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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Drama

Lo que me queda por vivir (25 page)

BOOK: Lo que me queda por vivir
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La sala, como escenario espectral ante la pantalla: la prostituta con su chulo al fondo, la pareja de yonquis, y detrás de ellos, nosotros. Tú tan dulce, tan pequeño, con el huevo Kinder en la mano, buscando con la lengua el último resquicio de chocolate pegado en el plástico a pesar de que dices que te duele la barriga; tú tan inocente como el niño que se pierde en el bosque, pero sin estar solo como las criaturas abandonadas de los cuentos antiguos, sino con tu madre, tan perdida como tú, más perdida que tú, mucho más perdida que tú, tanto que se podría decir que es él, el niño, tú, el que, sin pretenderlo, la guía a ella, a mí, en la oscuridad. Él, tú, sin saberlo, el único motivo de esperanza para buscar la salida, la solución. Hansel y Gretel en el bosque urbano de los ochenta; madre e hijo que, a cuenta de la inmadurez de la madre, vuelven a ser los dos hermanos de la narración clásica, de los cuales sólo uno, la madre, yo, es consciente de que están perdidos.

Dijiste, «En este cine no hemos estado nunca», y yo te dije que sí, «Hemos estado, hemos estado muchas veces». Pero no reconocías los sitios agrandados por la soledad de una noche de diario, a una hora indigna de que tú estuvieras allí, dando luz a aquel vacío y a la miseria humana.

Yo pensaba, los lugares solitarios no son para los niños. Tú pensabas, esto es como estar de vacaciones pero dentro de un sueño, y sentías, una vez más, a tu madre fuerte pero ajena, sentías su compañía pero también la sospecha de que no eras el centro de su mundo. Yo pensaba, por qué le he traído aquí, no tengo cabeza. Tú pensabas, a lo mejor mañana no tengo que ir al colegio.

La película empezó y nos cogimos de la mano, lo hacíamos siempre. Te empezaste a reír casi desde el principio y yo me dejé arrastrar por la risa que te producía el payaso de Kevin Kline sacando peces de la pecera de un pobre tartamudo y comiéndoselos, diciéndole palabras de amor en italiano a Jamie Lee Curtis, una americana catedralicia, y oliéndose cada poco los sobacos. Yo no lograba entrar en el argumento pero se me contagiaban tus carcajadas algo roncas, entrecortadas, olvidadizas ya del entorno solitario y algo amenazante. Cuántas veces hemos visto esa película luego. Muchas. Y has repetido los gestos del cómico, levantando los brazos y oliéndote las axilas o imitando al pobre tartamudo que forma parte de esta ridícula banda de penosos ladrones de joyas.

Un pez llamado Wanda, en ella ya no está sólo la cara payasesca de Kevin Kline o los andares caballunos de Jamie Lee Curtis, en ella estamos nosotros tal y como éramos aquella noche, juntos, solos en el mundo y perdidos, tomados de la mano, los dos infantiles y los dos extraños en el bosque nocturno; Hansel y Gretel distanciados por la edad y la estatura, pero igualados por una vulnerabilidad, propia de la infancia en tu caso, patológica en el mío. Reías, de eso te acuerdas, reías con la risa explosiva y nerviosa de los niños, esa risa ronca que siempre traslucía un ligero constipado, unos pulmones inmaduros, reías a carcajadas, sin el pudor del adulto, sin acordarte de ti mismo ni del lugar en el que estabas, reías y todo tu cuerpo se agitaba entregado a la risa, sólo el puño seguía sin relajarse, cerrado, tozudo, sujetando el huevo Kinder.

Entonces, uno de los yonquis, el que estaba despierto, se volvió y me miró a mí, no a ti, y dijo:

—Por favor, tía, ¿podrías decirle al cabrón del niño que se calle?

