Lo que no te mata te hace más fuerte (54 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Garabateó la ecuación en un papel que había sobre la mesita de noche. August, no obstante, dio la impresión de que no captaba nada, y entonces Lisbeth se acordó de nuevo de aquellos gemelos autistas del libro. Podían, de alguna misteriosa manera, encontrar grandes números primos y, sin embargo, ser incapaces de realizar ni las más simples ecuaciones. Quizá a August le sucediera lo mismo. Quizá fuera más una calculadora que un auténtico talento matemático, aunque eso a ella, en ese momento, le daba igual, pues las heridas le volvían a doler y necesitaba dormir. Necesitaba alejar todos aquellos viejos demonios de su infancia que se habían despertado en su interior a causa del niño.

Pasaba de la medianoche cuando Mikael Blomkvist llegó a casa y, a pesar de que estaba hecho polvo y de que tenía que madrugar mucho, se sentó de inmediato frente al ordenador para buscar en Google a Edwin Needham: aparecieron unas cuantas personas en el mundo con ese nombre; entre otras, un exitoso jugador de rugbi que, tras ganarle la batalla a una leucemia, había vuelto, triunfante, a la competición.

También había un Edwin Needham que, al parecer, era un experto en purificar agua, y otro cuyo talento se manifestaba en la facilidad que tenía para colarse en fiestas en las que acababa fotografiado poniendo cara de tonto. Pero ninguno que encajara en el perfil de alguien que podría haber participado en revelar la verdadera identidad de Wasp para luego acusarla de un delito. Existía, en cambio, un Edwin Needham doctor en ingeniería informática por el MIT, lo que le cuadraba más, aunque no estaba muy convencido de que fuera él. Era cierto que se hallaba al mando de Safeline, una empresa líder en la protección de ordenadores contra virus informáticos que, sin duda, se interesaría por llevar a los
hackers
a los tribunales. Pero lo que ese Ed comentaba en las entrevistas sólo se refería a cuotas de mercado y a nuevos productos. Ni una palabra se elevaba por encima de la típica charla de un vendedor, ni siquiera cuando se le ofreció la oportunidad de hablar de lo que hacía en su tiempo libre: jugar a los bolos y pescar con mosca. Le encantaba la naturaleza, decía, le encantaba competir… Lo más peligroso de lo que parecía capaz era aburrir a la gente hasta la muerte.

Había una foto de él en la que se le veía, con una amplia sonrisa y el pecho descubierto, levantando un gran salmón; instantáneas como ésa las había a docenas en el mundillo de la pesca. Todo resultaba tan convencional… Quizá por ello, Mikael empezó a preguntarse si ofrecer esa imagen tediosa y anodina no sería, precisamente, intencionado. Leyó otra vez el material, y una sensación de hallarse ante algo artificial o ante una fachada se apoderó de él. Poco a poco se fue convenciendo: era su hombre. ¿No olía eso a servicio de inteligencia? Tuvo el presentimiento de que tras todo aquello se escondían la NSA o la CIA. Volvió a mirar la foto y creyó apreciar un detalle bien distinto.

Le pareció ver a un tipo duro que sólo fingía. Había algo imperturbable en la posición de sus piernas y en su burlona forma de sonreír a la cámara; o al menos ésa fue su impresión. Y de nuevo pensó en Lisbeth. Se preguntó si debería mencionarle algo. Pero no existían motivos para preocuparla ahora, sobre todo porque en realidad no había nada seguro. Así que optó por meterse bajo las sábanas: necesitaba dormir unas horas para tener la cabeza un poco despejada cuando fuera a entrevistarse con Ed Needham. Pensativo, se lavó los dientes, se quitó la ropa y se acostó, momento en el que se dio cuenta de que estaba exhausto. Se entregó al sueño de inmediato, y soñó que el río adonde había ido a pescar Ed Needham lo arrastraba hasta casi ahogarlo. Después sólo le quedaría la vaga imagen de haber avanzado reptando por el fondo del río entre aleteantes salmones que le azotaban con sus colas. No consiguió dormir mucho. Se despertó sobresaltado con la idea de haber pasado algo por alto. Dirigió entonces la mirada a su teléfono, que estaba en la mesita de noche, y se acordó de Andrei, que había permanecido todas esas horas en su subconsciente.

