Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
—¿Qué pasó?
—Estaba durmiendo, tirado en un escondrijo de un edificio abandonado y con peor pinta que nunca. Y cuando abrió los ojos y miró a su alrededor, vio ante él un ángel entre la amarillenta luz de aquel lugar.
—¿Un ángel?
—Eso fue lo que me dijo: un ángel. Quizá fuera en parte por el contraste que había con todo lo de allí dentro: jeringuillas, restos de comida, cucarachas y no sé qué más porquería. Me contó que no había visto a una mujer más bella en toda su vida. Que apenas fue capaz de sostenerle la mirada y que pensó que se iba a morir. Al parecer, una enorme y fatídica solemnidad se apoderó de él. Pero la mujer le comentó, como si fuese lo más normal del mundo, que ella lo haría rico y feliz. Y mantuvo su promesa, si lo entendí bien. Ella le dio una nueva dentadura, lo ingresó en un centro de rehabilitación y se aseguró de que estudiara ingeniería informática.
—Y desde entonces
hackea
ordenadores y roba para esa mujer y su organización.
—Algo así. Se convirtió en una persona nueva. O puede que no del todo: en muchos sentidos sigue siendo el mismo chorizo andrajoso de siempre. Pero ya no toma drogas, dice, y dedica todo su tiempo libre a mantenerse al día en tecnología. Encuentra muchas cosas en Darknet y afirma que está forrado.
—¿Y esa mujer? ¿No te comentó nada más sobre ella?
—No, por lo que a ella respecta se mostró enormemente discreto. Se expresaba de una forma tan vaga y con tanta reverencia que, por un momento, me pregunté si no habría sido producto de su fantasía o una alucinación. Pero creo que existe. Cuando habló de ella advertí un verdadero terror físico en el aire. Me dijo que prefería morir antes que traicionarla, y luego me enseñó una cruz patriarcal rusa de oro que ella le había regalado. Ya sabes, una cruz de esas que, aparte de un segundo brazo horizontal, tienen una barra oblicua en la parte inferior que apunta tanto hacia arriba como hacia abajo. Me contó que hacía referencia al Evangelio de san Lucas, en concreto a los dos ladrones que fueron crucificados junto a Jesucristo. Uno de ellos cree en él y llega al cielo. El otro se burla de él y se precipita al infierno.
—¿Y eso era lo que os esperaba si la traicionabais?
—Sí, más o menos.
—¿Así que ella se veía como Jesucristo?
—No creo que la cruz tuviera nada que ver con el cristianismo; el objetivo era transmitirme el mensaje.
—Lealtad o los tormentos del infierno.
—Algo así.
—Y a pesar de eso, aquí estás, Arvid, yéndote de la lengua.
—No he visto otra alternativa.
—Espero que te pagaran bien.
—Bueno, pues sí…, bastante bien.
—Y luego la tecnología de Balder se vendió a Solifon, y de ahí a Truegames.
—Sí, pero ahora que lo pienso no lo entiendo…
—¿Qué es lo que no entiendes?
—¿Cómo has podido saberlo?
—Fuiste lo suficientemente torpe como para mandarle un correo a Eckerwald a Solifon, ¿no te acuerdas?
—Pero no escribí nada que pudiera dar a entender que había vendido la tecnología. Tuve mucho cuidado en cómo lo formulaba.
—Lo que pusiste me bastó —dijo ella levantándose. Y entonces fue como si todo el cuerpo de Arvid se desplomara.
—Y oye, ¿ahora qué? ¿Vas a mantener mi nombre apartado de esto?
—Reza para que así sea —contestó ella alejándose en dirección a Odenplan con pasos decididos y apresurados.
El teléfono de Jan Bublanski sonó mientras éste bajaba por la escalera del inmueble de Torsgatan. Se trataba del profesor Edelman. Bublanski llevaba queriendo hablar con él desde el mismo momento en que había comprendido que August Balder era realmente un
savant
. Bublanski había advertido, gracias a Internet, que siempre que se trataba el tema se citaba a dos autoridades suecas: la catedrática Lena Ek, de la Universidad de Lund, y Charles Edelman, del Instituto Karolinska. Sin embargo, no había podido contactar con ninguno de los dos antes de marcharse a la casa de Hanna Balder. Ahora Charles Edelman, sinceramente conmocionado, devolvía la llamada. Se hallaba en Budapest, explicó, en un congreso sobre capacidad mnemotécnica. Acababa de llegar y no había visto la noticia de la muerte de Frans Balder hasta hacía un instante, en la CNN.
—Si no, por supuesto, me habría puesto en contacto con usted de inmediato —aclaró.
—¿Qué quiere decir? No le entiendo…
—Es que Frans Balder me llamó anoche.
Bublanski se sobresaltó, programado como estaba a reaccionar a todas las casualidades.
—¿Y por qué llamó?
—Quería hablarme de su hijo y su talento.
—¿Le conocía usted?
