Read Lo que no te mata te hace más fuerte Online
Authors: David Lagercrantz
Tags: #Novela, #Policial
Gracias a un viejo contacto que tenía en la policía había podido meterle mano a la vieja investigación del asesinato no esclarecido de Kajsa Falk, esa joven que había sido la novia de uno de los líderes de Svavelsjö MC. Aunque no supieron dar con el autor del crimen, y a pesar de que ninguno de los interrogados resultó ser muy locuaz, Mikael pudo leer entre líneas que el club de motoristas había sufrido unos violentos conflictos internos y que cierta inseguridad se había instalado entre sus miembros, un creciente e inquietante miedo originado por una persona a la que uno de los testigos llamaba «lady Zala».
Pese a los considerables esfuerzos realizados al respecto, los policías no comprendieron a quién hacía referencia ese nombre. Pero a Mikael, evidentemente, no le cabía la menor duda de que se trataba de Camilla, así como que ella se encontraba detrás de toda una serie de crímenes cometidos tanto en Suecia como en el extranjero. Sin embargo, Mikael tenía dificultades para conseguir pruebas, y eso le irritaba sobremanera. De momento, dejó que ella apareciera en su reportaje con el nombre ficticio de Thanos.
Pero ni Camilla ni sus relaciones con la Duma rusa constituían el problema de mayor calibre. Lo que más preocupaba a Mikael era la certeza de que Ed Needham nunca habría ido a Suecia para filtrar información de máxima confidencialidad si no hubiera querido ocultar algo aún más gordo. Ahora bien, Ed no tenía ni un pelo de tonto y sabía que Blomkvist tampoco, por lo que la información que él le facilitaba al periodista no estaba, en ningún punto, especialmente maquillada.
Al contrario: le pintó una imagen terrible de la NSA. Y, aun así…, cuando Mikael estudió los datos con más detenimiento descubrió que Ed, a pesar de todo, describía una organización de espionaje que funcionaba bien y que se portaba de forma bastante decente, a excepción de ese cáncer que conformaban los criminales integrantes del Departamento de Vigilancia de Tecnologías Estratégicas, justo el mismo departamento que, por casualidad, le había prohibido a Ed que persiguiera a su
hacker
.
El estadounidense deseaba, sin duda, perjudicar seriamente a ciertos colaboradores suyos, pero antes que hundir a toda la organización, su primera intención era que la caída, ya inevitable, se hiciera de forma algo más suave. Por eso Mikael tampoco se mostró demasiado sorprendido ni cabreado cuando Erika apareció y, con cara de circunstancias, le tendió un teletipo de la agencia TT:
—¿Esto quiere decir que nos han jodido toda la historia? —preguntó ella.
El teletipo, que era la traducción de una noticia emitida por la agencia AP, empezaba diciendo:
Dos altos directivos de la NSA, Joacim Barclay y Brian Abbot, han sido detenidos como sospechosos de haber cometido graves delitos económicos y, tras haber sido despedidos de inmediato, se encuentran a la espera de juicio.
«Es una vergüenza para nuestra organización y no hemos escatimado esfuerzos para afrontar la situación y llevar a los culpables a los tribunales. El que presta servicios a la NSA debe poseer un elevado sentido ético, y prometemos que durante el proceso judicial se mostrará la máxima transparencia que el respeto por la seguridad nacional permita», ha declarado a AP el jefe de la NSA, el almirante Charles O’Connor.
El texto, exceptuando la declaración del almirante O’Connor, no era particularmente sustancioso en contenidos ni mencionaba nada del asesinato de Balder o de otra circunstancia que pudiera vincularse a los hechos acaecidos en Estocolmo. Con todo, Mikael, claro estaba, entendió lo que Erika quería decir. Porque ahora que había saltado la noticia,
The Washington Post
y
The New York Times
, así como todos los demás periódicos importantes de Estados Unidos, se echarían encima de la historia, y entonces ya resultaría imposible saber lo que serían capaces de descubrir.
—No es nada bueno —dijo él con serenidad—. Aunque era de esperar.
—¿Ah, sí?
—Forma parte de la misma estrategia que les hizo contactar conmigo. No es más que una contención de daños. Lo que se proponen es recuperar la iniciativa.
