Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
—No, no nos lo ha dicho.
—Pues eso me ha desarrollado la vista, ¿saben? Tengo una vista de águila. Estoy acostumbrado a fijarme en pequeños detalles a larga distancia; seguro que por eso reparé en un punto que había bajo el saliente de la roca, el de allí arriba, ¿lo ven? Se adentra en la montaña como si fuera un bolsillo.
Sonja levantó la mirada en dirección a la pendiente y asintió con la cabeza.
—Al principio no caí en lo que era —continuó K. G. Matzon—. Pero luego me di cuenta de que se trataba de una persona, un niño, creo. Estaba agachado, temblando, o al menos así es como me lo imaginé. Y de repente…, Dios mío, no se me olvidará nunca.
—¿Qué?
—Alguien vino corriendo desde arriba, una mujer joven. Y sin pensárselo dos veces se abalanzó sobre el saliente y aterrizó de forma tan violenta que estuvo a punto de caer por la pendiente, y luego se quedaron allí sentados los dos juntos, ella y el chico, como esperando lo inevitable, y después…
—¿Qué?
—Aparecieron dos hombres con armas automáticas y abrieron fuego, y no pararon de disparar. Y, como se pueden imaginar, no pensé más que en tirarme al suelo. Temía que me dieran. Y a pesar de ello, no pude resistirme a asomarme a la terraza. Es que, desde mi perspectiva, el niño y la mujer resultaban perfectamente visibles. Pero para aquellos hombres no, al menos en ese momento. Comprendí que sólo era una cuestión de tiempo que los descubrieran. No tenían escapatoria; en el mismo instante en que abandonaran su escondite los hombres los verían y los matarían. Era una situación desesesperada.
—Pues aún no hemos encontrado a ninguno de los dos —comentó Sonja.
—No, a eso voy. Los hombres se acercaban cada vez más, hasta el punto de que estoy seguro de que la joven y el chico los oyeron respirar. Estaban tan próximos que les habría bastado con asomarse un poco para verlos. Pero entonces…
—¿Qué?
—No me van a creer. De hecho, el agente de la fuerza de intervención no me ha creído.
—Bueno, usted cuéntenoslo; ya hablaremos luego de la credibilidad.
—Cuando los hombres se detuvieron para afinar el oído, o tal vez porque intuían que estaban cerca, la chica, de pronto, se levantó de un salto y les disparó a los dos. ¡Pam! ¡Pam! Acto seguido, se lanzó encima de ellos para arrebatarles las armas y tirarlos por la pendiente. Con una eficacia alucinante, como en una película de acción. Luego bajó corriendo, o mejor dicho, corrió, rodó y cayó con el niño hasta un BMW que se hallaba en el aparcamiento. Justo antes de subir al coche, vi que ella tenía algo en la mano: una bolsa, o un ordenador.
—¿Se marcharon en el BMW?
—A una velocidad terrible. No sé adónde.
—Vale.
—Pero eso no es todo.
—¿Qué quiere decir?
—Allí había otro vehículo, un Range Rover creo. Un coche alto, negro, de un modelo nuevo.
—¿Y qué pasó con él?
—La verdad es que durante el tiroteo no reparé mucho en él y después estuve muy ocupado llamando a la policía. Pero justo cuando estaba a punto de colgar vi a dos personas bajando por la escalera de madera. Un hombre alto y delgado, y una mujer. Evidentemente, no pude verlos muy bien. Estaban demasiado lejos. Pero aun así les puedo dar un par de detalles de esa mujer.
—¿Cuáles?
—Que era un ejemplar único y que estaba muy enfadada.
—¿Un ejemplar único en el sentido de que era muy guapa?
—Sí, y en cualquier caso glamurosa, sofisticada. Eso ya se le veía de lejos. Pero también estaba furiosa. Justo antes de subirse al Range Rover le propinó al hombre una sonora bofetada, y lo raro fue que éste apenas reaccionó; se limitó a asentir con la cabeza, como si pensara que se lo merecía. Luego se largaron de allí. Con el tipo al volante.
Sonja Modig tomaba nota de todo mientras era consciente de que tenía que emitir cuanto antes una orden de busca y captura tanto del Range Rover como del BMW.
Gabriella Grane estaba bebiendo un
cappuccino
en la cocina de su casa de Villagatan y se sentía, a pesar de todo, relativamente tranquila. Aunque tal vez se encontrara en estado de
shock
.
Helena Kraft quería verla a las 08.00 en su despacho de la Säpo. Gabriella se imaginaba que no sólo la despedirían sino que también tendría que afrontar un juicio, lo que significaba, sin duda, que las posibilidades de conseguir un nuevo empleo en otro sitio se habían esfumado casi por completo. Su carrera profesional había llegado a su fin a la edad de treinta y tres años.