Debería haberte tomado de la mano, haberte conducido hacia otro asiento o haberte llevado fuera del cine, pero no, no me moví. Tú me miraste sin comprender. Nunca habías oído esa palabra, «cabrón», referida a ti, el cabrón del niño. El niño eras tú, nadie te había llamado así nunca. Seguimos viendo la película, callados, serios al principio, pero poco a poco, sin apenas darnos cuenta, nuestras mentes volvieron a concentrarse en esa disparatada aventura por las calles de Londres y en el habla cursi y tronchante de un lord.

Mi temperamento, entonces, tendía a la temeridad por pura inconsciencia. El mío era un espíritu retrasado, inmaduro; el tuyo era lo que debía ser, el espíritu de un niño. Nuestra común inconsciencia nos hizo volver a reír. Reíamos sin hacer ruido, yo más por verte a ti que por la película. Te veía taparte la boca con las manos, conteniendo la explosión de la carcajada cada vez que Kevin Kline aparecía en escena. Era tan maravillosa aquella risa contenida. ¿Recuerdas tú eso, recuerdas la risa escapándosete entre los dedos, recuerdas todos los días siguientes en que lo estuvimos recordando? Tan seguro estabas de mí, de mi capacidad protectora o de la fuerza imbatible de nuestra unión, que debías de pensar que ni el más turbio personaje de boca mellada y alma podrida como para llamar cabrón a un niño que ríe podría con nosotros. 

Recuerdas todo, lo sé, por tantas veces en las que hemos evocado juntos aquella noche. Incluso el dolor de barriga que al día siguiente te impidió ir al colegio y cómo nos quedamos los dos hasta las diez en la cama. La vida al revés. Recuerdas tu mano pringada del chocolate del huevo Kinder y mi enfado porque el chocolate acabara también en mi vestido. Lo recuerdas o soy yo la que me he encargado de que no te olvides, de atesorar esos recuerdos en común y sacarlos a relucir en una de esas tardes perezosas en las que parece que no hay nada mejor que hacer que transitar el pasado.

Lo recuerdas pero es un recuerdo a medias. O es tu recuerdo legítimo y no debiera verse enturbiado nunca por el mío porque no hay más verdad que la que está en tu memoria.

No puedes recordar que estábamos allí porque yo no quería estar en casa cuando llamara tu padre esa noche por teléfono. No quería. Estaba huyendo. No quería dejarme embaucar y caer en la tentación de preguntarle, «Dónde estás». O aún peor, la pregunta que jamás debiera hacerse: «¿Me quieres?»

No quería preguntar, preguntar como otras veces, no quería saber dónde vivía, si estaba en un apartamento él solo, como me había dicho, o ya vivía con ella. No quería imaginar desde qué cabina me estaba llamando esa noche. La cabina a la que baja a la calle un hombre con cualquier excusa boba, a estirar las piernas, como me había dicho a mí hacía ya casi dos años. La cabina desde la que a diario engañaba ahora a su amante, de la misma manera en que me engañaba a mí cuando le permitía regresar. Dos cabinas: una en un barrio periférico, el mío; la otra, en el centro de la ciudad. Y un solo hombre enredado en engaños que ya nadie se cree pero de los que, por alguna oscura razón, es imposible zafarse.

Ya no sabía cuáles eran sus intenciones, qué quería hacer con su vida o si quería acabar lentamente con la mía. A veces pensaba que era un malvado, otras uno de esos cobardes que queriendo no hacer daño acaban provocando desgracias mayores que las que desencadenan los verdaderos malvados. Lo más probable es que no supiera qué hacer con su vida y tratara de averiguarlo fracasando conmigo una vez y otra y otra.

Y yo ya había perdido el coraje necesario para decirle, «Mira, tío, entérate de una vez, esta historia se ha terminado».

Ésa es la historia de aquella noche.

Pero de qué podría servirte a ti mi recuerdo. 

