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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (26 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Fui al bar de siempre y me pedí un menú. A estas alturas el camarero me conocía y me había tomado cierta simpatía y ya al verme entrar salía de detrás del mostrador empuñando el cubierto en una mano y ondeando en la otra un mantel de papel, lo colocaba todo, si estaba libre, en una mesa del fondo mirando hacia la puerta. Era algo que no podía evitar, secuelas que me habían quedado de mi trabajo en el Centro. No sentarme nunca de espaldas a una puerta y volverme de repente en la calle si alguien andaba demasiado cerca de mí y taparme el número del brazo que me pusieron en el campo incluso en verano. A veces me ponía una venda encima o una tirita, para que los niños cuando mi hija era pequeña e íbamos a la playa no me preguntaran qué era aquello. No me gustaba que me compadecieran ni que me vieran como alguien diferente, ya había sido diferente y por otro lado, no quería empezar a amargarles la vida a los niños, ni tampoco empezar a engañarlos.

Los niños enseguida se fijan en lo importante, por insignificante que parezca a simple vista. Hubo un tiempo en que mi hija sentía predilección por la arena del patio del colegio y metía la más dorada en una bolsita de plástico y me la traía al regresar a casa. Aún conservo algunas de aquellas bolsitas y me había traído una como talismán. Afortunadamente siempre lo llevaba conmigo en el bolsillo de la americana y cuando registraron la habitación no pudieron quitármelo.

No reparamos en lo más evidente, y el secreto del mundo, la revelación, seguramente está en lo más evidente, en los granos de arena dorados por el sol. Mi hija me dijo que ahora los números del brazo seguramente se me podrían borrar con láser, pero yo le dije que una cosa era ocultarlo y otra eliminarlo. Aquel número formaba parte de mí, mi vida no pudo volver a ser la misma después de que me grabaran este número. Me estaría engañando si lo hiciera desaparecer. Y además, ¿para qué?, mi futuro estaba aquí, lo que ahora hiciera sería lo que quedaba de futuro.

Había pasado de las tortillas francesas de los primeros días al menú. Entre unas cosas y otras me salía casi igual de precio y estaba bien alimentado para todo el día, el camarero cuidaba que no me echasen sal y me recomendaba lo que mejor podría sentarme. De vez en cuando le dejaba una propina decente. En el bar sabían que me alojaba en el Costa Azul y me decían que hacía bien en ir a comer allí y no querían hablar más, no querían líos, hacía bien en no comer en el hotel y sanseacabó.

El hotel me resultaba un poco antipático, no lograba sentirme en el hotel como en el bar. Y el colmo fue al llegar después de comer para echarme un rato y poner en orden las notas que iba tomando en la biblioteca, en el ayuntamiento, en el registro de la propiedad, en el registro de defunciones y en el catastro. Un sitio me iba llevando a otro y lo que iba sacando en claro es que algunos nazis vivían aquí desde los años cuarenta y cincuenta, que otros se habían ido incorporando al reclamo de los que seguían aquí y varios se habían marchado o habían simulado que se marchaban. El caso es que habían tenido una vida dorada, incluso habían montado negocios muy prósperos, se habían dedicado a la promoción inmobiliaria y a la hostelería y uno había abierto consultas privadas de ginecología. No sabía exactamente en qué año se había instalado Salva aquí, pero la información acumulada por él debía de ser inmensa. Tuvo que sentir una impotencia infernal cuando comprendió que moriría antes que muchos de ellos. No creía en Dios ni en el más allá, ni yo tampoco, fuimos toda la vida republicanos ateos. Después de lo que vimos negábamos la existencia de cualquier entidad a la que le pudiésemos preocupar. Y, sin embargo, me habría gustado que le enterraran y poder llevarle a mi amigo unas flores al cementerio.

Como decía, fue el colmo. Para ir a los ascensores no había más remedio que pasar por recepción y allí estaba el detective del hotel con un ramo de flores en la mano. Conocían mis costumbres y mi horario más o menos, cosas de la vejez, a la que nos es imposible sobrevivir si no es a base de hábitos y rituales. De joven jamás me habría ocurrido, pero bueno, aquí estaba Tony dándome un ramo de flores.

—¿Y esto? —dije.

—Feliz cumpleaños —dijo Tony.

Estaba admirando las flores y continué así para que ningún movimiento me delatase, ¿por qué me diría semejante cosa?

—Gracias —le dije poniendo un gesto festivo que servía tanto para el caso de que fuera verdad como si era una broma—. Estáis en todo.

Tony sabía que había gato encerrado y yo también y no se pronunció, se limitaba a mirarme. Fue Roberto, el recepcionista de la peca, quien no resistió la tensión.

—Lo sentimos, don Julián, no hemos sido nosotros. Lo ha traído una joven, una punki —dijo mirándome fijamente a los ojos para que yo comprendiera a quién se refería.

Ambos permanecieron esperando una explicación.

