Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
Se hallaba oculta y a oscuras tras los pinos y los álamos. Tenía una terraza orientada hacia el sur a la que se accedía a través de unas puertas acristaladas que resultarían fáciles de forzar. A primera vista no detectó mayores dificultades. Podrían irrumpir sin ningún problema a través de esas puertas y eliminar al enemigo. Así de simple. Se percató de que se estaba moviendo sin hacer apenas ruido, y por un momento se planteó si no debería realizar la operación en solitario y en aquel mismo instante. Era posible que hasta sintiera su responsabilidad moral, pues era él —y sólo él— quien los había metido en ese aprieto, de modo que si alguien los debía sacar de aquello ése era él. El trabajo no sería más difícil que otros que ya había llevado a cabo, al contrario.
Resultaba obvio que allí, a diferencia de la casa de Frans Balder, no había policías ni guardias. Ni siquiera una indicación que le avisara de la posible existencia de alarmas. Era verdad que no portaba su rifle automático, pero no había necesidad de un arma tan pesada. Los rifles eran una exageración, un producto de las paranoias acaloradas de Kira. Él llevaba su pistola, su Remington, y con ella tenía bastante. Y de pronto, sin haber efectuado su habitual y meticulosa planificación, se puso en marcha con la misma eficacia que siempre.
Avanzó ágil y a toda velocidad a lo largo de una de las fachadas cortas de la casa en dirección a la terraza y las puertas acristaladas. Y de repente frenó en seco y se quedó como petrificado. Al principio no entendió por qué. Podría haber sido por cualquier cosa, un ruido, un movimiento, un peligro sólo percibido a medias por la conciencia… Y, rápidamente, levantó la mirada hacia una ventana rectangular que quedaba un poco más alta. No alcanzaba a ver bien el interior. Aun así, permaneció quieto, cada vez más inseguro. ¿Y si se había equivocado de casa?
Decidió acercarse y echar un vistazo dentro, por si acaso, y entonces… Se quedó clavado en el sitio, en medio de la oscuridad. Alguien le estaba contemplando. Los ojos que lo habían observado en una anterior ocasión le lanzaban de nuevo —ahora desde una mesa redonda y a través del cristal— la misma mirada vidriosa. Debería haber actuado de inmediato. Debería haberse echado a correr hacia la terraza para entrar a toda prisa en la casa y disparar en el acto. Debería haber sentido al instante toda la fuerza de su instinto asesino. Pero también esta vez dudó. No fue capaz de desenfundar su arma. Estaba como perdido ante esa mirada, y quizá habría permanecido petrificado en esa posición unos cuantos segundos más si no hubiera sido porque el niño hizo algo de lo que Jan no le creía capaz.
El chico emitió un estridente grito que hizo temblar el cristal de la ventana, y no fue hasta ese momento cuando Jan pudo salir de su parálisis. Se precipitó hacia la terraza y, sin pensárselo dos veces, se lanzó contra una de las puertas acristaladas y la rompió mientras abría fuego. Pegó unos tiros que él creyó de gran precisión pero no pudo ver si había acertado o no.
Una figura, como una sombra, surgió de la nada y fue hacia él con tal velocidad que apenas le dio tiempo a volverse o hacerle frente. Sólo fue consciente de que volvía a disparar y de que alguien le contestaba, nada más. Porque, acto seguido, cayó estrepitosamente al suelo con todo el peso de su cuerpo, víctima de la embestida de una joven mujer que, con una rabia en los ojos como nunca había visto en nadie, se abalanzó y rodó sobre su persona, a lo que él reaccionó por puro instinto con la misma furia. Intentó disparar otra vez. Pero la chica era una bestia y en ese momento se encontraba sentada encima de él con la cabeza levantada como para… ¡Pum! Jan no llegó a comprender lo que le pasó. Debió de perder el conocimiento.
Al volver a recuperarlo, tenía sabor a sangre en la boca y notó algo pringoso y húmedo por debajo del jersey. La bala le habría alcanzado; justo cuando lo estaba pensando, la chica y el niño pasaron ante él, y al advertirlo intentó agarrarle las piernas a éste. Al menos eso era lo que creía. Pero debieron de atacarlo de nuevo. De repente, tuvo que hacer un enorme esfuerzo para poder respirar.
Ya no entendía qué sucedía. Sólo que estaba jodido y vencido, pero ¿por quién? Por una mujer. Y esa certeza se unió al resto del dolor que sentía mientras yacía tirado en el suelo entre cristales rotos y su propia sangre, con los ojos cerrados y una pesada respiración, esperando que todo terminara cuanto antes. De pronto se percató de nuevo de algo: de unas voces un poco más allá; y cuando abrió los ojos vio, para su gran asombro, a aquella chica. Aún seguía allí. ¿No se acababa de marchar? No, se hallaba junto a la mesa de la cocina con sus flacas piernas de chico, ocupándose de algo, y entonces reunió las pocas fuerzas que le quedaban para intentar levantarse. No encontró su arma. Pero consiguió sentarse al mismo tiempo que vislumbraba a Orlov por la ventana, por lo que hizo otro intento de atacarla. Sin embargo no lo consiguió.