—No, en absoluto. Se puso en contacto conmigo porque estaba preocupado por el niño, y me quedé bastante sorprendido.
—¿Por qué?
—Por ser precisamente Frans Balder. Para nosotros los neurólogos es algo así como un punto de referencia. Solemos decir que él, al igual que nosotros, aspira a conocer mejor el cerebro. Con la única diferencia de que él, además, quiere construir uno nuevo y mejorarlo.
—Sí, eso tengo entendido.
—Pero sobre todo porque había oído que se trataba de una persona muy introvertida y difícil. Como si él también fuera una máquina, tan sólo un montón de circuitos lógicos, se comentaba en alguna ocasión en broma. Aunque conmigo se mostró enormemente emotivo, cosa que, para ser sincero, me conmovió. Era…, no sé, como si usted viese a su agente más duro llorar, y recuerdo que pensé que debía de haber pasado algo más, algo más aparte de aquello de lo que estuvimos hablando.
—Una observación muy correcta: acababa de saber que su vida corría un grave peligro, que querían atentar contra él —explicó Bublanski.
—Pero también tenía motivos para estar excitado, porque, al parecer, los dibujos de su hijo eran de una categoría fuera de serie, y eso es algo muy pero que muy poco frecuente a su edad, incluso entre los
savants
, sobre todo cuando se combina con unas extraordinarias habilidades matemáticas.
—¿Matemáticas también?
—Sí. Según Balder, el niño también estaba dotado para las matemáticas, y ése es un tema del que podría hablar largo y tendido.
—¿Por qué?
—Es cierto que por una parte me quedé muy sorprendido, aunque por la otra quizá no tanto: hoy en día sabemos que el factor genético también influye en los
savants
, y aquí tenemos a un padre que es una leyenda gracias a sus avanzados algoritmos. Pero lo extraño es que…
—¿Sí?
—El talento artístico y el numérico no suelen combinarse en estos niños.
—Eso es lo bonito de la vida, ¿no?, que de vez en cuando nos da motivos para asombrarnos —reflexionó Bublanski.
—Eso es verdad, señor comisario… Y dígame, ¿hay algo en lo que yo pueda ayudar?
A Bublanski le vino a la memoria todo lo que había acontecido en la casa de Saltsjöbaden y decidió que era mejor ser cauto con lo que contaba.
—Por ahora creo que es suficiente con que le diga que necesitamos su ayuda y sus conocimientos con bastante urgencia.
—El chico fue testigo del crimen, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Y ahora quieren que yo intente convencerle de que dibuje lo que vio?
—No me gustaría comentar eso ahora.
Charles Edelman estaba junto a la recepción del hotel Boscolo de Budapest, no muy lejos del resplandeciente Danubio. El sitio recordaba un poco a una ópera: grandioso, con altos techos y con cúpulas y pilares de estilo clásico. Había soñado con esa semana de congreso en esa ciudad, con sus cenas y sus conferencias. Pero ahora, tras recomendar al comisario que hablara con su joven colega Martin Wolgers, torció el gesto y se pasó la mano por el pelo.
—Me temo que no le voy a poder ayudar en persona. Mañana tengo que dar una conferencia muy importante —le había dicho al comisario, lo cual era cierto.
Llevaba semanas preparándola, porque sabía que entraría en polémica con varias autoridades del campo de la investigación sobre la memoria. Pero cuando colgó y, por pura casualidad, intercambió una mirada con Lena Ek —que pasó ante él apresurada y con un sándwich en la mano—, empezó a arrepentirse. Incluso tuvo envidia de su joven colega Martin, que ni siquiera había cumplido los treinta y cinco y siempre salía tan descaradamente bien en las fotos, y que, además, comenzaba también a hacerse un nombre.
Era verdad que Charles Edelman no había entendido del todo lo que había ocurrido. El comisario se había expresado de forma algo críptica —tal vez tuviera miedo de que la llamada fuera interceptada—, aunque no resultó difícil hacerse una idea general: el chico era un dibujante extraordinario y testigo de un asesinato. Sólo podía significar una cosa, ¿no? Y cuanto más pensaba Edelman en ello más se iba amargando por no estar allí. Conferencias importantes habría muchas en su vida, pero participar en la investigación de un asesinato de ese nivel…, una oportunidad así no se repetiría nunca. Lo viera como lo viese, esa misión que de modo tan despreocupado había dejado en manos de Martin sería, sin duda, mucho más interesante que cualquiera de las cosas que le pudieran pasar en Budapest. Y además, ¿quién sabía?, hasta era posible también que le reportara cierta fama.
Ya se imaginaba los titulares:
Prestigioso neurólogo ayuda a la policía a resolver el asesinato
o todavía mejor:
La investigación de Edelman supuso un avance decisivo en la caza del asesino.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido de decir que no? ¡Qué idiota! Cogió su móvil y volvió a marcar el número de Jan Bublanski.
