Lo que esconde tu nombre (24 page)

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Authors: Clara Sánchez

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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—¿Has llamado a tu familia? —preguntó mientras seguía pensando en la nueva información que le había dado.

Negué con la cabeza. ¿Qué iba a decirle a mi familia? Y además cada semana que pasaba tenía menos que decirles. Ellos estaban allí y yo estaba aquí, en dos vidas completamente distintas.

—Deberías hablar con ellos, oír sus voces, así te acordarás de cómo eres.

Y siempre me quedaba con ganas de hablarle a Julián de lo que más me importaba, de Alberto y de volar.

Julián

Después de nuestro encuentro en el Faro bajamos hacia el pueblo, yo delante en el coche y Sandra detrás en la moto. De vez en cuando desaparecía del retrovisor y luego volvía a aparecer. Debía volver a Villa Sol con algo de la farmacia en la mano que justificase su salida de esta tarde. Lamentablemente para Sandra ya se había abierto la puerta de la simulación, del engaño, de la atención en la colocación de ciertos detalles para ocultar otros. La bolsa de la farmacia ocultaría nuestro encuentro, como la vejez de Fred y Karin ocultaba su maldad.

Le propuse que fuese yo quien bajase en la moto, pero Sandra se negó en redondo, dijo que ella estaba más acostumbrada a aquel cacharro, que se me podía meter una mota en un ojo o algo así y no quería que me pasara nada. Sin embargo yo no me preocupaba por ella, daba por hecho que si había sobrevivido hasta ahora, seguiría sobreviviendo. En el fondo, no quería preocuparme más de la cuenta y perder de vista el objetivo que me había traído hasta aquí, sobre todo ahora que había descubierto algo esencial, mejor dicho, me lo había descubierto Sandra. Acababa de comprender que aquella frase de la carta que me envió a Buenos Aires mi amigo Salva en que decía que aquí podría encontrar la eterna juventud no era una frase hueca. Era una pista, que se habría quedado en nada si no me hubiese tropezado con Sandra, y Salva no podía prever que una Sandra se fuese a cruzar en esta historia, por lo que tal vez Salva sólo tenía indicios de este compuesto que traían de alguna parte del mundo y no quería que me obsesionara. Bien podría haberme contado en la carta todo lo que sabía para que yo no tuviera que empezar de cero.

Me detuve cuando Sandra aparcó la moto ante la cruz verde de una farmacia. Me detuve unos metros más adelante y observé por el retrovisor cómo entraba y salía de la farmacia y luego subía en la moto, miraba en mi dirección y arrancaba. Volvía a Villa Sol, tendría que seguir viéndose las caras con esos dos monstruos sin fuerza que conocían mil formas de acabar con la gente y para quienes la vida no era sagrada sino un arma.

Salva y yo vimos mucho en Mauthausen. Vimos esqueletos andantes, y montones de cuerpos desnudos en el patio pisando nieve, una extraña clase de ganado de color rosa ceniza. Nuestros cuerpos se convirtieron en nuestra vergüenza. Los dolores de estómago por el hambre, las enfermedades, la falta de intimidad. Todo iba al cuerpo. No era fácil elevarse por encima de los propios despojos, así que un día sí y otro no pensaba en el suicidio. Era una forma de liberación, me liberaba pensar que aquello podía tener un final, que si yo quería se terminaba para mí. La muerte era mi salvación. Hitler era un enfermo y nos había hundido a todos en su terrible mente. Vivíamos en el repugnante cerebro de ese hombre, donde ocurrían las atrocidades más monstruosas y sólo había una manera de salir de su cabeza, o moría él o moría yo, no soportaba que la maravillosa vida con su sol, sus árboles y sus canciones fuera terrorífica. Pero no quería que me matara su demencia, lo haría con mi voluntad y mirando al cielo si era posible, así que sentado junto al barracón saqué del bolsillo una laja de la piedra que arrancábamos en la cantera y me corté las venas, y alguien que me vio avisó a Salva y él me salvó. No sé cómo se las arregló pero me salvó, me curó y me dijo que pasara lo que pasara, que aunque estuviésemos metidos en la mierda hasta el cuello, que aunque fuésemos humillados, aunque fuésemos de la peor clase de esclavos mi vida era mía. Desde luego que no era una buena vida, no era una vida decente, ni digna de vivirse, pero era mía, nadie la podía vivir por mí. Y bien, Salva, al final Hitler murió antes, pero cuánto mal dejó, cuánto mal en mi corazón. Muchas veces sueño que ganaron la guerra y me despierto sudando.

