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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (31 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Encima había una fotografía de Julián. La miré y remiré, no había nada escrito en el dorso, ninguna nota, sólo la foto. Llevaba su ropa actual, el chaquetón beige que compramos juntos, con los puños y el cuello de cuero marrones y el pañuelo al cuello. Parecía un viejo actor de cine, nadie diría que había sufrido tanto en la vida. La foto había sido tomada en la calle, en una calle del pueblo. Salí del lugar prohibido con el corazón a mil por hora y dejé la puerta como la había encontrado. Fred seguía hablando solo y no se oía a Karin. Me metí en el servicio, oriné, tiré de la cadena y me lavé las manos. Y casi pegué un grito al abrir la puerta y encontrarme con Karin frente a frente.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, muy bien —contesté extrañada.

—He retirado la tetera del fuego —dijo—, no paraba de pitar.

—El tiempo pasa volando, ¿verdad? —dije como explicación.

La puerta de la salita continuaba como yo la había dejado, Karin no parecía haber reparado en ella y no la había cerrado.

Fred continuaba enfrascado en el partido y Karin se sentó a su lado. Yo preparé la bandeja con las tazas de filo dorado, el azucarero, aunque ninguno tomábamos azúcar, y las cucharillas, mientras pensaba que quizá ya no cerrasen la puerta de la salita por considerarme de la Hermandad, o bien, y esto sí que me ponía los pelos de punta, porque quisieran que yo viera que ellos habían descubierto a Julián, aunque peor sería que en la foto estuviésemos los dos juntos. Así, según estaban las cosas, cabía la posibilidad de que no me relacionaran con él. ¿Sería esto posible? Me pasé la mano por el bolsillo donde llevaba el saquito de arena para que toda su mágica fuerza pasara a mí, y me empecé a servir el té, luego me senté en el que ya era mi sillón.

—Creo que voy a ir a la peluquería —dije pasándome la mano por la cabeza—. Hace meses que no me corto el pelo.

Era verdad, el pelo corto se había convertido en melena y el mechón rojizo se había descolorido. Ahora a veces me lo recogía en una coleta. Tenía mucha razón Julián: teniendo verdades a mano para qué recurrir a las mentiras. Las mentiras se olvidan y te ponen en aprietos, las verdades, no. Con lo que no contaba era con que la idea de ir a la peluquería volviera loca a Karin.

—Yo también —dijo—. Yo también quiero ir. Quiero que me hagan un moldeado, estoy harta de cogerme rulos.

Karin siempre tenía en la boca la palabra quiero, como si sólo por pronunciarla fuese a atraer hacia ella todo lo deseado.

Fred nos miró de reojo sin dejar de prestar atención al partido. A pesar de todo, me agradecía que entretuviese a su mujer.

La verdad era que yo estaba intentando por todos los medios acercarme a ver a Julián. Seguramente después de nuestro encuentro se habría ido al hotel a descansar y por mucho que me hubiese advertido que no fuese por allí ésta era una causa mayor, necesitaba encontrar la manera de ponerle en guardia, de decirle que le vigilaban de cerca y que estaba en el foco de mira de la Hermandad y que sabían qué cara tenía. Sin embargo no podía volverme atrás en lo de Karin y la peluquería. Karin se había animado. Cuando estaba bajo el efecto de las inyecciones le hacía falta muy poco para animarse.

—Pues adelante —dije—. Si no tienes ninguna preferencia creo que he visto una peluquería con muy buena pinta por el Paseo Marítimo.

—Estoy harta de ir a la de siempre. Quiero probar algo nuevo —dijo riéndose y mirando a Fred.

Fred le devolvió la broma.

—Suerte, querida —dijo, y también se rió.

Parecía que Fred no necesitaba las inyecciones. Seguramente procuraba no necesitarlas para dejárselas todas a Karin.

El hecho de que también los monstruos pudiesen sentir amor era algo muy desconcertante, porque si sabían lo que era el amor también tendrían que saber lo que era el sufrimiento.

