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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (13 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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Eladio o Eli, como su madre lo llamaba, para tratar de aniñar un poco a ese chico excesivamente formal, avanzaba sin bajar la cabeza, dejándose observar, y aceptando que las lágrimas le cayeran de vez en cuando por las mejillas. Alguien debió de decidir, su abuelo o él mismo, humedecerle el pelo y peinarlo con raya y hacia atrás, el pelo rebelde de su madre y los mismos ojos, aunque en los del chico no hubiera rastro de ninguna ansiedad enfermiza por atrapar esa otra vida que siempre nos estamos perdiendo, como había habido en los de su madre. Sentí una honda admiración por él, por su gravedad y la dignidad de su dolor; era una emoción que me afectaba de una manera física y casi no me dejaba respirar, arrinconando el dolor que pudiera sentir por la muerte de mi amiga.

Yo tenía la misma edad que Eladio cuando emprendí el camino hacia lo alto de la colina para enterrar a mi madre. Dieciséis años. Pero, a mitad de trayecto, decidí no subir. Un orgullo mal aprendido o mal enseñado me impedía ser el objeto de la compasión de ese río de gente que caminaba en un silencio que sólo se rompía con algún llanto o alguna frase hecha sobre la muerte. Mi pena me avergonzaba. Le dije a mi tía Celia: «Tía, que yo no subo.» Y ella se encogió de hombros, como si esta vez le faltaran los ánimos para discutir conmigo. Me eché a un lado, para no andar en sentido contrario a la procesión, y, subida al escalón de una casa, vi pasar a todos aquellos que le iban a dar el último adiós a mi madre evitando las miradas de los que me conocían y podían preguntarme: «¿Qué haces que no estás detrás del ataúd?»

Recuerdo haber vagabundeado por el pueblo solitario y grave, como cuando hay un entierro que congrega a mucha gente. Recuerdo haber tenido una sensación de extrañeza hacia mí misma, como si pudiera desdoblarme y liberarme del peso de lo que vendría luego, cuando empezáramos a vivir una vida sin madre. Llamé a la puerta de un primo lejano, un chaval con patillas largas que los fines de semana pinchaba discos en la cabina de la discoteca, moderno y rural, esa mezcla que siempre ha ejercido sobre mí una atracción inmediata. Pasé, como tantas veces, a su cuarto, y rebuscando entre sus discos, elegí
How Deep Is your Love
, de los Bee Gees, la pinché y empecé a cantar. Él se me quedó mirando, estudiándome.

—Así que no has querido subir al cementerio.

—No, yo pienso que el dolor se puede sentir en cualquier parte —le dije—. No se siente más dolor por cumplir con un rito.

—No sabes lo que dices. Sólo una vez en la vida entierran a tu madre.

—¿Y tú? ¿Por qué no has ido tú?

—Tengo cosas que hacer, y no era mi madre.

—¿Me estás echando la bronca? —mi voz quería ser desafiante pero no lo conseguía, me sentía muy humillada. Hubiera jurado que él estaría de mi parte.

—No es una tarde para cantar, ¿no? —dijo.

—¿Y cuánto tiempo crees que tengo que dejar pasar hasta que se pueda cantar? ¿Tú lo sabes? ¿Cuánto, hay una regla escrita, como con el luto?

—No es una regla, puedes hacer lo que quieras, pero no está bien.

—Y a mí me parece mentira que tú digas eso.

—A mí me parece mentira que estés aquí.

No le miré. Agaché la cabeza para que no pudiera ver cuánto me había ofendido. Me mordí el labio inferior para que no me temblara la mandíbula y me fui. Llegué caminando hasta la plaza y me senté en el banco de piedra gris. La plaza estaba, como siempre a esas horas de la tarde, llena de críos jugando. Los niños no subían al cementerio a no ser que la muerta fuera su madre. Ahí había estado yo muchas tardes de mi vida, engolfada en el juego. Fue entonces cuando me vino el llanto, agitándome el pecho, provocándome sollozos entrecortados. No era todavía el llanto por la pérdida de mi madre, era rabia. La rabia de quien no logra encajar en situaciones convencionales, de quien desearía ser abrazado pero no sabe ya abandonarse a los cuidados de nadie, incluso parece rehuirlos.