C
APÍTULO
8

LO QUE ME QUEDA POR VIVIR

Hace tres días el portero me entregó un paquete. Entre el desbarajuste que había a esas alturas en el apartamento y la ansiedad acumulada en el último mes no le presté demasiada atención. Me lo mandaba una amiga de la infancia, de la época en la que vivíamos al borde de un pantano. Aun con grandes lagunas en el tiempo nunca nos hemos dejado de ver, hemos seguido la pista de nuestras vidas y fluye entre nosotros, entre su familia y yo, una corriente de cariño muy especial. Sus padres siempre me han tratado como si no hubiera dejado de ser la niña que conocieron y me nombran con el cariñoso y repelente diminutivo con el que yo misma me presentaba entonces. Sé que están al tanto de mi trabajo, de las películas y de las series que he escrito durante estos años y viven lo que ellos llaman «éxitos» con una alegría jamás empañada por el resentimiento. Nunca me han reprochado no llamar, nunca han considerado que mi silencio o mi lejanía se debiera al olvido o a la arrogancia. Son, para mí, los perfectos habitantes del pasado: te quieren por lo que fuiste y el cariño se prolonga hasta el presente sin una sombra de resentimiento que lo atenúe. En otra ocasión hubiera abierto el paquete con una curiosidad impaciente, pero en la cabeza sólo me ha rondado estos días un pensamiento: Gabi.

La primera noticia que tuve del deambular solitario de mi hijo por la calle me la proporcionó Gloria, la mujer de mi amigo Jabato. Es una mujer prudente y sensible, así que en su primer correo trataba de advertirme, pero sin preocuparme demasiado.

He visto varias mañanas a tu chico paseando solo por la zona de San Bernardo. No le he saludado porque le vi muy abstraído. Ayer estaba leyendo, sentado en un banco, imagino que esperando a alguien.

Yo le contesté:

¿En San Bernardo? Qué raro. Le preguntaré. Se supone que a esa hora tiene clase.

Llamé a Gabi. Le pregunté. Me dijo que andaba haciendo un trabajo en la Biblioteca del Cuartel del Conde Duque. «¿Y no tienes que ir a clase?», le pregunté. «No, mami, cuando tienes que hacer un trabajo no tienes por qué ir a clase. Esto ya es la universidad.» Me contestó tranquilo pero con un deje de impaciencia. Días después, cuando imaginaba que no estaría en casa, llamé a su padre.

—¿Está yendo Gabi a clase?

—Por supuesto que sí —me dijo él—, se levanta a las ocho conmigo todas las mañanas y le dejo en la boca del metro.

Gabi se bloquea cuando le pregunto. Responde siempre educadamente, como hacía desde niño, pero se las arregla muy bien para colocar una barrera infranqueable entre la curiosidad ajena y él. Es un chico que envuelve su tremenda reserva en dulzura y es precisamente esa dulzura, una firmeza nada agresiva, la que te hace sentir de inmediato que estás penetrando en un terreno que no te incumbe. Se acostumbró, desde niño, casi desde que pueda tener memoria, a administrar la información a su conveniencia, la que decidía darle a su padre o la que me concedía a mí, y, dado que su padre y yo dejamos de hablarnos durante años, se convirtió en un experto manejando tres realidades a su antojo: la que ha vivido con su padre, la que ha vivido conmigo y esa especie de territorio infranqueable en el que ha ido acumulando sus secretos y sus verdaderas opiniones, que pocas veces expresa. No herir fue su más vieja aspiración, y ahora es el principal rasgo de su carácter. En ese no herir, en ese no protestar y mostrarse tan comprensivo con nosotros, se fue construyendo para él un espacio acotado en el que más que guardar esconde todo aquello que no está dispuesto a compartir.

Su padre, a su vez, siente que le fiscalizo si le pregunto demasiado por las costumbres del chico. Al fin y al cabo, ésta ha sido la primera vez que convive con él durante todo un curso, su primer curso en la facultad, y mis preguntas le deben de hacer sentir lo que siempre ha pensado por otra parte, que me atribuyo una especie de papel superior en la educación de nuestro hijo. En realidad, todo da igual. En cualquier conversación que mantuviéramos, la más trivial, la menos sensible, seríamos capaces de tergiversar y malinterpretar cualquier frase inocente con tal de acabar rondando la herida que después de doce años no hemos sido capaces de hacer cicatrizar.

