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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (9 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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—¿Por qué no compras otro canario?

—¿Otro canario?

—Puede sonar un poco cruel, pero el pajarito te avisaría, como te avisó éste, de un escape de gas.

—Muriéndose, quieres decir.

—Bueno…, sí. Yo me quedaría más tranquilo.

—¿No dijiste que vendría el técnico?

—Ya, pero entre tanto…

—Entre tanto qué, ¿compro otro canario para que certifique que, efectivamente, hay un escape?

Cerré la puerta. Me quedé de pie, con la mano en el pomo. Esperando. Supe que el niño habría olvidado algo, como siempre, que volvería a llamar. Llamó.

—Se me olvidó la gorra.

—Puedes ir perfectamente sin gorra, ¿qué falta te hace la gorra?

—No, no puedo ir sin gorra.

Fue hacia su habitación, tozudo. Fiel a esas manías que yo había contribuido tanto a crear. La gorra. Ésa y todas las gorras que le taparon la cabeza rapada por los ingresos continuos en el hospital en sus dos primeros años de vida. Yo se la ponía entonces para eludir preguntas sobre el hospital y ahora a él le resultaba imposible prescindir de la gorra. Salió de su cuarto con ella puesta. La de cuadros, como los pantalones.

—Ésta es la que pega, ¿verdad?

Me puse en cuclillas para abrazarle.

—A lo mejor un día igual te puedes venir con nosotros —dijo.

—Sé bueno, cara de mono.

—Sé buena tú, cara de mona.

—¡Venga, que llegamos tarde! —dijo Alberto desde el ascensor.

La voz del padre sonó alegre e impaciente. Parecía haber olvidado, tan rápido como se bajan siete escalones, que estaba yo ahí, detrás de la puerta. Ni rastro había de ese tono culpable con el que me confundía en las despedidas y me hacía pensar que teníamos una conversación pendiente que habría de cambiarlo todo. «El lunes te llamo», había dicho, «y hablamos de todo esto». De todo esto. Siete escalones para olvidar su promesa. Su voz no consciente, no controlada por el papel que él creía que debía representar ante mí, era la de un hombre lleno de proyectos para aquella misma tarde, para el domingo, para su vida entera.

Me asomé a la ventana. El niño de la gorra a cuadros, diminuto, esperó a que su padre levantara el seguro del coche y se subió en el asiento de atrás. Primero se sentaría, queriendo actuar con la corrección de un niño formal, obediente con las indicaciones que tantas veces se le daban, pero poco a poco se iría levantando para colocarse entre los dos asientos, cuyo lado derecho, ahora vacío, ocuparía ella, que ya estaba esperándoles en una calle del centro. Impaciente, no muy segura aún de las promesas de él, ajena, por vivir en la etapa inmediatamente anterior a los móviles, al siempre traumático ajetreo de sus idas y venidas, queriendo ignorar algunas de esas mentiras, pequeñas, pero precisamente por eso más dolorosas, con las que él intentaba ocultar su enfermiza indecisión. O puede que no se tratara de indecisión sino de algo que ni ella ni yo, que ahora los veía subir al coche desde la ventana, nos habíamos planteado en esta lucha sorda: la posibilidad de que por una vez en su vida él se viera como objeto de disputa y estuviera saboreando el momento como lo que habría de ser, irrepetible.

Ella habría visto minada parte de la seguridad que otorga el haber sido la elegida y sería capaz de estar esperándolo hasta que el rojo del cielo se volviera violeta en esa esquina de Gran Vía con Hortaleza. Todos los coches blancos parecerían el suyo. No relajaría su sonrisa esperando reconocer de pronto en cualquiera de ellos el gesto de su mano diciéndole que entrara, y la cara del niño mirándola tras el cristal. El niño le daría dos besos, dócil, confiado. Ella aún no sabía calibrar lo afortunada que era. En realidad, nunca sabría lo que los hijos ajenos pueden minar un amor que comienza, porque aquel niño asumía su presencia sin rechazo, con una especie de enigmática resignación, como si fuera ya el adolescente que un día le diría a su madre, diez años después, en un tono que ella no sabría interpretar, que no deseaba otra infancia que la que le había tocado en suerte.