En mi mente aún sonaba aquel gemido. El gemido ahogado que me llegaba desde su cama hasta el baño donde yo bailaba frente al espejo con el bikini que me acababa de comprar. En un primer momento había interpretado ese llanto entrecortado como el sonido de una máquina renqueante a la que le faltara fuerza para ponerse en marcha. Me miraba al espejo subida en el váter y cantaba alguna canción boba que sonaba en la radio del baño. Mi voz enmascaraba aquel sonido intermitente que creía que se colaba por la ventana que daba al patio. De pronto, un cambio en el ritmo de ese ruido me hizo callarme y escuchar. La sospecha de que se trataba de una voz humana me provocó un golpe de tensión, como si alguien me agarrara la nuca y quisiera tirarme al suelo. Abrí la puerta. Ahora sí lo entendí todo, ahora distinguí que se trataba de un llanto de auxilio, tan esforzado que adquiría una calidad metálica, raro hasta el punto de casi no parecer humano sino animal.

Fui hasta la habitación y la vi. La boca y los ojos muy abiertos. Tendió una mano hacia mí. Me acerqué.

«Esto no es como otras veces. Sé que esto es la muerte. No es como otras veces, escucha, hija, ahora lo sé, lo sé, y tengo miedo a morir.»

«No digas tonterías, mamá, que me asustas», debí de decir, algo que a mí también me sirviera de consuelo, porque por el tacto febril de su mano delicada, por la ferocidad de sus palabras, y el olor raro que emergía de su cuerpo, un olor espeso a descomposición que yo nunca había olido antes, presentí que estaba de verdad asistiendo al paso aterrorizado con que el moribundo entra en la muerte.

Salí de la habitación corriendo, tiritando, inapropiada con ese bikini con el que hasta hacía un momento me miraba en el espejo, lejana para siempre de una adolescencia que se me había terminado apenas hacía cinco minutos. Perdí una de las chanclas al tropezarme de camino al teléfono y así, helada, llevándome la mano al pie, que empezó a dolerme cuando mi madre ya estaba muerta, llamé a la vecina. «¿Por qué me toca a mí esto?», murmuraba, asomada al cuarto, viéndola ya irse. «¿Por qué se tiene que morir ahora, estando yo sola?» Era un reproche al destino, pero también a mi padre ausente, y a ella, también a ella.

Yo, que he mantenido intactas conversaciones enteras durante años, he perdido las palabras que ella balbuceaba en la ambulancia. Sólo recuerdo que pedía un tranquilizante para soportar el trance y que su mirada estaba llena de reproche, como si estuviera en mi mano socorrerla y me negara a hacerlo, como si se tratara, por mi parte, de una desobediencia cruel. Mis dieciséis años no debieron soportar lo angustioso de la escena, la culpabilidad por no haber sabido dar consuelo a quien con tanta imperiosidad me lo pedía, porque sólo es ahora, ahora, tantos años después, cuando empiezo a recomponer las piezas perdidas de aquella escena. El calor pegajoso del verano playero, su voz pidiendo algo que acabara con el insoportable sufrimiento, su mano amarilla arañando mi brazo y los ojos duros, llenos de extrañeza por mi pasividad. Aún me tortura reconocer que lo que yo deseaba era no estar allí. «No pude despedirme», solemos decir cuando alguien se nos va tan rápido que no espera a que lleguemos de ese largo viaje que hacemos angustiados, anhelando asistir al último aliento. Pero en aquel momento yo hubiera preferido no verla morir. Mi memoria censuró las últimas palabras de mi madre, las mías también, aquel reproche que hice desde el quicio de su puerta: «¿Por qué me toca a mí esto?» Mi patada en el suelo con el pie descalzo. Tuvo que llegar alguien a mi vida que me diera el sosiego necesario para soportar la evocación de aquellos días.

