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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (10 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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Mis hermanos detestaban las fantasías románticas de las niñas y se aburrían pronto. Sus juegos eran menos sofisticados. Mi hermano Pepe, que por entonces leía incansablemente aquellos novelones de soldadesca alemana de Sven Hassel, cogía una de las escopetas de caza que había en los cestos y nos disparaba desde detrás de un baúl, emitiendo el ruido del disparo para que nos dejáramos caer; otras veces nos hacía ponernos contra la pared para fusilarnos o nos pegaba un tiro a bocajarro. A mí me provocaba pavor sentir la boca de la escopeta rozando mi nuca y el sonido de su aliento excitado en mi espalda. «¡Muere, cerda traidora!», decía copiando las frases de la jerga libresca. Las niñas pequeñas nos veíamos con frecuencia desafiando el miedo que nos provocaban los juegos de los chicos mayores, no queríamos ser tomadas por tontas o cobardes y que nos dieran de lado. Así, enfrentada al pavor que me provocaba el contacto frío de la escopeta, yo aguantaba, paralizada, entregada a una especie de claudicación, hasta que oía el ruido mecánico y hueco del gatillo, que me provocaba el placer y la relajación de la prueba superada.

A ningún adulto se le hubiera ocurrido vigilar tales juegos. Los niños vivíamos en un mundo ajeno al de los mayores. De nosotros se esperaba que saliéramos de casa por la mañana y no molestáramos hasta la hora de comer, que no hiciéramos ruido a la hora de la siesta, que supiéramos defendernos, que no volviéramos lo suficientemente pronto como para incordiar antes de que la comida estuviera lista, ni lo suficientemente tarde como para que los mayores se preocuparan. Cuando cualquiera de mis tías te encontraba melancólicamente tumbada en un sillón pasaba la mano por tu frente para ver si estabas enferma y, si no había nada que anunciara una enfermedad, te lanzaban un grito: «¡Venga, arrea con los niños a la calle, que te vas a quedar enana de no moverte!»

Al fin y al cabo, jugar a matar, ese matar figurado, no era más agresivo que torturar insectos, mutilar ranas o tirar piedras a los perros cuando estaban apareándose; eran cosas que no levantaban un comentario más allá del típico «¡Cómo son los chiquillos!». De todas formas, creo recordar que después de que un niño forastero le volara el ojo a uno del pueblo, las escopetas desaparecieron. Sólo a un crío venido de fuera, escuchaba decir a mis tíos, se le ocurriría apuntar con un arma a otro sin saber si estaba o no cargada.

Yo asumía, con culpabilidad, lo tontos que éramos los forasteros; por mucho que nos esforzáramos en demostrar que podíamos integrarnos, había algo indefinible en los niños de pueblo, el habla, la audacia física, la rapidez de reflejos, que a nosotros nos volvía torpes, demasiado inocentones. Amos del territorio, los niños de pueblo aplicaban su pequeña venganza contra los invasores. Pero aun así, a pesar de ser forastera, mi centro del universo era entonces ése, aquel pueblo era la capital del mundo, y la ciudad se me antojaba como una tara en mi biografía que trataba de disimular como fuera.

También había libros en la cambra. Muchos, cientos de ellos, metidos en cajas o apilados en el suelo. No sé de dónde habían salido ni por qué estaban allí. Tal vez ese desván servía como almacén de una biblioteca que nadie se encargaba de montar en aquel pueblo en el que se respiraba una especie de pereza colectiva que imposibilitaba cualquier empresa pública.

Los libros estaban allí. Tenían un sello oficial en su primera página que no recuerdo a qué correspondía; lo que es seguro es que aquél no era su destino. Se apilaban entre los baúles y acumulaban polvo. Había novelas de Galdós, también sus
Episodios Nacionales
, novelas de las Brontë, de Dickens, de Blasco Ibáñez y Pereda, y había, por fortuna, muchos libros infantiles, toda la colección de Tintín, de Guillermo Brown, de Celia y Cuchifritín. Nosotros, mis hermanos y yo, sacábamos provecho de esos tesoros, y cuando al fin se marchaba el frío rabioso de enero y febrero y era soportable sacar los brazos de la cama nos llevábamos libros al cuarto para leerlos a la luz desabrida de la bombilla. El polvo y la aspereza de las páginas nos hacían toser y provocaban dentera, que yo aliviaba, compulsivamente, mojándome los dedos en saliva.

