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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (25 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Como Karin ya se encontraba bien, seguramente querría que trotásemos en el todoterreno de acá para allá, seguramente tendría un plan preparado, pero yo necesitaba tiempo para mis cosas. Después de ducharme y de hacer la cama y recoger un poco, bajé a desayunar y como imaginaba ya estaba allí Karin. Y más que oírse se olía que Frida limpiaba. Nada más verme, mientras me preparaba un café con leche, Karin me dijo que tenía un plan para hoy. El temido plan.

Hacía sol y me tomé el café mirando las ramas de los árboles. Y es que sobre el fregadero y la encimera de mármol había un hermoso ventanal alargado que daba un ambiente muy alegre y luminoso a la cocina. Karin se empeñó en hacerme un zumo no por mí, sino por ella, para que estuviera en condiciones de hacer todo lo que ella quisiera. Exprimió ella misma las naranjas con una vitalidad que hacía pensar que se había chutado otra de aquellas ampollas. Así que nada más quedarían dos, no podía llevarme una, era demasiado arriesgado.

El plan consistía en ir de compras al centro comercial. Le encantaba recorrer las distintas secciones mirándolo todo, asombrándose de lo baratos que eran los precios, de las cosas tan bonitas que se les ocurría diseñar. Le encantaba la sección de menaje del hogar y había que sacarla a rastras de allí. A mí me agotaba y me aburría, pero a ella le gustaba gastar sus energías así, la cuestión era sentirse viva. Luego iríamos a la sesión de gimnasia, la dejaría allí y tendría una hora para intentar ver a Julián y pospondría la llamada a mi familia para cuando tuviese más tiempo. Por lo menos el jarabe me había hecho bien y tosía menos.

Pero ahora lo que tenía en mente eran los inyectables.

Al recordarlos se habían apoderado de mi cabeza. Fred se había marchado a jugar al golf con Otto y unos cuantos «hermanos» más, Frida estaba en la parte de abajo, de donde llegaba el típico ruido de movimiento de muebles de la salita-biblioteca y Karin decidió esperarme sentada en el porche. Le dije que iba a coger el bolso, lo que era verdad, aunque antes de llegar a mi cuarto me pasé por el de Fred y Karin, con la puerta abierta por si subía Frida. Frida tenía un sexto sentido muy desarrollado e intuía cuándo alguien trataba de hacer algo fuera de lo reglamentario, como yo ahora mismo. Me fui derecha al baño y miré dentro de la papelera. Tuve que separar algunos papeles manchados de mocos y Dios sabe qué más con los dedos y allí estaba una de las jeringas y seguí buscando más abajo y allí estaba la otra. Karin se había puesto las dos para disfrutar más de la vida.

Qué nerviosa me sentía, si Frida me pillaba aquí estaba perdida. Arranqué un trozo de papel higiénico y envolví las jeringas, luego revolví un poco lo que había en la papelera y me metí en mi habitación justo cuando Frida empezaba a sacar brillo a la barandilla de la escalera. Salí con el bolso, el bolso más pequeño que tenía, colgado en bandolera y cruzado sobre el pecho. En un bolsillo interior iban las jeringas envueltas en el papel higiénico. Rezaba por que Frida no se diese cuenta, por que algo más importante le llamase la atención. Se me ocurrieron un par de cosas, como arriesgarme a entrar de nuevo en el dormitorio de Karin, abrir un frasco de perfume que había sobre el tocador y echarme unas gotas, suficientes para que el sabueso Frida lo detectase y justificar así mi presencia en aquel santuario dorado y rosa, pero entonces estaría confirmando de todas todas que había entrado allí y que muy probablemente yo había cogido las jeringas. Era preferible no hacer nada y no meter la pata más de la cuenta.