Ahí estaban aún, bajo mi mirada desde un sexto piso, padre e hijo. Cada uno de ellos interpretando con naturalidad el nuevo papel de su vida, ajenos ya a esa representación, ahora pienso que forzada, a la que se aplicaban cuando estábamos los tres juntos. Siendo otros. El coche salió de la plaza.

Una corriente de aire cerró la puerta que había dejado abierta. Fui hacia el despacho amarillo y allí encontré, bajo un cojín, la bolsa en la que estaban el submarino del kiosco azul que había olvidado darle y el conjunto de bragas y sujetador. Me desnudé, me puse las bragas y el sujetador morados. Las ventanas de un lado y otro del piso estaban abiertas y corría un flujo de aire revitalizante. Quité la toalla de la ventana de mi cuarto, que daba al este, para dejar que la casa se llenara de la luz violeta. Me encendí un cigarro y paseé por las habitaciones, con la incertidumbre de no saber qué era lo que venía a continuación. Esperaba una llamada. Bah, quién sabe. Mejor no ilusionarse. Antes tenía que dejar escrito un guión para el lunes si no quería acostarme el domingo con ansiedad. Me puse a la máquina. Escribir diálogos era mi consuelo. De pronto, unos seres fantasmales, aún inexistentes, sin nombre y casi sin personalidad, hablaban en mi cabeza, como si mis oídos hubieran sido capaces de almacenar conversaciones escuchadas aquí y allá, en la calle, y ahora volvieran a mí, en el mismo momento en que pulsaba las teclas de mi pequeña Olivetti. Siempre sucedía igual. Primero era el desánimo y luego la euforia, la risa incluso. El consuelo del trabajo.

Años después, organizando la librería de mi nueva casa en Madrid, encontré un folio envejecido y prensado entre las páginas de un libro que debía de estar leyendo por entonces,
¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?
, de Raymond Carver. Había una frase escrita a máquina:

«Sé sincero por una vez: para ti no valgo más que ese canario que he tirado a la basura.»

La frase llevaba doce años oculta allí, conservada como una flor seca, intactos su dolor y su patetismo. La tipografía, el bajorrelieve provocado por el golpe fuerte de la letra de plomo contra la hoja, le conferían un aire de objeto de vitrina.

Cuando la leí me recordé en aquella tarde de sábado, ante la máquina, vestida tan sólo con unas bragas y un sujetador morados, consciente de que jamás se debería hacer el amor cuando el amor hace daño.

Me vino a la boca un sabor metálico. Y rompí la hoja.

C
APÍTULO
3

¿TE ACUERDAS DE CUANDO TE PERDISTE?

Mi tía Celia estaba recostada sobre la alta cama de barrotes blancos. Es la misma cama en la que murió mi abuela, antes de la guerra, dejando ocho hijos huérfanos, cuatro, entre ellos mi madre, tan tiernos que la hermana mayor, la tía que ahora me miraba columpiarme en la mecedora, dejaría de serlo para convertirse en madre. Así que, a todos los efectos, era mi abuela, pero con la peculiaridad de no haber parido, lo que la hacía estar siempre un poco a la defensiva, reclamando su posición legítima, y también, aunque ella no fuera consciente del todo (yo lo seré en el futuro), insegura y suplicante del cariño de aquellos a los que crió y entregó su vida entera, hermanos y sobrinos.

Era la misma cama en la que dormía mi abuelo, el viudo grande, alegre, de espíritu comodón, que vestía el traje oscuro y la camisa blanca abotonada hasta el cuello propios de los hombres de pueblo de cierto rango social. La misma cama en la que dormían mis padres cuando veníamos al pueblo. La misma cama en la que yo me colaba de niña para estar con mi padre los domingos por la mañana, mientras mi madre le preparaba el café. La cama en la que yo dormía para hacerle compañía a mi madre, cuando mi padre estaba fuera, porque a ella no le gustaba dormir sola. Todos, mi padre, mi hermana, mi madre, andaban siempre aprovechándose de mi condición de hija pequeña, gordita e inocente para besarme y apretujarme, algo que solían no hacer entre ellos, como si concentraran el contacto físico en una sola persona o que yo, por ser la pequeña, fuera el anticipo de unos tiempos menos ásperos en las expresiones familiares de afecto. Yo consentía. Me dejaba besar, acariciar la barriga, abrazar. Prefería esos momentos de contacto agobiante a esos otros en que la misma condición de hermana menor me condenaba a que nadie me tomara en serio.