Eladio, al contrario que yo, resistió, sereno, sólido, el día del entierro de su madre, representó a la perfección el forzoso papel de niño adulto al que estaba condenado. No lo hizo por ese convencionalismo al que yo achacaba cualquier ritual en el que no sabía cómo comportarme, sino por una relación armónica con su mundo. Disfruté (aunque no parece la palabra más adecuada, lo es) en todo el camino hasta lo alto de la colina de su entereza y de la vista espectacular de la vega. Manzanos, almendros, chopos bordeando el pequeño río de color chocolate. Ésa fue la primera vez que entré en el cementerio. Fue el encuentro aplazado con alguien que me llevaba esperando mucho tiempo, diez años. Mientras cuatro hombres hicieron descender el ataúd de la joven madre yo abandoné el grupo, caminé hacia la izquierda. «Sí, a la izquierda», dijo mi tía Celia señalándome el sitio exacto antes de volver a sus rezos, «allí, donde las flores blancas». Flores frescas con las que ella adornaba, fiel a sus muertos, el rincón de su familia, sin faltar a sus citas: el día de los muertos, el día de cada muerto. Vi su nombre grabado sobre el mármol, Julia Santas. «Mamá», dije al fin.

—Marisol —le estoy diciendo a mi tía— parece que está agobiada con los dos críos.

—Pues descuida, que la próxima vez que vengas —me dice— la verás con otro chiquillo. Él es un tontucio, pero más tonta fue ella, que se dejó engatusar por él. Tan independiente, tan brava como era y mira dónde ha terminado, a la sombra de su madre, dándole trabajo con los chiquillos.

Hace unos años ese comentario me hubiera parecido una consecuencia directa de su amargura, pero ahora empiezo a entenderlo como algo más complejo, el signo de un feminismo primitivo, defensivo, puritano, que considera que la ruina de una mujer empieza inevitablemente cuando se enamora de un hombre.

—Míralo —dice mi tía Celia pasando la mano por la frente del niño para retirarle los rizos que el sudor ha pegado a la piel—,
arrimadico
a mí ha dormido toda la noche. Para mí que a este muchacho le da susto la oscuridad tan grande que hay en este cuarto.

—¡No, miedo no! —dice el niño malhumorado, como si el enfado pudiera acabar en llanto.

—Di que no, di que no, que era broma, galán mío.

Tantas veces he dormido con ella. Siempre la tomé por vieja y sólo tendría cincuenta y tantos años cuando nos contaba cuentos. Aunque tal vez es cierto que fuera vieja desde muy joven. Con mi tía dormíamos, en invierno, tres o cuatro niños, apiñados contra su cuerpo para entrar en calor y escuchar el cuento que nos contaba antes de dormir. Garbancito. «Garbancitooooo, ¿dónde estáaaaas?» Alargaba las vocales finales y su voz parecía salir del mismo país en el que sucedía la historia. Su voz, aguda y prematuramente temblorosa por mimetizarse desde muy joven con el coro de viejas que cantaban en la iglesia, se quedaba flotando en la oscuridad espesa, mientras los sobrinos, de cinco o seis años, embutidos en los pijamas que habíamos llevado debajo de la ropa durante todo el día, la escuchábamos con los ojos abiertos, expectantes ante un final que ya nos sabíamos porque era el mismo de muchas noches.

Su cuerpo olía a ella, a su carne, de esa forma en que antes las personas olían más a sí mismas por no estar sometidas a duchas diarias y a desodorantes. Su esencia humana se percibía más allá del olor que le dejaban los pucheros o las labores, la aspereza de la lana o el delicado ganchillo, y aun más allá de su colonia, Joya, de la que se ponía unas gotas en el cuello y sobre la solapa de la blusa cuando iba a la iglesia por las tardes. Es el mismo olor que siento esta tarde mientras me balanceo en la mecedora de mis bisabuelos.