Linda había cerrado la puerta con doble cerrojo, algo que en absoluto resultaba extraño. Era evidente que, una mujer con su pasado no se podía permitir tomarse la seguridad a la ligera. Sin embargo, una leve zozobra invadió a Andrei. Tal vez se debiera al apartamento, se dijo; no se parecía en nada a lo que él había imaginado. ¿De verdad era ésa la casa de una amiga?

La cama era ancha, aunque no muy larga, y tenía una rejilla de acero en el cabecero y otra a los pies. La colcha negra que la cubría le hizo pensar en una camilla o en una tumba. No le gustaban nada los cuadros que colgaban de las paredes: consistían, casi todos, en fotografías enmarcadas en las que se veía a hombres con armas. En general, un aire desangelado y frío impregnaba toda la estancia. Nadie diría que ahí vivía una buena persona.

Claro que, por otra parte, seguro que lo estaba exagerando todo debido a su nerviosismo. Quizá estuviera buscando una excusa para huir. Un hombre siempre quiere escapar del objeto de su amor; ¿no había dicho Oscar Wilde algo así? Contempló a Linda. Nunca había visto a una mujer con una belleza tan hechizante, y eso, ya de por sí, resultaba sin duda lo suficientemente amedrentador. Por si fuera poco, ella se le acercó con aquel ceñido vestido azul, que resaltaba sus curvas, y le preguntó, como si le hubiese leído el pensamiento:

—¿Quieres marcharte, Andrei?

—Es que tengo muchísimo que hacer.

—Lo entiendo —respondió, y lo besó—. Pues si es así, deberías volver a casa.

—Quizá sea lo mejor —dijo él mientras ella le presionaba con su cuerpo. Y lo besó de nuevo con tanta intensidad que Andrei ya no fue capaz de oponer resistencia.

Le correspondió agarrándola por las caderas, y entonces ella lo empujó. Lo hizo con tanta fuerza que Andrei se tambaleó y cayó de espaldas sobre la cama, y por un instante se asustó. Pero cuando la miró, ella seguía sonriendo con la misma ternura que antes y él comprendió que aquello no era más que la lúdica agresividad del amor. Linda lo deseaba realmente. Quería hacerle el amor, allí y ahora, así que dejó que se sentara a horcajadas sobre su cuerpo, que le desabotonara la camisa y le pasara las uñas por el abdomen mientras sus ojos brillaban con un intenso y ardoroso fulgor y sus grandes pechos se elevaban por debajo del vestido. Tenía la boca abierta. Un hilo de saliva le bajaba por la barbilla, y en ese momento le susurró algo. Al principio él no oyó lo que decía. Pero era «Ahora, Andrei, vamos».

—¡Ahora!

—Ahora —repitió Andrei inseguro, y vio cómo ella le arrancaba los pantalones. Era más lanzada de lo que esperaba, más resoluta y salvaje que cualquier persona que hubiera conocido con anterioridad.

—Cierra los ojos y no te muevas —le ordenó.

Andrei la obedeció y se quedó quieto mientras percibía unos crujidos. No entendía lo que ella estaba haciendo. Oyó un clic y advirtió algo metálico en torno a sus muñecas. Abrió los ojos y se dio cuenta de que lo había esposado, y entonces quiso protestar: eso no le iba mucho. Pero todo pasó muy rápido. Con la velocidad de un rayo, como si ella tuviera suma experiencia en ese campo, le esposó las manos al cabecero de la cama. Luego le ató las piernas con una cuerda. Con mucha fuerza.

—Con cuidado —pidió Andrei.

—Sí, claro —lo calmó ella.