Pero eso no era ni de lejos lo peor. Ella ya sabía que infringía la ley y había asumido el riesgo conscientemente; lo había hecho porque consideraba que era la mejor manera de proteger al hijo de Frans Balder. Ahora se había producido un violento tiroteo en su casa y nadie parecía saber dónde se encontraba el niño. Quizá se hallara herido de gravedad, o muerto. Gabriella sentía tanta culpa que creía que le iba a reventar algo por dentro: primero el padre y ahora el hijo.
Se levantó y consultó la hora. Eran las 07.15 horas, de modo que debería ponerse en marcha ya, así tendría unos minutos para recoger sus objetos personales de la mesa de su despacho antes de reunirse con Helena Kraft. Decidió intentar comportarse con dignidad, sin excusas ni súplicas para poder quedarse. Pensaba ser fuerte, o al menos parecerlo. Le sonó el Blackphone. No tenía energía para cogerlo. Se calzó las botas y se puso su abrigo de Prada y una extravagante bufanda roja. ¿Por qué no irse a pique con un poco de estilo? Se plantó delante del espejo del recibidor para retocarse el maquillaje. En un gesto de humor negro, alzó dos dedos en señal de victoria, igual que había hecho Richard Nixon cuando dimitió. Y entonces su Blackphone volvió a sonar. Esta vez contestó, aunque con desgana. Era Alona Casales, de la NSA.
—Me he enterado —le soltó.
Claro que se había enterado, normal.
—¿Cómo estás? —continuó.
—¿Tú qué crees?
—Creo que te sientes como la persona más despreciable del mundo.
—Más o menos.
—Y que piensas que nunca más vas a poder conseguir un empleo.
—Pues lo has clavado.
—Entonces te puedo decir que no tienes nada de lo que avergonzarte. Has actuado correctísimamente.
—¿Me estás tomando el pelo?
—No creo que sea el momento más oportuno, cariño. Había un topo entre vosotros.
Gabriella inspiró hondo.
—¿Quién?
—Mårten Nielsen.
Gabriella se quedó de piedra.
—¿Tenéis pruebas de eso?
—¡Claro que sí! Te las mando dentro de un par de minutos.
—¿Y por qué iba a traicionarnos Mårten Nielsen?
—Supongo que él no lo veía como una traición.
—¿Y cómo lo veía entonces?
—Quizá como una colaboración con el Gran Hermano, su deber para con la nación líder de los países libres, yo qué sé.
—O sea que os pasaba información…
—Más bien se aseguró de que pudiéramos servirnos nosotros mismos. Nos proporcionó datos sobre vuestro servidor y vuestros encriptados, algo que, en circunstancias normales, no habría sido peor que toda la demás mierda a la que nos dedicamos aquí. Es que lo escuchamos todo, desde el cotilleo del vecino hasta las llamadas de teléfono de los primeros ministros.
—Pero en ese caso la filtración continuó.
—Se filtró todo como si fuéramos un colador… Yo sé, Gabriella, que no has respetado la normativa al pie de la letra precisamente. Pero desde un punto de vista moral has hecho lo correcto, de eso estoy convencida, y me aseguraré de que tus superiores se enteren. Tú sospechabas que había algo podrido en vuestra organización, así que no podías actuar dentro de ella, y a pesar de eso no quisiste eludir tu responsabilidad.
—Y aun así salió mal.
—A veces las cosas salen mal, por muy meticulosa que una sea.
—Gracias, Alona, muy amable de tu parte. Pero si algo le ha pasado a August Balder no me lo perdonaré nunca. Digas lo que digas.
—Gabriella, el chico está bien. Ha ido a dar una vuelta en coche con la señorita Salander, no le ha dicho a nadie adónde por si a alguien se le ocurría continuar persiguiéndolos.
Gabriella no pareció asimilar lo que terminaba de oír.
—¿Cómo?
—Que se encuentra sano y salvo, cariño, y gracias a él han podido identificar y capturar al asesino de su padre.
—¿Quieres decir que August Balder está vivo?
—Eso es.
—¿Y cómo puedes saberlo?
—Bueno, digamos que tengo una fuente colocada muy estratégicamente.
—Alona…
—¿Sí?
—Si es verdad lo que he oído, acabas de devolverme la vida.
Tras colgar el teléfono, Gabriella Grane llamó a Helena Kraft e insistió en que Mårten Nielsen participara en la reunión. Helena Kraft accedió. A regañadientes.
Eran las 07.30 horas de la mañana cuando Ed Needham y Mikael Blomkvist bajaron por la escalera desde la casa de Gabriella Grane hasta el Audi que se hallaba en el aparcamiento, junto a la playa. El paisaje estaba cubierto de nieve y ninguno de los dos pronunciaba palabra alguna. A las 05.30 horas, Mikael había recibido un sms de Lisbeth, tan parco en palabras como siempre:
August ileso. Nos mantendremos alejados un poco más.