De nuevo al todoterreno. Estaba cansada de tanto viaje y tanta carretera,
¿y
si me olvidaba por un momento de lo de Julián y me relajaba en la peluquería? Había elegido una hipotética peluquería en el Paseo Marítimo porque quedaba a mano del hotel, pero no sabía si existiría alguna.

Fui recorriéndolo despacio, tratando de hacer una memoria que no tenía. Karin dijo que en caso de que no encontrásemos ninguna podríamos ir a la de siempre. Entonces me pasé la mano por el bolsillo donde llevaba el saquito de arena y a los pocos minutos vimos una
coiffure.
No era gran cosa, pero existía más o menos donde yo la había imaginado y eso era maravilloso. Estaba muy preocupada por Julián y prefería arriesgarme un poco antes que seguir con esta incertidumbre.

Por suerte tuve que dejar el coche medio subido en una acera, aunque sabía que dos o tres calles más hacia el interior seguramente encontraría aparcamiento. Y por suerte había que esperar turno y yo dije que como un moldeado llevaba más tiempo prefería que empezaran por Karin. Mientras, yo iría a aparcar el coche en un lugar más seguro.

Arranqué en dirección al hotel. Aparqué cómodamente y entré corriendo, no hice caso del conserje, no volví la cabeza, pero notaba que su mirada me seguía. Decidí subir directamente a la suite de Julián y cuando estaba dentro del ascensor vi pasar como en un espejismo, como en una película, a Martín con un individuo robusto, con pinta de matón. Llamé con los nudillos y como nadie abrió, escribí en un papel: «Soy Sandra», y lo eché por debajo de la puerta. Julián abrió y me hizo pasar mientras comprobaba que no había nadie en el pasillo.

—Estás loca viniendo aquí —dijo enfadado, verdaderamente enfadado—. Esta misma tarde te he dicho que no hicieras esto nunca.

—Ya lo sé, pero no tengo tiempo de discutir. Al volver del Faro he visto tu foto en Villa Sol, tienen interés en ti, alguien te sigue. Y aquí en el hotel acabo de darme de bruces con Martín y un tipo fuerte. No te preocupes, estaba en el ascensor y ellos pasaban, no me han visto.

Sin querer, sin prestar atención porque no tenía tiempo de esas cosas, me pareció que el cuarto no estaba nada mal. No me lo habría imaginado así de amplio y luminoso.

—¿El tipo ese lleva traje y tiene cara de burro?

—Sí.

—¿Iban hacia la salida o hacia la cafetería?

—Hacia la cafetería.

—En cualquier caso no puedes exponerte más, esto se complica por momentos.

Entonces sonó el teléfono y Julián dudó un segundo si cogerlo o no. Por fin lo cogió y colgó.

—Han colgado —dijo—. Mala señal. ¿Estás segura de que no te han visto?

—Creo que sí.

—Vamos —dijo Julián—. Tienes que salir de aquí, pero no por la puerta principal. Sígueme.

En lugar de bajar subimos un tramo de escaleras y nos metimos en una sala de máquinas que a su vez tenía otras escaleras de bajada. No hablábamos, Julián tenía previsto un camino de fuga y al final llegamos a la cocina y salimos por la puerta trasera del hotel.

Julián tendría que hacer el mismo recorrido de vuelta y me preocupaba que su corazón no resistiera subir tantas escaleras, aunque también podría subir sólo hasta la primera planta y allí tomar el ascensor, él no tenía que esconderse.

Una vez en la calle, corrí hacia el coche, pidiéndole al talismán que siguiera en su sitio y no se lo hubiese llevado ninguna grúa, ni le hubiesen puesto ninguna multa. Y el talismán funcionó. Puse el coche en marcha y aparqué detrás de la peluquería. Entré en el local sudando. Me quité el anorak y después de decirle a Karin que por fin había logrado aparcar salí a la puerta. Me ahogaba y apareció la tos de días atrás, como si se hubiera callado, pero no curado. Una ráfaga de aire frío y húmedo me reconfortó.