La barandilla era de caoba y estaba muy trabajada, con recovecos y hendiduras por donde se metía el polvo, y cuando Karin y yo nos marchamos Frida aún estaba limpiándola. ¿En qué pensaría mientras hacía sus faenas con tanta pasión? Cogí la bolsa de terciopelo con el jerseicito que estaba haciendo y las agujas, dando a entender que algunos ratos en el centro comercial la esperaría haciendo punto.

Karin iba disfrutando del paisaje. El sol, aunque no era un sol fuerte, calentaba los cristales y creaba un calor muy agradable dentro del todoterreno. Karin a veces cerraba los ojos como para llenarse de más vida. ¿Nunca pensaría en estos momentos en la gente que mató o ayudó a matar, en la gente a la que privó del calor del sol así, por las buenas, ni siquiera por un arrebato de ira? La miré de reojo, casi iba sonriendo de la pura felicidad de sentirse tan bien y no parecía que le remordiese la conciencia, parecía que sólo le importaba ella. Y era esta falta de culpa la que me hacía dudar de que Julián no se hubiese equivocado de personas o que no fuera del todo cierto lo que me decía. Podría ser que Julián hubiese sufrido tanto que ya no distinguiera a los buenos de los malos.

En el centro comercial, a la media hora de estar en la sección de jardinería, le dije que se me habían hinchado los pies y que la esperaba en el coche haciendo punto. Ella insistió en que me quedase, insistió en que precisamente andando de un lado para otro sería como se me deshincharían los pies, insistía porque le gustaba ir comentando lo que veía. Pero yo no estaba dispuesta a dar mi brazo a torcer y me marché al todoterreno y me encontré muy bien sin oír la voz de Karin. Saqué el punto, hacía días que no lo había tocado y me embebí en esta tarea, casi se me olvidó pensar en Alberto. El ausente Alberto. Abrí la ventanilla para que entrara el aire y el traqueteo de los carros metálicos hacia los coches. La vida podía ser tan sencilla, una vida apacible de jubilados cansados de guerrear empujando los carros de la compra y disfrutando de las pequeñas cosas.

A las dos horas vi a Karin a los lejos entre brillos metálicos y salí a ayudarla. Dejó que yo empujase el carro, no me preguntó si me encontraba mejor, no me habló. Tuve la impresión de que durante todo este tiempo, al no tener con quien hablar, le había dado por pensar en mí y que lo que había pensado no era muy bueno. Tragué saliva. Abrí el maletero, coloqué las cosas y le alabé unas macetas de terracota. Me dijo que se había hecho daño al levantarlas para meterlas en el carro, menos mal que una morena (¿se referiría a que era negra?) al final había venido a socorrerla. Dijo morena con desprecio y dijo socorrer con la intención de que yo sintiese que la había abandonado. Estuve a punto de decirle que no era necesario que comprase las macetas si no podía cargar con ellas, pero esto habría empeorado las cosas, yo le caería peor, pensaría mal de mí y acertaría. Así que opté por decir que lo sentía.

—Lo siento mucho, ha habido un momento en que tenía el estómago revuelto.

¿Se ablandó con estas palabras? Yo no lo llamaría ablandarse, no pensaba en mí, pensaba en que yo no había dejado de quererla, pensaba que me gustaba estar con ella y que sólo una indisposición podría apartarme de su lado.

—Cuando lleguemos a casa podrás ver todo lo que he comprado.

Le dije que estaba deseando ver aquellas cosas tan bonitas y seguimos camino hacia el gimnasio. Hoy tocaba por la mañana y por fortuna tampoco a esta hora solía haber aparcamiento cerca y ella se tenía que bajar en la puerta y yo continuaba para buscar uno. Y rezaba por que también ahora fuese así, por poder acercarme al hotel a ver a Julián o a dejarle una nota. De lo contrario, me obligaría a subir con ella y no podría negarme, y si me marchaba mientras ella estaba con los ejercicios se enteraría y tendría que justificarlo.

Una vez más el que la calle estuviera de bote en bote de coches me venía bien, más que bien. Ella misma dijo que me iba a ver negra para encontrar sitio.

