Lo que no te mata te hace más fuerte (39 page)

Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online

Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
4.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso no es asunto tuyo.

—Así que no es tu hijo…

—No lo conozco.

—¿Y por qué le ayudas?

Lisbeth dudó.

—Tenemos enemigos comunes —explicó, y entonces el joven, con cierta desgana y no pocas dificultades, se quitó su jersey de cuello de pico mientras conducía con la mano izquierda.

Luego se desabotonó la camisa, se desprendió de ella y se la dio a Lisbeth, quien con sumo cuidado empezó a enrollársela alrededor del hombro sin quitarle los ojos de encima a August. El niño permanecía extrañamente inmóvil, con un inexpresivo gesto y la mirada puesta en sus delgadas piernas; y entonces Lisbeth se preguntó de nuevo qué era lo que debía hacer.

Una opción sería, por supuesto, refugiarse en su casa, en Fiskargatan. Nadie, excepto Mikael Blomkvist, conocía la dirección, y además su nombre no se podía rastrear porque no figuraba en ningún registro oficial. Pero no quería correr riesgos. No hacía mucho que había sido presentada ante todo el país como una loca, y en este caso estaba claro que el enemigo tenía una gran habilidad para obtener información.

Tampoco resultaba del todo improbable que alguien la hubiera reconocido en Sveavägen y que la policía ya estuviera removiendo cielo y tierra para dar con ella. Necesitaba un nuevo escondite, un sitio que no se pudiera relacionar con ninguna de sus identidades, y para eso requería ayuda. Pero ¿de quién? ¿De Holger?

Holger Palmgren, su antiguo tutor, se había recuperado casi por completo de su derrame cerebral, y ahora vivía en un apartamento de Liljeholmstorget. Holger era la única persona que de verdad la conocía. Él sería leal sin lugar a dudas y haría todo lo que estuviera en su mano para ayudarla. Pero también era un hombre ya muy mayor y nervioso, y no quería involucrarlo. Excepto en caso de extrema necesidad.

Luego, por supuesto, estaba Mikael Blomkvist, y lo cierto era que se trataba de un buen tío. Sin embargo no le apetecía volver a contactar con él, quizá justo por eso, porque era un buen tío. Siempre tan condenadamente legal, y tan correcto, y todo ese rollo. Pero, joder, tampoco iba a reprochárselo, ¿no? Si acaso sólo un poco. Al final, le llamó. Y él contestó tras el primer tono; sonaba nervioso y acelerado.

—Hola, Lisbeth. ¡Qué alivio oír tu voz! ¿Qué ha pasado?

—Ahora no puedo hablar.

—Dicen que estáis heridos. Aquí hay sangre.

—El chico está perfectamente.

—¿Y tú?

—Bien.

—Así que te han dado.

—Espera un momento, Blomkvist.

Miró por la ventana y pudo constatar que ya estaban justo al lado de Västerbron. Se dirigió al joven conductor.

—Para ahí, en la parada de autobús.

—¿Os vais a bajar?

—«Tú» eres el que se va a bajar. Me vas a dar tu teléfono y me vas a esperar fuera mientras yo termino de hablar. ¿Lo has entendido?

—Sí, sí.

La observó asustado. Le dio el móvil y, tras detener el coche, se apeó. Lisbeth retomó la conversación con Mikael.

—¿Qué está pasando? —preguntó él.

—No te preocupes por eso —dijo ella—. Quiero que a partir de ahora lleves siempre contigo un teléfono Android, un Samsung, por ejemplo. ¿Tenéis alguno en la redacción?

—Sí, creo que sí.

—Bien, entra luego en Google Play y descárgate la aplicación RedPhone y también una que se llama Threema para sms. Es para comunicarnos con seguridad.

—De acuerdo.

—Y si eres tan torpe como creo que eres y le pides a alguien que te ayude, que la persona que lo haga permanezca en el anonimato. No quiero puntos débiles.

