pueblo. Allí estaríamos tranquilos. Pero cuando llegué ya no estaba. Eran las ocho y media y a veces Sandra no tenía margen de maniobra por los dichosos caprichos de Karin. Fui hasta la piedra C, no había nadie por los alrededores, la levanté y nada. Ninguna nota. No había venido, si hubiese venido habría dejado alguna señal. Entré a tomarme una infusión para hacer tiempo.

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