Me fui derecha al hotel. Un monovolumen dejaba un hueco libre prácticamente en la puerta cuando llegué. Pregunté por Julián en recepción y llamaron a su habitación, no estaba. No estaba y yo no quería regresar con las inyecciones, antes que regresar con ellas encima las tiraría, pero antes de tirarlas tenía que intentar entregárselas a Julián.

¿Dónde estaría? ¿Qué hacía cuando no estaba conmigo en el Faro? Todo tenía que hacerlo yo. Estaba harta, ¡harta! Salí deprisa y bajé al Paseo Marítimo, allí había puestos de flores. Me acerqué al primero que encontré y compré el ramo más barato que había. Eran flores de temporada, por supuesto de invernadero, no olían a nada, lo que mejor olían eran los tallos cortados y mojados. La florista china los sacó chorreando de un cubo y los envolvió en papel transparente. Le pedí un poco de aquel papel extra y que se diese prisa, aunque ya que lo compraba tampoco quería que el ramo quedase hecho un adefesio. También me dio un sobre con tarjeta para que escribiese algo.

Me senté en un banco mirando al puerto y envolví las dos jeringas sin quitarles el papel higiénico en el papel de celofán que me acababa de dar la china sin comprender ella por qué querría un trozo de papel que no serviría para nada. Introduje este pequeño paquete entre los tallos. No se notaba nada en absoluto, iba además atado por un lazo muy grande que disimularía cualquier cosa. Escribí en la tarjeta:

¡Feliz cumpleaños! Que encuentres siempre entre los tiernos tallos de estas flores la juventud que no se olvida.

En lugar de «la juventud que no se olvida» iba a poner «tu eterna juventud», pero me pareció demasiado explícito en caso de que cayese en manos indeseables. Por supuesto era pura paranoia, pero por una simple frase no me la iba a jugar. Esperaba que después del riesgo que corría quedase alguna gota en buen estado en las jeringas que pudiera ser analizada. Regresé al hotel y dejé el ramo en recepción para que se lo entregaran a Julián en cuanto llegase.

A continuación me metí en un bar cercano y llamé a mi madre.

Casi pegó un grito al oírme y me dijo que estaban preocupados por mí, que dónde me había metido después de que mi hermana me hiciera salir del
bungalow.
Mi madre cuando se enfadaba con mi hermana llamaba
bungalow
al chalé, por lo que deduje que debían de haber discutido por mi culpa. Le dije que no se preocupara, que estaba compartiendo un apartamento con unas amigas y que me encontraba encantada de la vida.

—¿Y no tienes que decirme nada más?

—No. Esto es todo lo que hay.

—¿Estás segura? —dijo con ese tono inquisitorial que tanto le gustaba usar cuando nos había pillado a alguno en falta.

—¿Qué quieres decir? —dije.

—Me refiero a..., ya sabes.

—No, no lo sé —dije yo para mortificarla a ella o para mortificarme yo misma.

—¡Por Dios!, Sandra, soy tu madre. No naciste en una maceta.

¿En una maceta? Cuando estaba fuera de sí decía tonterías como ésta, así que pensé que éste sería un momento tan bueno como cualquier otro para confesar.

—¿Te refieres a niños, a los niños que vienen al mundo?

—Sí, a eso me refiero. Tu hermana me lo dijo, no podía cargar con ese secreto sobre su conciencia. ; Y si te ocurriera algo?

Se puso a llorar, había tardado mucho, para tratarse de lo que se trataba.

—Le dije a tu hermana que no tenía que haber alquilado el
bungalow,
que tenía que habértelo dejado hasta que volvieras.

—Mamá, necesitará el dinero, déjala, ya te he dicho que estoy fantástica.

Le dije que me había hecho una ecografía y que su nieto iba a ser un niño. Le dije que era un niño muy sano, perfecto y que los paseos por la playa y la vida al aire libre me estaban viniendo de miedo. Se puso a llorar torrencialmente. Nada de lo que yo hacía encajaba en su idea de cómo tenían que ser las cosas.