Jan Bublanski colgó. Sonja Modig y él habían encontrado un sitio para aparcar el coche no muy lejos de la Biblioteca Municipal de Estocolmo y acababan de cruzar la calle. De nuevo hacía un tiempo horrible, y Bublanski tenía las manos congeladas.
—¿Ha cambiado de opinión? —preguntó Sonja.
—Sí, pasa de su conferencia.
—¿Y cuándo podría estar aquí?
—Lo está mirando. Como muy tarde, mañana por la mañana.
Se dirigían a Sveavägen, al Centro Oden, para hablar con su director, Torkel Lindén. En realidad, el encuentro no debería tratar más que de las circunstancias idóneas que facilitarían el testimonio de August Balder; al menos, según la opinión de Jan Bublanski. Y aunque Torkel Lindén aún no sabía nada acerca del verdadero motivo de su visita, había adoptado una actitud extrañamente negativa por teléfono insistiendo en que en esos momentos no había que molestar al niño «bajo ningún concepto». Bublanski había percibido una hostilidad instintiva y había caído en el estúpido error de mostrarse —él también— igual de antipático. No fue un comienzo muy prometedor.
Resultó que Torkel Lindén no era la persona grande y corpulenta que Bublanski esperaba. Todo lo contrario: Lindén no debía de medir más de un metro y medio de alto. Tenía un pelo negro —posiblemente teñido— y corto, y los labios muy apretados, lo que reforzaba esa impresión de rigidez que transmitía. Llevaba vaqueros negros y un jersey de cuello vuelto, también negro, y alrededor del cuello una cadena con una pequeña cruz. Parecía un cura, y no cabía ninguna duda de que la hostilidad era auténtica.
Sus ojos irradiaban altivez, y eso provocó que Bublanski tomara conciencia de su condición judía; era algo que le pasaba a menudo cuando se topaba con ese tipo de antipatías. Lo más seguro es que la mirada de ese hombre también fuera una manifestación de poder moral. Torkel Lindén quería mostrar que era superior moralmente porque anteponía la salud mental del niño a todo lo demás y no se prestaba a utilizarlo con fines policiales. Bublanski no vio otra salida que iniciar la conversación recurriendo a la máxima cordialidad de la que era capaz:
—Encantado —dijo.
—¿Ah, sí? —preguntó Torkel Lindén.
—Sí, encantado de conocerle. Y muy amable de su parte que nos haya recibido de forma tan precipitada. Me gustaría insistir en que ni se nos ocurriría entrometernos de esta manera si no fuera porque consideramos que el asunto es de suma prioridad.
—Supongo que quieren ustedes interrogar al niño.
—No exactamente —continuó Bublanski, esta vez no con tanta cordialidad—. Lo que deseábamos era más bien… Bueno, antes de nada quiero subrayar la importancia de que esto quede entre nosotros. Es una cuestión de seguridad.
—Aquí la confidencialidad se da por descontada. Aquí no hay filtraciones —dijo Torkel Lindén, como si insinuara que en la policía sí las había.
—Sólo quiero asegurarme de que el niño está a salvo —respondió Bublanski tirante.
—¿De modo que ésa es su prioridad?
—Sí, la verdad es que sí —contestó el comisario más tirante todavía—, y por eso vuelvo a insistir en que nada de lo que yo diga puede difundirse de ninguna forma, sobre todo por correo electrónico o por teléfono. ¿Podemos hablar en algún sitio más apartado?
A Sonja Modig no le gustaba mucho el centro. Aunque seguro que se había dejado influir por un llanto: no muy lejos de donde se hallaban una niña pequeña lloraba con constancia y desesperación. Se habían sentado en una habitación que olía a detergente y también, vagamente, a otra cosa, quizá restos de un olor a incienso que se había quedado flotando en el aire. De una pared colgaba una cruz, mientras que en el suelo había tirado un viejo y desgastado osito de peluche marrón. Por lo demás, pocas comodidades y escasos elementos decorativos que hiciera el espacio más acogedor. El en otras ocasiones buenhumorado comisario Bublanski estaba a punto de estallar, motivo por el que Sonja Modig asumió el mando para informar al director del centro, con calma y objetividad, de lo que había pasado.
—Tenemos entendido —continuó ella— que su colaborador, el psicólogo Einar Forsberg, ha dicho que August no debe dibujar.
—Ésa es su estimación profesional, sí, y yo la comparto: dibujar no le beneficia en absoluto —contestó Torkel Lindén.
—Claro, pero también se puede decir que en estos momentos es difícil que se encuentre bien, teniendo en cuenta las circunstancias: ha sido testigo del asesinato de su padre.
—Pues entonces no empeoremos las cosas, ¿no le parece?
—Es verdad. Pero ese dibujo que el psicólogo no le dejó terminar puede producir un avance decisivo en la investigación, por lo que me temo que debemos insistir en ese punto. Vamos a asegurarnos de que haya personas cualificadas presentes.