Te referías a las ampollas que se inyectan estos viejos nazis cuando mencionaste la eterna juventud, ¿verdad? Tal vez con sus numerosos y horrendos experimentos encontraron alguna fórmula antienvejecimiento, una fórmula que sólo se aplican ellos mismos. ¿Dónde la fabricarán?

Cada vez iba entendiendo mejor las intenciones de Salva. Dejaba en mis manos un gran proyecto, pero un proyecto que yo tendría que ir haciendo mío con mis averiguaciones y mis propias motivaciones. Seguramente Salva sabía mucho si es que había llegado a dar con el elixir de la eterna juventud, pero no quería determinarme, no quería utilizarme para vengarse, creo que quería ponerme un juguete en las manos, darme un regalo, deseaba darme una última oportunidad.

Si toda esta suposición tenía una base real ya sabía cómo hacerles daño, se trataría de cortarles el suministro del elixir. Karin se contraería hasta acabar retorcida en una silla de ruedas, Alice se consumiría como una pasa y ellos perderían toda la vitalidad. Me pregunté si sus alevines, si el tal Martín, sabía lo que transportaba cuando llevaba los paquetes de una casa a otra.

El problema era Sandra, Sandra era un caso de conciencia. Sandra, si la presionaba, sería capaz de traerme una de las ampollas, de la que podríamos analizar el contenido y seguir el rastro de los laboratorios donde se pudiese haber sintetizado. Pero ¿iba yo a consentir que corriera peligro una chica con toda la vida por delante que había tratado de protegerme de que sufriera un percance conduciendo la moto? Y, sin embargo, tenía que llegar al final, se lo debía a Salva, que se había acordado de mí en sus últimos momentos y que me daba la oportunidad de no fracasar.

Sandra

Ya no escondían el paquete con las ampollas. Estaba en un cajón de la cómoda con un par de jeringas para cuando Karin las necesitase. Si faltaba alguna sabrían que yo la había cogido y no creo que se lo tomasen a broma. En el fondo me había ido librando de muchas cosas, de muchos sustos y la buena suerte no dura para siempre.

Cuando llegué, puse la bolsa de plástico de la farmacia sobre la encimera de la cocina, saqué una cuchara del cajón, abrí el frasco del jarabe y me lo tomé delante de ellos.

—Estábamos preocupados —dijo Karin—, has tardado mucho.

—No sé —dije un poco nerviosa—. No he mirado el reloj.

Tosí para que no me interrogaran más. Y una tos llevó a otra, a la auténtica. No podía parar de toser.

—No queremos meternos en tu vida, es que estábamos preocupados. De noche, por esa carretera con tantas curvas, y en tu estado. Tienes que tener cuidado, sólo queremos tu bien.

Karin estaba recuperada, tenía la mirada despierta, daba miedo. Contemplaba cómo tosía sin hacer nada. Tuve que sujetarme en la pila de la cocina para seguir tosiendo. Y fue Fred quien se levantó y me dio un vaso de agua.

—Tendrías que acostarte, no estás bien —dijo Karin.