Mis tíos solteros, Celia y Amado, eran los únicos adultos a los que yo veía coger algún libro de esa peculiar biblioteca abandonada, pero su elección era tan monótona que los gustos literarios se convertían en una especie de prolongación empecinada de su personalidad. El gesto diario de mi tío Amado metiéndose en el bolsillo del mono una novela del Oeste de Lafuente Estefanía antes de montarse en la vespa para hacer su guardia en la Central Eléctrica era más un rasgo de su carácter, introvertido y refractario a la conversación, que un amor por la lectura. En mi tía Celia su afición literaria era la consecuencia de la ensoñación tan habitual a la que se entregaban las mujeres solas, a las que el amor por las novelas se añadía como una característica más de su rareza. La literatura, de la que se desconfiaba por sistema, como casi de cualquier actividad que supusiera un mundo privado y ajeno al de los otros, era vista como la compensación a una vida frustrada. De alguna manera, mi madre confirmó esta tendencia a la lectura como consuelo, porque fue en sus años de enferma, los últimos, cuando pasaba tardes enteras en nuestra habitación, la de las niñas, sentada al lado de la ventana, haciendo como que vigilaba la pereza y el despiste con los que yo me enfrentaba a los deberes pero, en realidad, ausente y ajena, entregada a otras vidas que borraban la suya. A veces se quitaba las gafas, se acariciaba el punto de la nariz en donde se le hincaba la montura plateada, y me miraba, queriendo advertirme de que me observaba, que cumplía con su papel de madre, aunque yo sospechaba que no me estaba viendo del todo, que su mente habitaba junto a esos otros seres cuyo triunfo o desgracia le importaban ya más que las de los suyos.

Mi tía, en cambio, fue devoradora de ficción desde siempre. Nos servía la comida y se quedaba de pie a nuestro lado, digna y vigilante, con los brazos sobre el vientre. «Eso», decía señalando con la punta de un cuchillo ese trozo de grasa de lomo que habíamos apartado y que nos debíamos comer. Masticaba mientras algún trozo de carne que se introducía en la boca en sus viajes de ida y vuelta a la cocina y a cada momento nos metía prisa, porque a las cuatro empezaba la novela de la radio y quería tenerlo todo recogido y que desapareciéramos de su vista. Las niñas la ayudábamos a fregar y luego yo me sentaba junto a ella, que se encorvaba hacia la radio, en una actitud de rendición absoluta. En una de sus manos esgrimía el matamoscas y lo único que podía sacarla de ese estado hipnótico era el vuelo de una posible presa. Fruncía el ceño, se mordía los labios y allí donde se posara la mosca, que podía ser, por ejemplo, en tu propia cara, pegaba un manotazo, acertando siempre. La apartaba luego con un pequeño toque de desprecio para que cayera al suelo. Cuando acababa la novela las barría.

Yo deseaba seguir el argumento novelesco pero me daba vergüenza; había aprendido de mis hermanos y de mi madre a burlarme de esos sentimentalismos rancios y, en cuanto veía que en su cara se dibujaba un gesto de pena por las desgracias de la protagonista o que una lágrima estaba a punto de escapársele, olvidaba mi lealtad hacia ella y llamaba a los chicos para que la observáramos y reírnos juntos de eso que ya juzgábamos como algo patético (los adultos eran los primeros cómplices de nuestra burla): el romanticismo de las mujeres que nunca habían experimentado el amor en carne propia.

Tras la novela, se marchaba a dormir la siesta y de ella bajaba siempre con un libro bajo el brazo, como si hubiera rumiado la lectura durante el sueño y volviera convencida de algo que constituía la gran verdad del mundo. «¡Lee a José Antonio y luego me cuentas!», le decía a Pepe, cuando éste, a los dieciséis años, empezó a decir cosas extrañas en la mesa. «¡Ya no creo en Dios! ¡Ni en Dios ni en el sistema!» Eran afirmaciones que canalizaban el descontento que había marcado su carácter infantil y lo convertían en ideología prematura pero implacable. Aquellas frases provocaban una especie de desasosiego general, ira o desazón, según los casos. A mí me sumían en esa tristeza inconcreta que los pequeños sienten cuando los hermanos mayores empiezan a mostrar señales de un pensamiento independiente.

«¡Lee a José Antonio!» Lo decía, casi lo gritaba, mi tía muy a menudo, como si leyendo aquel volumen de los discursos del político falangista, mi hermano se pudiera curar de una enfermedad aún embrionaria (no sólo no se curó sino que nos fue contagiando a todos). Pero no creo que ella le hubiera dedicado mucho tiempo a esa lectura. Recomendar los discursos del falangista formaba parte de una empecinada fidelidad al hermano de dieciséis años que murió en la guerra, pero en realidad su conexión con la historia de España eran los
Episodios Nacionales
de Galdós, y su apasionamiento político se apagaba enseguida para rendirse ante Clarín, Galdós o Dickens.

No sé si la lectura continua de todas esas novelas había influido en su forma de expresarse, pero cuando años más tarde me entregué yo a
Fortunata y Jacinta
, encontraba personajes, como doña Lupe la de los Pavos, que hablaban igual que ella, y esa habla familiar me provocaba casi más melancolía que la despertada por la propia historia de la desgraciada Fortunata. Mi tía hablaba con una dicción perfecta, propia del Bajo Aragón, y parecía tener, como mucha gente por esos pueblos, un micrófono en el abdomen que hacía que su voz resonara y te alcanzara allí donde estuvieras en aquellas ocasiones en que yo tenía motivos para esconderme. Su manera de expresarse era rotunda, tierna en momentos contados, y tenía la facultad de ser hiriente sin la necesidad de soltar una palabra sucia.