—Vaya, qué detalle. Por eso echaba de menos mi patria, porque aquí la gente es de una amabilidad a prueba de bomba —dije tratando de retirarme hacia los ascensores con el ramo.

Sin embargo, aunque sorprendido y algo empachado por el delicioso guisado de carne con patatas del bar, conservaba algo de lucidez y busqué dentro del papel transparente la tarjeta que siempre se entrega con un ramo y por la que el cotilla Tony se habría enterado de lo de mi falso cumpleaños.

—¿No han dejado tarjeta?

Roberto se precipitó a dármela, no quería meterse en líos. A Tony no le habría importado lo más mínimo quedarse con ella, había nacido y crecido para esto.

Saqué la tarjeta del sobre y le eché un vistazo por encima, la leería con calma en mi cuarto.

—No me digas que has leído la tarjeta —le dije a Tony, fijando en él los ojos, conocía a estos animales como para saber que tenían que comprender que no se les temía.

—El sobre estaba abierto —dijo sin apartar sus ojos de pez muerto de los míos—. Lo hacemos por motivos de seguridad. No podemos recepcionar nada extraño sin garantías.

Recepcionar, ¡qué gilipollez!

—¿Un ramo es algo extraño
5

—Si yo fuese usted —dijo Tony—, ;no le resultaría extraño que una chica joven, que no parece una monja precisamente, me trajese un ramo de flores? Podríamos estar hablando de un acto terrorista o de alguna amenaza. Soy responsable de todo lo que ocurra aquí.

—Compréndalo —intervino Roberto—. Si supiésemos quién es esa chica, si supiésemos que usted la avala, ya no nos resultaría tan extraño cuando apareciese por aquí con otro ramo. Después de lo que ocurrió en su cuarto estamos preocupados por usted.

—No es una terrorista, y como habréis visto por la tarjeta tampoco me amenaza —dije, comprendiendo que era mejor seguirles la corriente—. Es una chica normal a la que socorrí en la playa, se mareó y en algún momento debí de decirle que uno de estos días cumplía años... Es una manera de agradecer mi gesto.

Por fin me encontraba metido en el ascensor. Alguien en condiciones normales no se habría dejado interrogar, en condiciones normales ni se les habría pasado por la cabeza meter las narices en mis asuntos, pero todos sabíamos que estábamos en medio de una guerra sorda. Y no me gustaba nada, pero nada, que hubiesen visto a Sandra, era la segunda vez que había venido al hotel, tendría que decirle que fuese más cuidadosa, no me fiaba de Tony. Al fin y al cabo estábamos en un pueblo, y en un pueblo todo el mundo se conoce y todo el tiempo está relacionando una cosa con otra sin descanso y al final se acaban atando cabos.

Dejé caer el ramo dentro de un florero que había sobre una mesita, como si se diese por sentado que en una suite tarde o temprano entran ramos de flores. Miré hacia el cuarto de baño y miré la tarjeta. ¿Qué hacía primero, leer la tarjeta o echar agua al florero? Me quité los zapatos con esta duda, pero como me los había quitado sentado en el borde de la cama me tumbé y alargué la mano para coger el pequeño sobre.

Leí detenidamente. Leí las palabras de Sandra varias veces. Sonaban a poesía, pero era un mensaje en toda regla. Hablaba de los tallos, de la eterna juventud entre los tallos. Salté de la cama y saqué el ramo. Rompí la cinta del lazo fuertemente atado con el sacacorchos que en las suites parece estar siempre esperando una botella de vino. Me costó trabajo romperlo y no había ninguna señal de haber sido manipulado, por lo que afortunadamente y protegido por una gran suerte, por la suerte de que Tony no fuese tan perspicaz como él creía, yo sería el primero en ver qué había entre los tallos.

Dentro de un papel de celofán había otro envoltorio y casi me pincho con lo que había dentro. ¡Dios santo! Las jeringas desechables con las que debía de inyectarse Karin el misterioso líquido, el oro blanco, porque si no fuese misterioso se podría comprar aquí en cualquier farmacia.

En un laboratorio podrían extraer una muestra para analizarla. Bajaría a la cabina del hotel y buscaría en las páginas amarillas por laboratorios clínicos. Llamaría a unos cuantos por si encontraba alguno abierto.

Así lo hice, pero primero cerré los ojos veinte minutos y procuré relajarme y descansar porque era inútil forzar la máquina y acabar no sirviendo para nada. Por veinte minutos más o menos nada iba a cambiar. En el vestíbulo del hotel, junto a los lavabos, había un teléfono con separadores de madera de caoba a los lados, cogí la guía y comencé a llamar a los tres laboratorios que encontré. El horario al público era hasta mediodía, y sólo en uno me contestó una voz humana. Le dije que no se trataba de una analítica de sangre ni de orina, sino de otra sustancia que no estaba en mi cuerpo. Dijo que analizaban todo tipo de fluidos orgánicos y no orgánicos y me citó para las nueve de la mañana.