Gloria, la mujer de Jabato, me volvió a escribir varias veces y a petición mía se le ha acercado. El chico, me dijo, se muestra encantador, como es él, siempre parece estar provisto de una buena excusa para andar por el centro de la ciudad a esas horas en que debería estar en la Complutense. No parece que le ocurra nada ni que busque nada turbio. La saluda siempre con ese gesto tan suyo de sorpresa, levantando las cejas y mostrando una cálida timidez. Muchas veces he pensado que hubiera sido más fácil enfrentarse a un adolescente brusco, tosco, malencarado. Con él, sin embargo, te enfrentas a ese muro de amabilidad con el que se protegen algunas personas muy reservadas.

Jabato, mi querido Jabato, que tan buen amigo resultó después de que fuéramos desastrosos amantes, se me ha ofrecido varias veces a seguirlo, a vigilarlo durante una mañana. No me ha parecido leal. Tal vez me equivoque, pero acceder a eso sería para mí como traicionarle, vulnerar un secreto al que, mientras esto no se manifieste como algo preocupante, tiene derecho. Al fin y al cabo, le escribí a Jabato: «¿Por qué ha de ser tan extraño que él haga lo que yo hice en tantas ocasiones? Yo también pasaba tardes perdidas por el Retiro, fumando en los bancos que dan al lago con las amigas de clase.» Sé muy bien que a quien busco tranquilizar con este razonamiento es a mí misma, porque hay algo que no me cuadra: la soledad recurrente. Imaginarlo solo, sentado solo, callejeando solo, me genera una inquietud insoportable.

Teníamos previsto volver a España el 30 de este mes, pero adelanté una semana el viaje. Me faltaba el aire sólo de pensar que algo le pudiera estar pasando. En apariencia, nada. He estado llamando dos o tres veces a la semana y hemos mantenido conversaciones rutinarias. El protocolo de siempre: doy rodeos con algunos asuntos domésticos, ¿estás bien de ropa?, ¿te llevo algo?, ¿te tomas el tratamiento de la alergia?, hasta que llego al asunto que verdaderamente me preocupa. Así han sido siempre mis interrogatorios desde que empezó el colegio. Le hago una, dos, tres preguntas banales, y a la cuarta, en la que empiezo a inquirir sobre lo que me interesa, siento que él, delicado pero firme, me señala el límite.

Imagino que ha sido un niño feliz y tranquilo, porque así se ha manifestado, pero también sé que, de haber tenido algún problema, de haberse sentido acosado u ofendido por alguien, hubiera sido incapaz de expresarlo. Siempre acudí a los encuentros con sus maestras algo asustada, temiendo que me confirmaran esa vulnerabilidad que siempre he presentido en él. Ellas me respondían con ironía: no, no suele ser el objetivo de los chulos ni de las bromas hirientes, es un espíritu tranquilo que se las arregla para contagiar su bonhomía, no despierta agresividad como otros niños frágiles.

Durante este curso no he querido molestar con mis llamadas, ni a él ni a su padre. No hay razón que justifique el que una madre llame a su hijo de diecisiete años todas las noches. En el país en el que he vivido un año esa insistencia materna parecería patológica. «Hay que relajar las obsesiones», me suele decir mi marido refiriéndose a esta obsesión en concreto, que fue tan poderosa como para impedirnos durante años vivir temporadas fuera de España como él hubiera querido. Tantas veces me repetía entonces, cuando Gabi tenía diez o doce años: «Actúas como si se tratara de un cariño que estuviera en cuestión y es ridículo, nadie va a robarte nada, no conozco a un hijo que quiera más a su madre.» Pero sólo cuando cumplió los diecisiete acepté alejarme de él, vivir esta especie de «independencia» a la inversa.

BOOK: Lo que me queda por vivir
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