Fue esa misma cama donde el médico anciano, don Manuel, auscultaba a mi madre el verano en que volvimos al pueblo para que se recuperara después de la operación. El anciano, que la había cuidado de niña las fiebres que le produjeron un soplo al corazón, imponía sobre el lado izquierdo del pecho la placa redonda del fonendoscopio y cerraba los ojos para escuchar la maravilla del corazón restaurado, ese corazón que, según contaba mi padre muy melodramáticamente, acodado en la barra del bar del Rubio, había pasado unos momentos cruciales fuera del cuerpo para volver a él con unas válvulas de plástico a las que atribuíamos ese latido de juguete roto que emitía el pecho de mi madre cuando estaba disgustada o nerviosa.

El pecho de mi madre sonaba parecido al enorme despertador plateado que llevaba impreso en la esfera el nombre de mi abuelo en letras cursivas:
Amado Santas
, y una fecha,
1900
, que se me antojaba tan lejana en el pasado como el año 2000 en el futuro. El despertador estaba en el comedor, emitiendo su sonido de metal tembloroso, ignorado cuando la casa estaba llena de vida, y atemorizante, al menos para mí, cuando el silencio lo convertía en música de fantasmas. Siempre que volvíamos a Madrid y mi madre, víctima de una hipersensibilidad emocional, estaba angustiada, su corazón sonaba idéntico al reloj de su padre, aunque más tenue. Si la habitación estaba en penumbra y silenciosa, el tictac recordaba tan vívidamente el comedor de su infancia que el tiempo y la distancia desaparecían, haciéndome evocar las horas de la siesta veraniega leyendo Tintines en torno a la mesa; haciéndole evocar a ella, en voz alta, a su padre y a su hermana-madre, a la que quería con el alma pero sobre la que ironizaba de esa forma en que hacemos compatible el amor con el sarcasmo hacia las personas mayores. Evocaba, con voz sofocada sobre el latido inquietante del corazón, un universo idílico, una felicidad perdida que le servía para transmitirnos a mis hermanos y a mí la infelicidad del presente, ese presente en que yo le tendía mi mano de niña de diez años para que se serenase y que el corazón le dejara de sonar a
Amado Santas, 1900
.

Más de una vez presencié la escena del anciano doctor auscultando el corazón operado. Me recuerdo admirada, atenta y suplicante como un perro. Le miraba a él, que escuchaba con los ojos cerrados, y luego a ella, que aquel verano no parecía vivir más que para enseñar su tesoro, convirtiéndonos también a sus hijas en cuidadoras de tan extraordinario prodigio. Sentía yo una especie de orgullo delegado en el hecho de que mi madre se hubiera convertido en un milagro de la ciencia o de la fe, según con quien se hablara, y en ocasiones, en un discurso calcado del de mi padre, describía a los otros niños de la calle esos minutos de tremenda tensión en que el corazón había permanecido en las manos enguantadas del cirujano, dejando a mi madre abierta en canal, «técnicamente muerta», para volver a depositarlo en su pecho como el reloj al que se le ha arreglado la maquinaria con éxito.

Raro era el día en que no se tenía que abrir la blusa varias veces para las visitas, como hacía ante el médico, tumbada en la cama de barrotes blancos, cuidando pudorosamente que no se le vieran los pechos. La cicatriz, aquel ciempiés todavía rojo, hinchado, con las marcas de los puntos de sutura a un lado y a otro a modo de pequeñas patas, le cruzaba el torso del cuello a la cintura. Viva y sinuosa gracias a los movimientos de la respiración, la cicatriz estaba catalogada en mi imaginación como uno de esos parásitos que había tenido que estudiar en el colegio. Tan asumida tenía la idea de que se trataba de un ser autónomo, que a veces cerraba los ojos porque temía, aprensivamente, que el bicho le avanzara por el cuello y apareciera de pronto culebreando por la comisura de la boca.