Las peluqueras estaban alrededor de Karin con un tinte preparado y pensando qué más podrían hacer para dejarle el pelo como el de la foto. Karin les había llevado una fotografía de cuando era joven y de cuando tenía otra cara y los cabellos rubios y ondulados. Las peluqueras le decían a Karin que se notaba que había tenido un pelo precioso y ella estaba encantada como siempre de que su persona fuera el centro de atención. Me uní al coro de elogios y ella no pareció pensar en otra cosa. Tosí y de pronto tuve un escalofrío que me obligó a ponerme el anorak, pero al rato sentí calor y tuve que quitármelo.

Estuvimos en la peluquería unas tres horas. Karin se había llevado una de sus novelas, pero estuvo tan entretenida oyendo halagos que apenas la abrió. Pagó también mi arreglo, que consistió en quitarme el mechón rojo e igualarme el color en un castaño claro con mechas de color miel que decían que me realzaba el verdoso de los ojos y en cortarme las puntas. Me convenía no llamar tanto la atención y me dejé hacer, me dejé llevar hacia un terreno más neutro en cuanto a aspecto se refiere. Y además pagaba Karin, que dejó una sustanciosa propina. Todo el mundo contento, por ahora.

De camino a casa me dijo que le entusiasmaba el cambio y que de ahora en adelante siempre vendría aquí a arreglarse el cabello, y decía bien porque tras esta sesión nuestro pelo había pasado a ser cabello. Durante el camino no paró de mirarse en el espejo retrovisor. Se gustaba, debía de verse mitad como era ahora y mitad como era en la foto de su juventud. Me pregunté si las inyecciones que se ponían no los estarían volviendo a todos tarumbas, si no les estarían creando en su mente enferma una imagen de sí mismos completamente deformada. Menos en el caso de Fred, claro, que no parecía ponerse nada. Solamente le fastidiaba una cosa a Karin y es que yo estornudase y tosiera tanto. Se iba tapando sin ningún reparo la boca con la mano para que no le llegaran mis microbios.

Julián

En el hotel, después del percance de Sandra, aparentemente no pasó nada. Llegué por el camino de fuga o ruta alternativa al primer piso y allí tomé el ascensor hasta abajo, fui a recepción como si viniera directamente de la suite y le pregunté a Roberto quién me había llamado puesto que al coger el teléfono no había respondido nadie. Roberto se encogió de hombros, desde la recepción no me había llamado nadie. Me lo creí a medias. Roberto, como era lógico, estaría más de la parte de Tony que de la mía. Al llegar a un punto, en dirección a los ascensores, desde donde ya no me veía Roberto, seguí a la cafetería y desde fuera localicé a Tony con Martín, fuerte pero no tanto como Tony.

Pelo rapado al uno con tatuaje en el cogote, patillas muy finas bajándole por el mentón, traje gris oscuro o negro con buena caída pero incongruentemente con deportivas en lugar de zapatos, tal vez sería la moda, y en lugar de camisa un suéter de cuello alto también negro. Tony iba en plan clásico y al lado del otro su traje parecía de saldo. Hablaban con cierta confianza, pero como no podía adivinar lo que decían ni quería ser sorprendido mirándoles me escurrí hacia los ascensores y ahí se acabó todo de momento.

Del esfuerzo de ir a toda prisa por los pasillos y escaleras tenía el cuerpo revuelto. A la hora de cenar me tomé una tortilla francesa en mi bar de siempre y al regreso llamé a mi hija desde el teléfono público del hotel. Hacía tantos días que no hablaba con ella que de pronto temí que le hubiese ocurrido algo, estaba demasiado preocupado por gente que no conocía y descuidaba a las personas realmente importantes, las personas para las que yo significaba algo. Siempre me había pasado igual. «Siempre» fue a partir de estar en el campo. Todo lo que conocí a partir del campo entraba en la palabra
siempre.
Siempre estuve más pendiente de aquellos que me habían hecho daño que de aquellos que me querían, y siempre había algo más urgente que tumbarme en la playa a contemplar cómo crecía mi hija y se untaba la crema lenta y minuciosamente mi mujer.