No me dijo que me sentara con ellos. Pero también yo quería estar el mínimo tiempo posible en su compañía. Ya no me parecían tan simpáticos. Detrás de estas caras estaban las de su juventud, insolentes y sin escrúpulos. Tal vez a Karin la había ablandado algo la edad y lo que había aprendido por el camino hasta llegar aquí, su propia debilidad también la habría hecho más humana o por lo menos la habría obligado a reconocer que necesitaba la ayuda de los demás. Pero, ni aunque viviera mil años, podría hacerme una idea de lo que pensaba y sentía esta mujer, a la que no le había temblado el pulso para inyectar todo tipo de porquerías en el organismo de los presos, para ayudar a hacer experimentos con gemelos. Si todo aquello le había parecido normal, si entre una atrocidad y otra podía disfrutar leyendo sus novelas de amor, yo nunca podría llegar a saber qué estaba pensando ni qué planes tendría para mí.

Dije que si no mejoraba tendría que marcharme con mi familia.

Los dos me miraban muy serios.

Para escapar de sus ojos me volví al frigorífico, lo abrí y me puse un vaso de leche. Lo metí en el microondas mientras intentaba pensar qué más decir sin decir nada que me comprometiese.

—Aquí tienes un futuro —dijo Fred—. Tu hijo merece una oportunidad y a tu familia siempre la tendrás. No podrás resguardarte bajo sus faldas, ¿se dice así?, toda la vida.

—Nosotros no tenemos hijos ni nietos —dijo Karin—, pero alguien nos tiene que suceder, alguien tendrá que seguir plantando este jardín y llenando la piscina de agua los veranos, no sé si me entiendes.

Saqué el vaso del microondas y empecé a beber a pequeños sorbos. Me estaban certificando que ellos serían mis abuelos soñados, los abuelos que me solucionarían la vida, el problema era que ya no me hacía la ilusión de que fueran mis abuelos soñados.

—Lo que has hecho hoy —dijo Fred— ha sido un acto de valentía. Antes de que Otto te entregara el paquete has ido al baño y has estado mirando por allí. Nos lo ha contado Frida. Queremos creer que si hubieses podido habrías robado por ayudar a Karin.

No dije nada, sonreí un poco mientras bebía. No era verdad, no me habría arriesgado tanto por Karin, tampoco hubiese llegado a robar, lo que hice lo hice porque quería saber, porque me resultaba insoportable la idea de volver a mi vida de antes dejando las cosas como estaban. Poca gente tiene algo tan importante entre manos. No sabía nada de nazis antes de conocer a Julián. Julián había venido buscándolos, y yo los había encontrado sin buscarlos, o ellos me habían encontrado a mí, y aquí estábamos, los tres en la cocina jugando a que yo sería su nieta favorita.

—No se puede andar solo por la vida —dijo Karin—. Cuando uno está solo todo es mucho más difícil, te limitas a lo que puedes hacer tú solo, mientras que si estás apoyado por otros, por muchos, lo que antes era imposible puede llegar a ser posible. El grupo da poder, lo difícil es que haya un grupo dispuesto a aceptarnos y a protegernos.

Yo no decía nada, los miraba y bebía.

—Tienes una familia a la que quieres y con la que tendrías que unirte mucho más —siguió Fred. Siempre que Fred hablaba, Karin lo observaba con mucha atención abriendo los ojos todo lo que podía. Ahora me daba cuenta de que estaba en tensión por si metía la pata—. Y aparte nos puedes tener a nosotros y a todos nuestros amigos.

—¿A Otto y a Alice? —pregunté.

Karin alargó el brazo y me cogió la mano. Tuve un escalofrío al sentir su piel, sus dedos en mi mano. Logré no hacer ningún movimiento de repulsión hasta que pude retirarla suavemente para coger el vaso.

—Sí, ya conoces a unos cuantos.

Se miraron y parecieron darse la conformidad para soltar algo importante. Tomó la palabra Karin.

—Hemos llamado a algunas puertas, se nos han aportado opiniones sobre ti y no sería imposible que pudieras entrar en nuestra Hermandad. Por supuesto no sería fácil, tendríamos que convencer a algunos cabezotas. Somos todos muy viejos, muy conservadores, nos cuesta acostumbrarnos a las caras nuevas..., sin embargo, no sé si debo decirte esto, son los jóvenes a los que menos gracia les hace que entres.

—No sé lo que es una hermandad, ¿es como una secta?