Tampoco en esta ocasión escribió nada acerca de su propio estado de salud. Pero, en cualquier caso, supuso un enorme alivio saber que el chico se encontraba bien. Después, Mikael prestó declaración, en un largo interrogatorio, ante Sonja Modig y Jerker Holmberg, a quienes informó en detalle de cómo había actuado la revista durante los últimos días. No hubo ninguna exagerada benevolencia por parte de los policías, pero, aun así, le dio la sensación de que en cierto modo le entendían. Ahora, una hora más tarde, caminaba por la pendiente en dirección al coche. Un poco más allá, un corzo desapareció adentrándose en el bosque. Mikael se sentó al volante del Audi y esperó a Ed, que iba andando con cierta dificultad unos cuantos metros por detrás. Al parecer, al estadounidense le dolía la espalda.
De camino a Brunn acabaron inesperadamente en un atasco. Durante unos minutos estuvieron parados del todo, y Mikael pensó en Andrei. La verdad era que en ningún momento había dejado de pensar en él. Pero su compañero seguía sin dar señales de vida.
—¿Puedes poner alguna ruidosa emisora de radio? —le pidió Ed.
Mikael sintonizó la frecuencia 107.1 y a continuación se oyó a James Brown anunciándole al mundo la máquina sexual que era.
—Dame tus teléfonos —continuó Ed.
Se los dio, y Ed los colocó justo delante de los altavoces traseros. Al parecer, quería hablar de algo delicado. A Mikael no le importaba, por supuesto: tenía un reportaje que escribir y necesitaba todos los datos que pudiera obtener. Pero también sabía, mejor que la mayoría, que un periodista de investigación siempre corre el riesgo de ser una herramienta de intereses particulares.
Nadie filtra información sin tener un motivo personal. En determinadas ocasiones éste puede ser algo tan noble como denunciar una situación de injusticia, un deseo de dejar en evidencia la corrupción o los abusos. Pero casi siempre se trata de un juego de poder, de hundir a los enemigos y favorecer la propia posición. Por eso, un reportero nunca debe olvidar hacerse la pregunta: «¿Por qué me cuentan eso?».
Es verdad que, a veces, convertirse en una pieza del juego, al menos en cierta medida, puede resultar algo aceptable. Ahora bien, hay que ser consciente de que cada revelación debilita de forma inevitable a alguien, al tiempo que refuerza la influencia de otros, y que cada persona poderosa que cae es sustituida en el acto por otra que no es necesariamente mejor. Si el periodista va a formar parte de ese juego, debe comprender que ésas son las condiciones y asegurarse de que no sólo sea uno de los participantes el que salga victorioso de la batalla.
La libertad de expresión y la democracia también deben hacerlo. Aunque las informaciones se filtren por pura maldad —por avaricia o sed de poder— pueden conducir a algo bueno: que las ilegalidades salgan a la luz y se corrijan. Sin embargo, resulta imperioso que el periodista entienda los mecanismos que se esconden detrás de cada frase, y que en cada pregunta y cada comprobación de los hechos luche por su propia integridad, de modo que, a pesar de que Mikael sentía cierta afinidad con Ed Needham —y de que incluso llegara a gustarle ese malhumorado encanto que el estadounidense desplegaba—, no se fiaba de él ni un pelo.
—Soy todo oídos —dijo.
—Bueno, se podría expresar de la siguiente manera —empezó Ed—: hay cierto tipo de información que, más que otra, se dirige a una actuación.
—La que reporta beneficios económicos.
—Exacto. En la industria sabemos que la información privilegiada se explota casi siempre. Aunque se pilla a muy pocos, las cotizaciones tienden a subir, por regla general, antes de hacerse pública alguna noticia empresarial positiva. Siempre hay quien aprovecha la coyuntura y compra acciones.
—Es verdad.
—Durante mucho tiempo, en el mundo de los servicios de inteligencia nos vimos razonablemente libres de esas prácticas por la simple razón de que los secretos que administrábamos eran de otra índole. Había información explosiva, sí, aunque de diferente dimensión. Pero desde el fin de la guerra fría cambiaron muchas cosas. El espionaje industrial avanzó sus posiciones. En general, el espionaje y la vigilancia de personas y empresas han avanzado posiciones; en la actualidad —qué duda cabe— estamos en poder de grandes cantidades de material con el que se podría ganar mucho dinero, las más de las veces de forma muy rápida.
—¿Y dices que eso es algo que se explota?
—Bueno, ésa es la idea. Nos dedicamos al espionaje industrial para ayudar a nuestras propias empresas: proporcionar ventajas a los grandes grupos empresariales, informar de los puntos fuertes y débiles de los competidores. El espionaje industrial es parte de la misión patriótica. Sin embargo, al igual que toda la actividad relacionada con la inteligencia, se encuentra en una zona gris. ¿Cuándo pasa esa ayuda a ser algo ilegal?
—Eso, ¿cuándo?
—Pues ése es el problema, y aquí se ha producido, sin duda, una normalización. Lo que hace unas décadas se consideraba ilegal o inmoral, es hoy en día
comme il faut
. Con la ayuda de abogados se legitiman robos y abusos, y en la NSA, debo admitir, no sólo no hemos sido mucho mejores, sino que hasta es posible que hayamos sido…