Sus ideas no eran franquistas, aunque ella lo creyera, sino las que se desprendían del universo moral de las novelas del siglo XIX que leía. La aceptación de sus frustraciones, la dignidad con la que, a pesar de la burla (que siempre perseguía a las mujeres solas), se plantaba ante el mundo, eran el eco de otro siglo. Le gustaba el orden establecido, temía los cambios que ya se anunciaban sutilmente (la misma frase del sobrino era un adelanto), y era religiosa, sí, pero detestaba el talante aprovechón de los curas que se presentaban a comer de gorra y en los que creía adivinar una pulsión sexual que se desfogaba con sobrinas, sirvientas o monaguillos. No sé de qué forma llegaba esto a mis oídos en una familia en la que jamás se hablaba abiertamente de sexo, pero supongo que muy pronto aprendí a descifrar las claves de lo que no se decía. Ella era una puritana de una pieza, fiel a un mundo del que se olía la incipiente decadencia, pero, de la misma forma que defendía a Franco por amor a su hermano muerto, anunció que votaría al Partido Comunista, aun detestando a los rojos, si su sobrino se presentaba a las elecciones.

Su contacto con el mundo exterior se basaba en emociones delegadas de sus hermanas casadas o de sus sobrinos, aunque no era difícil intuir que escondía un territorio íntimo que se me antojaba muy misterioso. Cuando nos subíamos al coche en septiembre para volver a la ciudad y a la escuela, ella se despedía levantando la mano desde el umbral de la casa, dibujando una sonrisa en su cara que tenía como misión contener el llanto. A mí se me hacía también un nudo en la garganta, por la pena de no verla en meses, pero también por ella, imaginando sus andares solitarios por las habitaciones que nosotros habíamos llenado durante el verano, dejando cosas por medio, actuando con la habitual desconsideración de los niños, bulliciosos, metomentodos. No se me pasaba por la cabeza imaginar que ella podría disfrutar de su recién estrenada soledad. Tan convencida estaba yo de que su vida sin mí, sin nosotros, carecía de significado, que me olvidaba de su implacable sentido de la independencia, el mismo que le hacía cerrar la puerta sin culpabilidad ni contemplaciones al cura, a los perros vagabundos o a esas visitas a deshora que son la pesadilla de los pueblos. Ese aspecto tozudo e insobornable de su carácter que luego he entendido tanto reconociéndolo en mí se diluía, me quedaba sólo con la imagen de la tía en aquel umbral, en su andar melancólico por la casa en penumbra, acompañada más por los muertos que por los vivos, que siempre acabábamos abandonándola.

Ni se me pasaba por la cabeza algo que ahora imagino y que me hace sonreír: según el coche se perdiera por la calle estrecha, después de tres meses de verano haciendo comidas y camas y lavando calzoncillos y bragas de tantos niños, suspiraría de alivio, liberada entre los muebles sombríos, encontrándose de cara con la mirada solemne de alguna de sus muertas y confesándole, con la seguridad de que hay cosas que los muertos entienden más que los vivos: «Qué
ganicas
tenía de quedarme sola.»

De las novelas de la radio a las del diecinueve sin pisar la calle, y luego a misa, a una realidad matizada por la luz de las velas y los cuchicheos sofocados de esas amigas con las que, después de darnos un bocadillo y echarnos a la calle, se marchaba a jugar a la brisca. En alguna de las cartas que nos mandaba a los distintos destinos en los que vivimos, su caligrafía es un signo inequívoco de un carácter obstinado y despierto; después de los detalles prácticos, la matanza del cerdo, las manzanas, las fechas de las vacaciones, vienen los mensajes para cada uno de nosotros. A mí, por ser la más chica y por tanto la más permeable a los acentos, siempre me comentaba: «Ni me quiero imaginar cómo hablarás cuando te vea.» Ella siempre hablaba igual, como si viniera de un ayer que estaba a punto de desaparecer pero que se negaba, en su último capítulo, a dejarse contaminar por la televisión o por las expresiones callejeras que traían los sobrinos a casa. Yo era muy sensible a su forma peculiar de expresarse, tan diferente a la de los adultos con los que tratábamos en la otra vida que manteníamos en la ciudad. No quiero adornarme con una sensibilidad retrospectiva, sólo recuerdo lo que es cierto: poseía desde niña un don especial para captar las diferencias del habla, no sólo de un lugar a otro, sino de una persona a otra. Era el rasgo humano que se me presentaba primero y con más nitidez, el más querido y el que más me importaba. En mi tía podía percibir el don de la palabra y una inteligencia poco cultivada pero tan sólida que nunca podía ocultarse.

Sus palabras escritas eran una transcripción exacta de su forma de hablar. No había literatura, ñoñerías o sentimentalismo en ellas. Leyendo hace poco una de sus cartas me encontré con este párrafo:

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