—Algo parecido —dijo Fred cabeceando.

Karin le recriminó con la mirada, jamás de los jamases desautorizaría a su gran obra, a un oficial con la cruz de oro, pero se quedaba con las ganas.

—Estamos hablando de ayudarnos los unos a los otros, de celebrar todos juntos cenas, fiestas y cuando alguien tiene un problema echarle una mano. No sé lo que es una secta —concluyó Karin.

—Estoy un poco cansada —dije soltando otra tos—. Ya sabéis que podéis contar conmigo para lo que sea, pero eso de la Hermandad..., no sé si sabría estar en una hermandad, no sé lo que hay que hacer...

Karin se levantó, vino hacia mí y me pasó la mano por el pelo, no moví ni un músculo, parecía realmente una abuela.

—Descansa y piénsalo, mañana lo verás todo con más claridad.

—Buenas noches —dije levantándome y yéndome hacia la escalera. En el primer peldaño me acordé del jarabe y regresé a buscarlo, pensé que era mejor controlarlo.

—Por si me entra la tos —dije.

Karin levantó la voz para que la oyese mientras me alejaba.

—Estamos descuidando la ropita del bebé.

Me dormí pensando que tendría que contarle también esto a Julián.

Julián

Al llegar al hotel después de dejar a Sandra en la farmacia, las cosas se pusieron feas. Aunque según mis cálculos le tocaba guardia a Roberto, no había nadie en recepción, puede que hubiese ido al lavabo o a tomarse un café o a fumarse un cigarrillo, lo pensé de pasada, esos pensamientos mecánicos que se forman solos sin ningún gasto de energía. Iba pensando en las inyecciones y en Sandra, en que le había crecido bastante el pelo y en que lo llevaba recogido en una cola de caballo, lo que le hacía parecer más joven. Había perdido espontaneidad, su mirada era entre seria y asombrada, había descubierto el miedo, no el miedo a no saber qué hacer con su vida, sino el miedo a los demás. Ya no había vuelta atrás, Sandra estaba saltando un precipicio y no la estaba sujetando nadie, nadie la ayudaba, ni siquiera yo.

La sorpresa fue cuando al llegar a la altura de mi habitación, vi salir de allí a Tony, el detective del hotel. ¿Qué estaría buscando?

Le pregunté si había algún problema. Él se hizo a un lado para que entrase pero no entré, no quería encontrarme dentro con él a solas.

Dijo, sin alterarse ni incomodarse lo más mínimo por que le hubiese pillado allanando mi suite, que había venido a comprobar si me encontraba bien. Era pura rutina, dijo con toda su redonda cara. Y terminó con una pregunta sin posible respuesta.

—¿Todo en orden?

Los papelillos transparentes estaban en el suelo, y dentro aparentemente no había pasado nada, salvo que percibía la mano de Tony en los pomos de los cajones y las puertas y su mirada de huevo podrido en los papeles (anotaciones sin importancia) que había sobre la mesa.

Sandra

Al día siguiente me desperté con ganas de llamar a mis padres, a mi hermana e incluso a Santi. Me estaba alejando demasiado de mi vida normal, parecía que me hubiese marchado de viaje a otro planeta y que se hubiese averiado la nave de regreso y me encontrara aquí atrapada. Me consumía la impotencia porque además si alguien me preguntaba si me habían hecho algo malo, si me habían tratado mal o si habían intentado algo contra mí, no tendría nada objetivo ni concreto que decir. Tendría que hablar de miradas, de frases con doble sentido, de sospechas, se quedaría en una pura vaguedad, en suposiciones y aprensiones. Si daba el paso de integrarme en la Hermandad tal vez me enteraría de todo, pero a saber qué cosas tendría que hacer, no creo que me permitieran ser uno de ellos sin mancharme las manos, y una vez que me las hubiese manchado debería cargar con ello sobre mi conciencia. No sería tan fácil salir del clan o la secta o la hermandad. No estaba siendo fácil para mí salir de mi relación con Santi y menos lo iba a ser salir de este extraño grupo.

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