—Vale.

—Además…

—¿Sí?

—Ese teléfono sólo debe usarse en caso de emergencia. Para todo lo demás, nuestra comunicación se hará a través de un enlace especial que tendrás en tu ordenador. Necesito que tú, o la persona que no sea tan torpe como tú, entre en «www.pgpi.org» y descargue un programa de criptografía para tu correo. Quiero que lo hagáis ya, y que luego busquéis un escondite seguro para el niño y para mí que no se pueda relacionar con
Millennium
o contigo, y que me enviéis la dirección en un correo cifrado.

—Lisbeth, no es tu trabajo proteger al niño.

—No me fío de la policía.

—Entonces buscaremos a alguien de quien te fíes. El chico es autista y tiene necesidades especiales. No creo que tú debas asumir la responsabilidad por él, sobre todo si estás herida…

—¿Vas a seguir diciendo gilipolleces o me vas a ayudar?

—Te voy a ayudar, claro.

—Bien. Mira en
El cajón de Lisbeth
dentro de cinco minutos. Te daré más información allí. Luego lo borras.

—Lisbeth, escúchame: tienes que ir a un hospital. Tienen que atenderte. Puedo adivinar por tu voz que…

Lisbeth colgó y llamó al chico, que estaba esperando en la parada del autobús. Acto seguido, sacó su portátil y, con la ayuda de su móvil, entró en el ordenador de Mikael. Le escribió una serie de instrucciones para que realizara la descarga y la instalación del programa criptográfico.

A continuación le dijo al joven que la llevara a la plaza de Mosebacke. Era un riesgo. Pero no veía otra solución. La ciudad se volvía cada vez más borrosa.

Mikael Blomkvist maldijo en silencio. Estaba en Sveavägen, no muy lejos de aquel cuerpo sin vida que se hallaba dentro del acordonamiento que en esos momentos estaban realizando los agentes de la policía de orden público, que habían sido los primeros en acudir al lugar. Desde que recibió la primera llamada de Lisbeth, Mikael se lanzó a una febril actividad. Se metió en un taxi deprisa y corriendo, y durante el trayecto hizo todo lo posible para impedir que el niño y el director del centro salieran a la calle.

Lo único que logró fue contactar con una empleada del centro, una mujer llamada Birgitta Lindgren, que, tras salir corriendo hacia la escalera, vio cómo su colega y jefe se desplomaba frente al portal con una herida mortal de bala en la cabeza. Diez minutos más tarde, cuando Mikael llegó, Birgitta Lindgren estaba fuera de sí, pero a pesar de eso ella y otra mujer que se llamaba Ulrika Franzén y que iba de camino a la editorial Albert Bonniers, situada un poco más arriba en la misma calle, pudieron dar cuenta de lo acontecido con bastante exactitud.

De modo que antes de que Lisbeth volviera a llamarlo, Mikael ya sabía que su amiga había salvado la vida de August Balder. Se había enterado de que los dos se habían metido en un vehículo conducido por un joven que tal vez no se mostrara muy dispuesto a ayudarlos, máxime cuando habían disparado contra su coche. Pero Mikael había visto la sangre sobre la acera y la calzada, y aunque ahora, después de la última llamada, se sentía un poco más tranquilo, seguía estando profundamente preocupado. Lisbeth se le antojó extenuada y, aun así, se había mostrado obstinada a más no poder, algo que a decir verdad no le sorprendió lo más mínimo.

A pesar de que, con toda probabilidad, tenía una herida de bala, quería encargarse ella misma de proteger y ocultar al niño, una reacción tal vez comprensible considerando su pasado. Pero ¿debían en realidad él y la revista apoyarla en esa empresa? Su intervención en Sveavägen, por muy heroica que hubiera sido, se consideraría secuestro en términos estrictamente jurídicos. Ahí no podía ayudarla. Ya tenía bastantes problemas con los medios de comunicación y con el fiscal.