Ahora sí que tenía un rato para repasar mis notas antes de ir al encuentro de Sandra. Después de Raquel era la mujer más maravillosa y valiente que había conocido nunca, mi hija era aparte. A mi hija no solía compararla nunca con nadie, nunca habría sido objetivo.

Sandra

Cuando terminé de colocar los cacharros que Karin había comprado y mientras se calentaba la sopa que había dejado hecha Frida, subí a echar una ojeada al cuarto de baño de Fred y Karin. Entrar en aquella habitación siempre imponía, por el cabecero y la colcha de raso y las cortinas y sus retratos en la pared y la foto del periódico que yo les había regalado enmarcada y que seguramente pensaron que sería preferible que no la vieran los otros sobre la repisa de la chimenea. Era imponente el armario por dentro con los largos y escotados vestidos de Karin, por los que quizá pasó la mano el mismo Führer, y los enormes pantalones y chaquetas de Fred. Había un ambiente especial, lleno de pensamientos de estos dos monstruos, lleno de sus pesadillas, aunque no había observado que tuviesen ningún problema con el dormir, sólo se desvelaban para sus coitos y si al día siguiente tenían que hacer algo fuera de lo habitual. No diría que fueran personas con remordimientos de ninguna clase.

A veces me extrañaba verlos y que fuesen personas de carne y hueso que yo pudiese mirar, porque las atrocidades de las que me hablaba Julián no podían haber sido hechas por seres humanos. Así que cuando después de esto oía decir que alguien era muy humano no sabía si era bueno o malo.

El baño también era imponente. Estaba hecho de mármol traído de las canteras de Macael, como las escaleras, lo que siempre me hacía pensar en las canteras de Mauthausen, donde Julián había estado encerrado como la pobre gente que tantas veces había visto en los documentales. Era un mármol muy fino, fresco, rosa y sobre él destacaban de una manera lujosa los frascos de perfume de Karin. Dentro de los armarios había tarros de crema con tapas doradas y nombres indescifrables. Pero ahora no me fijé en nada de eso, había oído cómo se abría la puerta de la calle con el típico ruido de llaves de Fred. Le gustaba llevarlas un rato tintineando en la mano y según fuera el tintineo así estaba él de mejor o peor humor.

Abrí la tapa metálica de la papelera sanitaria o como narices se llame y para mi sorpresa vi que Frida no la había desocupado. Parecía que los papeles arrugados, dos rulos de cartón de rollos gastados de papel higiénico, un bote de champú vacío y varias cosas más estaban más o menos como yo las había dejado. Parecía que la visión que ahora tenía de aquel contenido se acoplaba a la última que había tenido por la mañana, pero no podía estar segura, no estaba segura de que Frida no estuviera jugando conmigo, porque conociéndola no era lógico este descuido. Frida era la campeona de la limpieza, no se escaqueaba, no dejaba nada sin hacer, era concienzuda, era un soldado de la limpieza. Sentí un temblor por dentro que me quitó radicalmente las ganas de tomarme ninguna sopa al pensar que Frida se hubiese dado cuenta y que fuese a contárselo a Fred y Karin al día siguiente, eso si no había localizado ya a Fred y se lo había cascado. En ese caso, ¿qué excusa podría poner yo? Era su palabra contra la mía y la creerían a ella.

Pero a continuación ocurrió algo que me sacó del bloqueo y que me hizo pensar que antes de tomar decisiones drásticas como confesar o tirarme por una ventana habría que esperar, tendría que esperar callada a que ocurriese algo, porque siempre ocurre, sólo hay que tener paciencia.

Lo que ocurrió fue que Fred estaba hablando con Karin en noruego de una manera que me sobresaltó. Fred nunca le levantaba la voz a Karin, Fred era el perro de Karin, por eso me sorprendió tanto. Salí de puntillas de la habitación dorada y rosa a tiempo de ver cómo subían ellos dos. Fred prácticamente empujaba a Karin, y Karin se vencía sobre una cadera y sobre la otra agarrándose a la barandilla como podía. Al principio pensé que era por mí, Karin debía de ser mi protectora y si aún no me habían pillado espiándolos era porque no habían querido o porque yo tenía un don especial que los cegaba o porque según la ley de la probabilidad era muy improbable que una chica que se habían encontrado vomitando en la playa fuese una espía. Pero afortunadamente el enfado no tenía nada que ver conmigo. Fred estaba tan cabreado que casi ni me vio en el pasillo dirigiéndome a mi cuarto desde el suyo.

Karin vino hacia mí medio llorando y cuando llegó a mi altura se me abrazó. Fred nos miró enternecido. Yo me di cuenta de que Karin fingía que estaba medio llorando. Me separé de ella un poco y le pasé la mano por el pelo mirando a Fred, preguntándole con los ojos qué pasaba.

Me lo dijeron. Karin con su fingido medio llanto me dijo que Fred no comprendía lo que significaban para una mujer sus joyas. Fred pretendía que se las diera a Alice.

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