—Bien —contestó él, tras lo cual ella lo observó con una mirada diferente que a Andrei le pareció no del todo amable. Luego Linda pronunció unas palabras con voz solemne. Pero seguro que no las había oído bien.

—¿Qué?

—Ahora te voy a cortar con un cuchillo, Andrei —dijo tapándole la boca con cinta aislante.

Mikael intentaba persuadirse de que podía estar tranquilo. ¿Por qué iba a haberle ocurrido algo a Andrei? Nadie, aparte de él y de Erika, sabía que Andrei estaba involucrado en la protección del niño y de Lisbeth. Habían sido precavidos en extremo, más que nunca. Pero aun así, ¿por qué no cogía el móvil?

Andrei no era una persona que tuviera por costumbre desatender el teléfono. Todo lo contrario: solía responder enseguida cuando Mikael le llamaba. Pero ahora resultaba imposible contactar con él, y eso era raro, ¿verdad? O quizá… Mikael intentó convencerse de nuevo de que lo único que le pasaba a Andrei era que se encontraba tan absorto en el trabajo que se había olvidado de todo, o que, en el peor de los casos, había perdido el móvil. No sería más que eso. Y sin embargo, ¡joder!… Camilla había aparecido de la nada después de tantos años. Algo tramaba, sin duda. ¿Y qué era lo que el comisario Bublanski había dicho?

Vivimos en un mundo en el que el paranoico es el sano.

Mikael alargó el brazo para coger el teléfono de su mesita de noche y marcó el número de Andrei una vez más. Tampoco en esa ocasión contestó. Decidió despertar a Emil Grandén, el nuevo fichaje, que vivía cerca de Andrei, en Röda Bergen, en el barrio de Vasastan. Emil, quien a duras penas logró ocultar que se sentía molesto, se ofreció a acercarse para ver si Andrei se hallaba en su casa. Veinte minutos más tarde, aquél le devolvió la llamada: había pasado un buen rato golpeando la puerta sin obtener respuesta alguna.

—En su casa no está, seguro —le comentó.

Mikael colgó, se vistió y salió a la calle. Recorrió con pasos apresurados el barrio de Söder —vacío y fustigado por el fuerte vendaval— hasta llegar a la redacción. Con un poco de suerte, pensó, hallaría a Andrei durmiendo en el sofá. No sería la primera vez que el chico se quedaba frito en el trabajo y no oía el teléfono. Ojalá fuera ésa la explicación. Pero Mikael no podía dejar de sentirse cada vez más angustiado y, al abrir la puerta y desconectar la alarma, un escalofrío le recorrió el cuerpo, como si esperara encontrarse con una redacción destrozada. No obstante, a pesar de todas las vueltas que dio por allí dentro, no descubrió nada raro, y en su programa encriptado de correo todos los datos habían sido concienzudamente borrados, tal y como habían acordado. Todo parecía estar en orden. Pero no había nadie descansando en aquel sofá.

El sofá de la redacción presentaba el mismo aspecto raído y vacío de siempre, y por un breve instante Mikael se sumió en sus pensamientos. Luego volvió a llamar a Emil Grandén.

—Emil —dijo—, siento insistir tanto en plena noche, pero esta historia me ha vuelto paranoico.

—Lo entiendo.

—El caso es que antes, cuando te he preguntado por Andrei, te he notado algo molesto…, no sé, extraño. ¿Hay algo que no me hayas contado?

—Nada que no sepas ya —contestó Emil.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que yo también he hablado con la Comisión Nacional para la Protección de Datos.

—¿Cómo que «también»?

—¿Es que tú no…?

—¡No! —le cortó Mikael, y percibió cómo, al otro lado de la línea, la respiración de Emil se hacía más pesada. Comprendió que se había cometido un fatídico error.

—¡Suéltalo, Emil, rápido! —le instó.

—Verás…

—¡Venga!