—¿Necesitas dinero? —dijo con la voz entrecortada.

—He encontrado un trabajo, vivo bien —dije—. Cuando mis amigas se marchen podréis venir a verme.

En el fondo me encontraba más aliviada y sólo se me había olvidado hacerle prometer que no le diría nada a Santi, pero el tiempo se me había echado encima y debía ir a recoger a Karin. Y no sabía si volver con Karin era volver a la realidad o a la irrealidad más absoluta.

Cuando llegué ya estaba esperando en la puerta con la bolsa de deporte colgada al hombro. Como siempre, su retorcida cara, sobre todo ahora que el sol le hacía contraerla más, expresaba por sí misma un interrogatorio que yo no pensaba contestar. Ni siquiera acudí a la socorrida excusa de haber tenido que dejar el coche en el quinto pino y luego haber estado dando vueltas hasta que salió. Me limité a preguntarle qué tal le había sentado la gimnasia.

—De maravilla —dijo.

Fred y ella usaban el idioma con gran soltura, aunque con acento, y tenía su gracia oírles decir frases hechas.

Karin estaba cansada y no hablamos mucho hasta casa, dijo que la profesora les había dado una paliza. De pronto, Karin dejaba de ser una bruja para convertirse en una anciana con problemas. No pudo meter en la casa ni una bolsa, cada vez consumía antes las energías. Tuve que hacerlo todo yo. Nada más entrar se tumbó en el sofá. Frida había dejado hecha una sopa, era increíble que le diese tiempo a hacer tantas cosas y encima a estar ojo avizor por si sucedía algún pequeño detalle fuera de lo normal.

Según iba sacando las cosas de las bolsas y colocándolas y diciéndole lo bonitas que eran, ella me preguntó si había pensado en la propuesta de entrar en la Hermandad, precisamente Fred estaba tratando de convencer a Otto y los otros de que aceptasen.

—Para eso sirven el golf, las comidas y las cenas con los amigos —me dijo.

Le dije la verdad. Le dije que lo había olvidado, que no lo había pensado y que les agradecía mucho sus esfuerzos, pero que comprendieran que para mí todo aquello suponía una sorpresa, algo que nunca se me había pasado por la cabeza hacer. Se quedó adormilada y le coloqué encima la manta de cuadros con la que solía echarse la siesta. Seguí colocando las cosas temiendo que de un momento a otro llegara Fred, posiblemente con su amigo Otto.

Ahora Fred ya no era como antes. De aquel hombre que me socorrió en la playa, que me levantó con sus grandes manos, que se quemó las plantas de los pies para llevarme agua, a éste había un abismo. Éste era simple y obediente y me parecía capaz de cualquier cosa. Si Karin le decía que me matase me mataría, si la Hermandad se lo ordenaba también me mataría. Desde que Karin y él eran novios habían vivido dentro de un grupo y para él la verdadera ley y la verdadera justicia eran las del grupo, todo lo de fuera habría que aceptarlo de mala gana, sin protestar en público.

Julián

Me pasé la mañana de un lado para otro continuando con la búsqueda de información sobre los amigos de Fredrik y Karin y lo que estaba viendo me parecía un sueño, un sueño de pesadilla. Salva había descubierto un nido de nazis, nazis en las últimas, pero nazis. La pregunta era por qué no me habría dejado en la Residencia la información que habría ido consiguiendo. Tendría que haber dejado dicho expresamente que me entregasen la caja, el maletín, el sobre o lo que fuese donde lo hubiese guardado. Seguro que cuando me escribió ya debía de saber cuántos eran, quiénes, qué tipo de vida llevaban y qué se traían entre manos aparte de unirles su afición por torturar y matar. Me había hablado de la eterna juventud y sabría muchas más cosas, por lo que en cuanto pudiese haría una excursión a la Residencia. Ahora debía descansar un poco. Comer y descansar.

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