—La vas a romper —me dice, como si yo no hubiera dejado de tener cuatro años, como si tuviera la misma edad que Gabi, que está a su lado, recién despertado, remoto y serio, con el pelo pegado a las sienes, a punto, como casi siempre a estas horas, de encontrar un motivo por el que echarse a llorar o enfadarse. Pero ella le recuesta sobre su vientre y le da airecillo suavemente con el abanico, le sopla en el nacimiento del pelo. Él se deja hacer.

Quisiera verle crecer ahí, pienso, en los brazos de ella, sin intervención mía, sólo como espectadora de esos cuidados que yo disfruté de niña y que ahora han pasado, como herencia lógica y natural, a mi hijo. Ella está vestida con su ropa de paseo y espera a que el crío se espabile para llevárselo, bien arreglado, con la camisa de rayas, el pantalón azul marino y los rizos peinados hacia atrás con colonia, a casa de la Juani, de la Maruja, a la farmacia, a recoger la Virgen de las Hijas de María, a comprarle un merengue, a presumir de él, a repetir el mismo paseo que tantas veces hizo con nosotros.

Quisiera, pienso, dejarlo en sus manos. Dejarlo en sus manos no significaría abandonarlo, sino entregárselo a alguien mejor que yo, dejarlo unos meses, una temporada, como mi madre hizo con nosotros cuando se sentía débil o estaba a punto de parir otro hijo. Pero no sé pedírselo, he olvidado la manera en que se piden las cosas, las nimias, unas magdalenas, un vaso de leche con Cola Cao, una mano para la frente cuando se tiene fiebre, y las fundamentales, el consuelo, la protección. No sabría cómo explicarle en quién me he convertido. Ella me ve como yo era de niña, o tal vez esta tarde intuye que soy como una de aquellas personas que aun corriendo el peligro de escaparse por un tiempo de esa historia común en la que todos están entrelazados volverá a casa antes del anochecer.

Ella habla, me habla, como si ésta fuera una de las tantas veces en que yo he ido al pueblo a visitarla. Y yo me veo a mí misma representando el papel de la sobrina de siempre. El diálogo en apariencia es igual. Ella despliega su catálogo de reproches y yo los esquivo.

«No has ido a ver a la Pepita, con lo buena amiga que ella fue de tu madre.» Su mundo. Pepita, la peluquera, que tantas veces me lavó el pelo de niña en aquella peluquería diminuta que tenía un olor delicioso y mareante a líquidos de tinte y permanentes donde las señoras, después de un mes sin lavarse la cabeza, entraban en éxtasis cuando los dedos de Pepita, fuertes y negros como percebes, apresaban sus cráneos y los sacudían con aspereza. «Tampoco has bajado por casa de la tía Pura», me dice, «con lo que me pregunta por vosotros, sois unos desagradecidos». En ese «sois» incluye a todos los sobrinos; ese plural lleva implícito el reproche universal de las tías solteras, que han dado tanto amor como las madres pero están condenadas a recibir menos. «Pero antes que nada», me advierte, «pásate por casa de la tía Asunción, que ya te tiene preparadas unas magdalenas para que te lleves».

«No me agobies, no puedo ir a ver a todo el mundo», le digo yo, y muevo la mecedora levantando los pies del suelo, como si verdaderamente tuviera diez años y quisiera llegar a ese límite en que podía vencerme para atrás. A Gabi se le escapa una risa involuntaria porque aún quiere disfrutar un poco más de su malhumor y de las caricias que tratan de aliviarlo. «Ay, tu madre», le dice la tía al niño, «está loca perdida. ¡Eso, rómpete la cabeza, idiota, pero ni se te ocurra romperme la mecedora!». El niño esconde la cabeza en el regazo de ella para que no veamos que se está riendo del espectáculo de su madre reducida a una niña chica por la regañina de la tía que insulta con la misma absurda vehemencia que el capitán Haddock.

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