Claro que, por otra parte, se trataba de Lisbeth y se lo había prometido. ¡Joder, por descontado que le echaría un cable!, aunque seguro que Erika se subiría por las paredes y Dios sabía qué más podría ocurrir. Inspiró con intensidad mientras cogía su móvil. Sin embargo, no le dio tiempo a marcar ningún número: a su espalda oyó una voz que le resultaba familiar. Era Jan Bublanski. Avanzaba apresurado por la acera como si estuviera a punto de sufrir un ataque de nervios. A su lado iban la inspectora Sonja Modig y un hombre alto y atlético de unos cincuenta años que debía de ser el catedrático de neurología del que Lisbeth le había hablado por teléfono.

—¿Dónde está el chico? —jadeó Bublanski.

—Ha desaparecido en dirección norte en un Volvo rojo. Alguien le ha salvado la vida.

—¿Quién?

—Ahora os cuento lo que sé —dijo Mikael sin saber muy bien qué era lo que debía contar y qué no—. Pero antes debo hacer una llamada.

—No, no, primero habla con nosotros. Tenemos que emitir una alerta a escala nacional.

—Pregúntale a aquella mujer de allí, se llama Ulrika Franzén. Ella sabe más. Lo ha visto todo e incluso ha dado algunos detalles del autor de los disparos. Yo no he llegado hasta unos diez minutos después.

—¿Y el que ha salvado al niño?

—Querrás decir «la» que le ha salvado. Ulrika Franzén también puede describírterla. Pero ahora debes perdonarme, es que tengo que…

—¿Cómo es posible, para empezar, que supieras que aquí iba a pasar algo? —le espetó Sonja Modig con un inesperado cabreo—. Han dicho por la radio que llamaste a emergencias para avisarlos mucho antes de que se produjera un solo tiro.

—Me dieron un soplo.

—¿Quién?

Mikael inspiró de nuevo mientras miraba a los ojos de Sonja Modig y hacía acopio de toda su firmeza.

—Al margen de lo que pongan los periódicos hoy, quiero dejar claro que estoy dispuesto a colaborar con vosotros de todas las maneras posibles. Espero que lo sepáis.

—Siempre he confiado en ti, Mikael. Pero por primera vez debo admitir que empiezo a tener mis dudas —contestó Sonja Modig.

—Vale, lo respeto. Pero entonces debéis respetar que
yo
tampoco me fíe de
vosotros
. Existe una filtración muy grave, os habéis dado cuenta, ¿no? Si no, esto no habría ocurrido —sentenció señalando el cuerpo sin vida de Torkel Lindén.

—Es verdad. Eso es gravísimo —terció Bublanski.

—Bueno, voy a hacer esa llamada —dijo Mikael mientras se alejaba calle arriba para poder hablar con más intimidad.

Sin embargo no llegó a realizarla. Pensó que ya era hora de tomarse la seguridad en serio, y por eso comunicó a Bublanski y a Modig que, lamentándolo mucho, tenía que ir de inmediato a la redacción, pero que, por supuesto, estaba a su entera disposición cuando lo necesitaran. Y entonces Sonja Modig, para su propio asombro, lo agarró del brazo.

—Primero exijo que nos digas cómo te enteraste de que iba a pasar algo —insistió con voz severa.

—Me temo que no me queda otro remedio que remitirme a la protección de fuentes —contestó Mikael sonriendo con cierto agobio.

A continuación paró un taxi y se marchó a la redacción, absorto en sus pensamientos. Hacía ya un tiempo que, para las soluciones informáticas más complejas,
Millennium
había contratado a la empresa de consultoría Tech Source, un grupo de chicas jóvenes que solían echarles una mano con presteza y eficacia. Aunque no deseaba involucrarlas. Tampoco quería implicar a Christer Malm, que era el que más controlaba allí en temas de informática. Pensó entonces en Andrei. Él ya estaba metido en la historia y era un hacha con los ordenadores. Mikael decidió pedírselo mientras se prometía que lucharía para que el chico tuviera un contrato fijo si Erika y él podían desenmarañar todo ese embrollo en el que se hallaban metidos.