La mujer pasó ante él como una bala, o al menos eso le pareció. Agarró unos papeles de la mesa y, tras salir a la terraza con un salvaje ímpetu, se tiró de cabeza al bosque cuan larga era. Las balas repiquetearon en la oscuridad. Jan Holtser murmuró para sí mismo, como queriéndolos ayudar: «¡Matad a esos cabrones!». Pero la realidad era que no podía contribuir con nada. Ya le había supuesto una enorme voluntad conseguir ponerse en pie y hacer acopio de fuerzas como para tener que preocuparse ahora por lo que sucedía a su alrededor. Se limitó a quedarse en su sitio tambaleándose, dando por descontado que Orlov y Wilton habían acribillado a la mujer y al niño. Procuró alegrarse por el desagravio que ello implicaba, pero en realidad los esfuerzos por mantenerse en pie ocupaban toda su atención; sólo fue capaz de observar lánguidamente la mesa que tenía ante sí.
Sobre ella había un montón de lápices y papeles que miró sin comprender del todo. Luego fue como si se le desgarrara el corazón. Vio su propia imagen, aunque, para ser exactos, habría que decir que en un principio sólo percibió a un ser malvado, a un demonio con cara pálida que alzaba la mano para matar. Tardó unos segundos en entender que ese demonio era él, y entonces, aterrado, todo su ser se estremeció.
Aun así, no pudo apartar la mirada del dibujo. Se sentía atraído por él, como si lo hubieran hipnotizado, y descubrió que no sólo había una especie de ecuación apuntada en la parte inferior de la hoja, sino que arriba del todo alguien había escrito algo con una letra descuidada, como de forma muy apresurada.
Ponía:
Mailed to police 04.22!
Capítulo 27
Mañana del 24 de noviembre
Cuando Aram Barzani, de la fuerza de intervención sueca, entró en la casa de vacaciones de Gabriella Grane a las 04.52 horas vio a un hombre corpulento vestido de negro tendido en el suelo cerca de la mesa redonda del comedor.
Aram se fue aproximando con prudencia. La vivienda parecía abandonada, pero no quería asumir riesgos. Además, hacía muy poco que habían avisado de que se había producido un tiroteo por los alrededores. Fuera, sobre las rocas de la pendiente, sus colegas gritaron excitados:
—¡Aquí! ¡Aquí!
Aram no comprendió qué intentaban decirle, y por un momento dudó. ¿Debería salir para unirse a ellos? Decidió quedarse dentro y ver en qué estado se hallaba el tipo que se encontraba en el suelo. A su alrededor había cristales rotos y sangre. En la mesa alguien había hecho trizas unos papeles y destrozado unos lápices de colores. El hombre que yacía tumbado de espaldas hacía la señal de la cruz con un movimiento lánguido mientras murmuraba algo. Una oración seguramente. Sonaba a ruso. Aram reparó en la palabra «Olga» y le dijo que el personal sanitario venía de camino.
—
They were sisters
—masculló el hombre.
Pronunció la frase de forma tan confusa que Aram no le dio importancia y, en su lugar, procedió a cachearlo. Pudo constatar que estaba desarmado y, con toda probabilidad, herido de bala en el estómago: tenía el jersey empapado de sangre y su cara presentaba un aspecto preocupantemente pálido. Aram le preguntó por lo ocurrido. No obtuvo respuesta, al menos de un modo inmediato. Pero luego el hombre se esforzó por susurrar otra extraña frase en inglés:
—
My soul was captured in a drawing
—murmuró, ya a punto de perder la conciencia.
Aram se quedó a su lado unos minutos para asegurarse de que no les causaría ningún problema. Pero cuando supo que la ambulancia había llegado y que el personal sanitario estaba subiendo a la casa lo abandonó para salir afuera. Quería enterarse de lo que le estaban gritando sus compañeros. La nieve seguía cayendo y las rocas se encontraban cubiertas de hielo y resbalaban. Desde más abajo le llegaban voces y el ruido de los motores de nuevos coches que se aproximaban. Todavía estaba muy oscuro y resultaba difícil ver algo; había muchas piedras y ramas de pino que sobresalían en todas direcciones y obstruían el paso. Era un paisaje dramático, con un terreno accidentado y escarpado; no debía de haber sido un lugar fácil en el que luchar. De pronto, Aram fue presa de un mal presentimiento. Se le antojó que un extraño silencio se había apoderado del lugar y no entendía dónde se habían metido sus compañeros.
Y eso que estaban muy cerca, junto a la empinada pendiente, por detrás de un enorme álamo de amplio y exuberante ramaje. Al descubrirlos se sobresaltó. No era muy propio de él, pero se asustó cuando los vio con las miradas clavadas en el suelo y con los semblantes serios. ¿Qué era lo que observaban? ¿El chico autista había muerto?