—Una mujer muy simpática y profesional de la Comisión Nacional para la Protección de Datos que se llamaba Lina Robertsson me llamó y me dijo que vosotros dos ya os habíais puesto en contacto y que habíais acordado aumentar el nivel de seguridad de tu ordenador teniendo en cuenta las circunstancias. Se trataba de ciertos datos personales muy delicados.

—¿Y?

—Y que como, al parecer, ella te había dado mal las instrucciones no estaba tranquila. Me comentó que le daba vergüenza haberse equivocado y que estaba muy preocupada porque temía que la protección no fuera suficiente, y que por eso quería contactar cuanto antes con la persona que te había hecho el encriptado.

—¿Y tú qué le respondiste?

—Que yo no sabía nada de eso, que lo único que podía decirle es que había visto a Andrei pasar mucho tiempo delante de tu ordenador.

—¿Y le recomendaste que contactara con Andrei?

—Cuando ella me telefoneó yo había salido un momento y le dije que lo más seguro era que Andrei todavía estuviera en la redacción. Y que lo podía llamar. Eso fue todo.

—¡Joder, Emil!

—Pero es que sonaba…

—¡Me importa una mierda cómo sonara! Espero que informaras a Andrei enseguida de esa llamada.

—Bueno, no exactamente… Es que tenía tanto que hacer, como ahora estamos todos tan…

—Pero ¿luego se lo dijiste?

—No, porque el tío salió antes de que me diera tiempo a comentarle nada.

—Lo llamarías por teléfono para decírselo, ¿no?

—Sí, claro… Además, varias veces, pero…

—¿Sí?

—No contestó.

—Vale —soltó Mikael con una voz fría como un témpano.

Luego colgó y marcó el número de Jan Bublanski. Dos veces tuvo que insistir antes de conseguir que el recién despertado comisario cogiera el teléfono. Mikael no vio otra salida que la de contarle toda la historia. Toda a excepción del paradero de Lisbeth y August.

Después, también informó a Erika.

Lisbeth Salander se había quedado dormida. Esta vez de verdad. Y aun así, se hallaba, en cierto sentido, en alerta. Dormía con la ropa puesta, tanto con la chupa de cuero como con las botas. Además, se despertaba con mucha facilidad, ya fuera por culpa de la tormenta ya por August, el cual se quejaba y gimoteaba también en sueños. No obstante, por lo general, estaba consiguiendo conciliar el sueño de nuevo —o al menos volver a caer en una especie de sopor—, y tenía alguna que otra secuencia onírica breve y extrañamente realista.

Ahora soñaba con su padre, que estaba pegando a su madre. Hasta en sueños podía percibir esa vieja rabia de su infancia; en esta ocasión lo hizo con tanta intensidad que volvió a despertarse. Eran las 03.45 horas y encima de la mesita de noche, al igual que antes, se encontraban los papeles donde August y ella habían anotado sus números. Fuera seguía cayendo la nieve. Pero la tormenta parecía haber ido a menos y no se oía nada raro, tan sólo el ruido del viento, que ululaba y hacía crujir los árboles.

Sin embargo, se sentía inquieta. Al principio pensó que era por culpa de ese sueño, que permanecía flotando en el aire y lo impregnaba todo. Luego se estremeció. En la cama de al lado no había nadie. August no estaba. Lisbeth se levantó apresurada y silenciosamente, cogió la Beretta de su bolsa, que se hallaba en el suelo, y se acercó con sumo sigilo al salón que daba a la terraza.

Acto seguido, respiró tranquila. August se encontraba sentado a la mesa redonda sumergido en alguna actividad. Con mucha discreción, para no molestarlo, se inclinó sobre su hombro y descubrió que no estaba escribiendo nuevas series de números primos ni representando otra escena de maltrato por parte de Lasse Westman y de Roger Winter. Ahora el chico dibujaba cuadros de un tablero de ajedrez que se reflejaban en los espejos de unos armarios y sobre los que se podía intuir una amenazante figura que extendía una mano. Por fin el autor del crimen iba tomando forma. Entonces Lisbeth sonrió. Y regresó al dormitorio.

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