La mañana de Erika estaba siendo una pesadilla. Pero la culpa no la tenían los acontecimientos de Sveavägen, sino ese condenado teletipo de la TT que, en cierto modo, no era más que una continuación de la campaña de acoso que estaba sufriendo Mikael. De nuevo esas almas envidiosas y mezquinas habían salido a la superficie para vomitar su bilis en Twitter, en correos electrónicos y en los espacios de comentarios de la web. En esta ocasión también el populacho racista se subió al carro, debido, naturalmente, a que la revista, desde hacía ya muchos años, había adquirido un profundo compromiso contra cualquier forma de xenofobia y racismo.

Lo peor, sin embargo, fue que a todos se les hizo mucho más difícil realizar su trabajo. De pronto la gente parecía bastante menos inclinada a facilitarles información. Además, corría el rumor de que el fiscal jefe, Richard Ekström, estaba preparando un registro domiciliario en
Millennium
. Erika Berger no se lo creía. Un registro domiciliario en la redacción de un periódico o una revista era un asunto muy serio, sobre todo si se atendía a la ley de protección de fuentes.

Pero coincidía con Christer Malm en que el ambiente se había vuelto tan hostil que incluso a juristas y a gente en general sensata se les podría ocurrir hacer tonterías como ésa. Erika estaba reflexionando sobre el tipo de contraataque al que podrían recurrir en caso de que fuera necesario cuando Mikael apareció en las oficinas. Para su gran sorpresa, no acudió a hablar con ella. Fue directo a buscar a Andrei Zander y se lo llevó al despacho de Erika. Unos minutos después, ella se reunió con ellos.

Cuando entró, Andrei parecía tenso y concentrado. Erika oyó las siglas «PGP». Sabía lo que era gracias a un curso que había realizado sobre seguridad informática. Advirtió que Andrei estaba anotando algo en un cuaderno. Luego éste, sin siquiera mirarla, se levantó, salió del despacho y se acercó a la mesa donde se encontraba el portátil de Mikael.

—¿Qué os traéis entre manos? —quiso saber ella.

Mikael se lo contó con voz susurrante, pero Erika no se lo tomó con mucha calma. Apenas fue capaz de asimilarlo; Mikael tuvo que repetir ciertos detalles varias veces.

—¿Y lo que quieres es que yo les encuentre un escondite? —preguntó.

—Siento involucrarte en esto, Erika —respondió él—. Pero no sé de nadie que conozca a tanta gente con casas de campo como tú.

—No lo sé, Mikael. La verdad es que no lo sé.

—No podemos dejarlos en la estacada, Erika. A Lisbeth le han pegado un tiro y está herida. Es una situación desesperada.

—Si está herida debe ir a un hospital.

—Ya, pero se niega a hacerlo. Quiere proteger al niño a toda costa.

—Para que él pueda dibujar al asesino con tranquilidad.

—Sí.

—Supone una responsabilidad demasiado grande, Mikael. Y también un riesgo demasiado grande. Si les pasa algo acabará salpicándonos a nosotros, y eso sería el fin de la revista. No debemos dedicarnos a la protección de testigos, no es nuestra misión. Es un asunto policial, no hay más que pensar en la cantidad de cuestiones no sólo legales sino también psicológicas que esos dibujos podrían plantear. Tenemos que buscar otra solución.

Other books

Sweet Dreams by Massimo Gramellini
Prime Time Pitcher by Matt Christopher
Firefly by Severo Sarduy
Ember by Kristen Callihan
The Vatican Rip by Jonathan Gash
Sea Glass Cottage by Vickie McKeehan
Collected Stories by Gabriel García Márquez, Gregory Rabassa, J.S. Bernstein