Se acercó despacio al tiempo que pensaba en sus propios hijos: tenían seis y nueve años ya, y les chiflaba el fútbol. No hacían más que jugar al fútbol y no hablaban de otro tema que no fuera ese deporte. Se llamaban Björn y Anders. Dilvan y él habían decidido darles nombres suecos porque creyeron que eso les ayudaría en la vida. «¿Qué tipo de personas vienen a un sitio como éste para matar a un niño?». Le invadió una repentina rabia y preguntó a gritos a sus colegas por lo que estaba sucediendo. Acto seguido, lanzó un suspiro de alivio.
No fue al niño a quien vio en el suelo, sino a dos personas adultas a las que, al parecer, les habían disparado en el estómago. Uno de ellos —un tipo fornido, con cara de bruto, la piel picada de viruela y una aplastada nariz de boxeador— intentaba levantarse. Pero le obligaron a echarse de nuevo. Había una expresión de humillación en su cara. Su mano derecha temblaba de dolor o tal vez de rabia. El otro individuo, que llevaba cazadora de cuero y el pelo recogido en una coleta, daba la impresión de encontrarse en peores condiciones: yacía tumbado de espaldas, inmóvil, y miraba fijamente, como en estado de
shock
, al oscuro cielo.
—¿Algún rastro del chico? —preguntó Aram.
—Nada —contestó su colega Klas Lind.
—¿Y de la mujer?
—Tampoco.
Aram no estaba seguro de si ésa era una buena señal o no, por lo que hizo unas cuantas preguntas más. Pero ninguno de sus colegas tenía una idea clara de lo ocurrido; lo único cierto era que habían hallado dos armas automáticas de la marca Barrett REC7 unos treinta o cuarenta metros más abajo. Se suponía que pertenecían a los dos hombres, aunque el motivo por el que ese par de rifles habían acabado en ese lugar constituía una incógnita. El tipo de la piel picada de viruela había escupido una respuesta ininteligible cuando le preguntaron al respecto.
Durante los siguientes quince minutos, Aram y sus colegas peinaron los alrededores sin encontrar más que nuevos indicios de que allí se había producido un combate. Mientras tanto, al lugar iban acudiendo cada vez más personas: enfermeros, la inspectora Sonja Modig, dos o tres técnicos forenses, toda una serie de agentes de la policía de orden público, así como el periodista Mikael Blomkvist, acompañado de un hombre estadounidense con un corte de pelo al cepillo, alto y de robusta complexión que enseguida inspiró cierto respeto a todos. A las 05.25 llegó la información de que había un testigo que estaba aguardando para prestar declaración abajo, donde se hallaban la playa y el aparcamiento. El hombre quería que le llamaran K. G. En realidad se llamaba Karl Gustaf Matzon y acababa de adquirir una casa de nueva construcción al otro lado de la bahía. Según Klas Lind, había que tomarse lo que decía con cierta reserva:
—El viejo tiene una imaginación muy viva.
Sonja Modig y Jerker Holmberg ya estaban en el aparcamiento intentando hacerse una idea de lo que podría haber pasado. Sin embargo, la visión global era todavía demasiado fragmentaria, por lo que esperaban que el testigo, K. G. Matzon, les ayudara a esclarecer el curso de los acontecimientos.
Pero cuando lo vieron acercarse por la orilla les entraron serias dudas de que pudiera hacerlo. K. G. Matzon apareció nada más y nada menos que con un sombrero tirolés en la cabeza. Llevaba pantalones verdes a cuadros, una cazadora roja de Canada Goose y, por si fuera poco, lucía un extravagante y retorcido bigote. Daba la impresión de que quería gastarles una broma.
—¿K. G. Matzon? —preguntó Sonja Modig.
—El mismo en persona —respondió para a continuación, sin que viniera a cuento, informarles, tal vez porque pensó que sería oportuno mejorar su credibilidad, de que dirigía la editorial True Crimes, que publicaba libros sobre crímenes reales y notorios.
—Estupendo. Pero en esta ocasión nos gustaría mucho que nos ofreciera un testimonio objetivo y neutro, y no la promoción de un futuro libro —comentó Sonja Modig por si acaso, a lo cual K. G. Matzon contestó que lo entendía a la perfección, cómo no.
Porque él era una «persona seria». Se había despertado ridículamente temprano, explicó, y se había quedado unos minutos en la cama escuchando «el silencio y la tranquilidad». Pero poco antes de las 04.30 horas había oído algo que identificó de inmediato como el disparo de una pistola, y entonces se había vestido a toda prisa para salir a la terraza, que tenía vistas sobre la playa, la montaña y el aparcamiento donde se hallaban en ese momento.
—¿Y qué vio?
—Nada. Reinaba una inquietante calma. Luego un estallido se adueñó del aire. Era como si hubiese empezado una guerra.
—¿Oyó un tiroteo?
—Sí, oí un repiqueteo intenso procedente de la montaña, del otro lado de la bahía, y me quedé mirando, perplejo, en esa dirección… ¿Les he dicho que soy ornitólogo?