—Quién fuera médico ahora. Qué poco se podía hacer entonces.

Lo decía el viejo evocando a todos los muertos que habían pasado por sus manos, a mi abuela, de la que todos contaban que, tendida sobre esa cama, que vio nacer y morir a tantos miembros de mi familia, rabiaba de dolor por el cáncer que la devoró, con unos gritos que se oían desde la calle. En el tiempo de mi infancia, anterior aún a todo ese cuidado que hoy se emplea para hablar a los niños, los adultos se explayaban delante de nosotros sobre el dolor de los moribundos con una exactitud impúdica y morbosa; aun así esa naturalidad con que se describía la mordedura de la muerte no hacía que la consideráramos tan cercana como para que pudiera señalar con el dedo a nuestros padres.

La muerte era una circunstancia de otro tiempo, de otro siglo, casi un cuento de fantasmas. Los fantasmas de los familiares poblaban todas las casas y, en particular, en la casa de mi abuelo, eran invocados a diario por mi tía Celia. No sé si era una peculiaridad suya o una especie de costumbre arraigada entre las mujeres solteras. Las madres cuidaban a los vivos; las solteras, a los muertos. Mi tía les llamaba, con un gran sentido de la propiedad, «mis muertos». Los retratos de sus muertos estaban colgados en el sombrío recibidor, muy a tono con el tresillo de madera y enea de la misma época de los retratados. Era ese tipo de fotos de principios del siglo xx, de gran calidad, que nos acercaban con enorme precisión la presencia de seres humanos remotos. Parecían verdaderamente fotos de fantasmas. Yo las miraba una y otra vez a la luz pobre de la bombilla, queriendo descubrir algún detalle nuevo que me uniera a esas mujeres, mi bisabuela, mi abuela, subidas a un coche de caballos, vestidas como heroínas de novela, aunque lo novelesco quedara frustrado por el gesto adusto y desconfiado de la gente de pueblo, para la que ser retratada era algo amenazante y excepcional.

A fuerza de nombrarlos mi tía conseguía que la presencia de sus muertos se sintiera por toda la casa reinando sobre todo en los que fueron sus cuartos, donde nacieron, hicieron el amor, parieron hijos y murieron con unos gritos de dolor que se escuchaban desde la calle.

Yo los sentía, a los muertos, en la cambra más que en ningún otro sitio, en la buhardilla en la que se apiñaban muebles viejos que finalmente acabarían en manos de esos anticuarios que en los setenta esquilmaron las casas de los pueblos, abusando de la ignorancia de una gente que no daba ningún valor a trastos que consideraban pasados de moda. Había baúles llenos de ropa antigua, baúles con escopetas y fotos, libros apilados por todas partes. Los objetos de los muertos olían a rancio, a alcanfor y a humedad. Mi tía dejaba a los sobrinos, nos dejaba enredar por allí a condición de que todo quedara al final en el inexistente orden en el que se encontraba. Las niñas sacábamos ropa de los baúles y nos vestíamos con aquellos trajes que casi no nos dejaban andar por el peso tremendo de las telas brocadas y medio podridas. Actuábamos como señoras de época, tal y como habíamos visto en el teatro de la tele, hablando y moviéndonos con afectación y mucha cursilería. Lo que yo de verdad hubiese deseado habría sido entregarme a aquel juego en solitario, aunque casi nunca reunía el valor. Intenté alguna vez aventurarme a subir sola a aquel cuarto, pero como ocurriera que de pronto me viese reflejada en uno de aquellos espejos amarillentos que estaban apoyados en el suelo, me entraba el terror de no ser yo la que aparecía reflejada sino el espíritu de una de aquellas muertas de las que con tanta tranquilidad de ánimo hablaba mi tía, y bajaba corriendo las escaleras, tropezándome con los faldones, jadeando, aterrada, pensando que una mano me agarraría por detrás en el último escalón y querría llevarme al territorio de los muertos. Sólo conseguía sentirme a salvo en el momento en que llegaba al comedor, donde mi tía, sentada en una silla baja al lado de la ventana, me miraba de soslayo y sin dejar de hacer ganchillo, me decía: «Te tengo dicho que no me bajes aquí esos trapos viejos.»

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