Ella me decía, te arrepentirás cuando la vida pase y te des cuenta de qué era lo verdaderamente importante. Lo importante es lo que luego queda involuntariamente en la cabeza, un día de sol, una comida agradable, un paseo al atardecer. Raquel tenía razón, hasta que no pasa el tiempo no se sabe qué ha sido lo importante en nuestra vida. Se me había quedado grabada mi hija de niña jugando en el patio del colegio mientras yo la veía detrás de la verja y también Raquel cuando los viernes se arreglaba para que nos fuésemos al cine y luego a cenar.

Mi hija estaba bien, pero muy preocupada por mí. Me pidió que por todos los santos me comprara un móvil para estar localizable. Me preguntó si comía bien, si me tomaba la medicación, si me había tomado la tensión en alguna farmacia, si me controlaba el azúcar, las típicas cosas que se le preguntan a los viejos tocados del ala. Le dije que nunca me había encontrado mejor y que lo de la casita de verano estaba en marcha. Le dije que había hecho unos cuantos amigos y le iba a hablar de Sandra, de que podría ser mi nieta, pero mi hija no podía tener hijos y me pareció cruel decir algo así. Le dije que se trataba de un grupo de gente que vivía en una residencia de la tercera edad, y que aquí había mucho abuelo intentando quemar los últimos cartuchos.

Mi hija se lo creyó a medias, pero calló porque deseaba creérselo, deseaba con todas sus fuerzas que yo fuese un jubilado viudo con ganas de jarana y de aprovechar el tiempo que me quedaba. El problema es que colgaría el teléfono pensativa porque me conocía y no entraba en mis cálculos divertirme porque sí. Antes de «siempre» podría haberlo hecho, pero después de «siempre» ya era imposible. Los seres anodinos y mediocres como Hitler no podían soportar que otros seres humanos supieran sacarle a la vida más jugo y más gracia que ellos, por lo que no sólo querían aterrar y aniquilar sino quitar las ganas de vivir, Hitler quería que el mundo fuera horrible. Y así fue ya siempre para muchos. También para mí el mundo se convirtió en un sitio que podía ser horrible si a alguien con poder le salía de los cojones.

Abrí la habitación. No había entrado nadie. Podría ser que por esta noche el mundo fuera suficientemente apacible. Por las cristaleras que daban a la terraza se veían las estrellas y el rayo láser de alguna discoteca y los nubarrones negros se deshacían en una oscuridad profundamente azulada, y encendí la lamparita de noche que había junto a la cama.

Pero con el nuevo día, con la luz, venía la acción. No quería impacientarme con los resultados de los análisis y esperé hasta la tarde, no quería que en el laboratorio recelaran más de lo debido.

Para aprovechar la mañana me fui hasta el Nordic Club, donde solían jugar al golf Fred y Otto con otros viejos nazis extranjeros y simpatizantes españoles. También estaba Martín y más tarde se incorporó la Anguila. La Anguila jugaba. Iba muy bien equipado y era de modales suaves. Martín se limitaba a mirar, pero todos hablaban, quizá estuvieran hablando de Sandra porque en un momento determinado Fred dio un golpe seco con el bastón en la tierra, le estaban sacando de sus casillas. Los demás reanudaron sin hacer mucho caso el juego y uno de ellos golpeó la pelota y la mandó lejos. Los estuve observando hasta que se fueron alejando hacia otros hoyos y regresé al coche. No podía dejarme ver después de saber por Sandra que tenían mi foto, por lo menos no podía precipitar las ganas de estos tipos de quitarme de en medio.

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