—¿Qué quieres decir?
—Que me filtraron todo eso por un motivo concreto. Me di cuenta enseguida de que algo no encajaba. ¿Por qué insistía tanto Ed en hablar conmigo aquí, en Estocolmo, y por si fuera poco a las 05.00 horas?
Erika, como de costumbre, ya había sido informada, con la máxima confidencialidad, de las fuentes manejadas por Mikael así como de los datos obtenidos.
—¿Piensas que sus actuaciones estaban autorizadas desde arriba?
—Lo sospeché desde el principio. Y sin embargo no caí en la cuenta. Sólo tenía la impresión de que allí había algo raro. Hasta que hablé con Lisbeth.
—Y fue entonces cuando lo entendiste.
—Comprendí que Ed sabía a la perfección qué era lo que ella buscaba y lo que había encontrado y descargado durante la intrusión. Tenía motivos bien fundados para temer que se me informara de todas y cada una de las palabras que se recogían en ese archivo. Pretendía, por todos los medios disponibles, limitar el daño.
—Pues no fue precisamente un relato muy bonito el que te contó.
—Sabía que yo no me contentaría con una historia demasiado maquillada. Supongo que me dio justo lo que consideró necesario para que me quedara contento, tuviera mi
scoop
y no siguiera indagando en el asunto.
—Pues ahí se va a llevar un buen chasco.
—Esperemos que sí. Aunque ignoro cómo voy a poder averiguar más. La NSA es una puerta cerrada.
—¿Incluso para un perro viejo como Blomkvist?
—Incluso para él.
Capítulo 30
25 de noviembre
En el móvil de Lisbeth se podía leer: «¡La próxima vez, hermana, la próxima!». El mensaje se había enviado tres veces, aunque era imposible determinar si se trataba de un error técnico o de un ridículo y exagerado deseo de ser explícita. Daba igual.
Evidentemente, procedía de Camilla, pero en él no había nada que Lisbeth no hubiera comprendido ya. Quedaba claro que los acontecimientos de Ingarö no habían hecho más que reforzar y acentuar el viejo odio. De modo que sí, con toda seguridad habría una «próxima vez». Camilla no se daría por vencida, y mucho menos habiendo estado tan cerca. Ni soñarlo.
Por eso no fue el contenido del mensaje lo que hizo que Lisbeth apretara los puños en el vestuario del club de boxeo. Fueron los pensamientos que le provocó y el recuerdo de lo que había visto de madrugada, refugiada en la hendidura de aquella roca, cuando August y ella permanecieron agachados y escondidos bajo el saliente mientras la nieve caía y las ametralladoras repiqueteaban por encima de sus cabezas. August no llevaba ninguna cazadora, ni zapatos en los pies, y temblaba con mucha fuerza; Lisbeth, por su parte, era dolorosamente consciente de que llevaban todas las de perder, de la abrumadora ventaja que los otros les sacaban.
Tenía un niño del que cuidar y una mísera pistola como única arma, mientras que esos cabrones eran varios e iban provistos de rifles automáticos, por lo que le quedaba muy claro que la única estrategia posible era la de cogerlos por sorpresa. Si no, August y ella morirían como corderitos. Permaneció atenta a los pasos que daban los hombres, a la dirección de las ráfagas de bala, y ya al final, hasta a la respiración y al crujido de la ropa de aquellos tipos.
Pero lo más raro de todo fue que cuando por fin vio una oportunidad vaciló; y dejó transcurrir unos importantes segundos mientras, oculta en el interior de la roca, rompió sin querer una ramita. En ese preciso instante se levantó a toda velocidad y se halló de sopetón frente a ellos. Ya no había lugar para la duda: debía aprovechar ese breve milisegundo de sorpresa que jugaba a su favor. Por eso disparó en el acto: dos, tres veces. Hacía ya mucho tiempo que sabía que esos momentos se grababan en la mente con un fuego especial, como si no sólo se tensaran los músculos del cuerpo sino que también se agudizara la capacidad perceptiva.
Todos los detalles brillaban con una extraña nitidez, y Lisbeth percibió cada matiz del paisaje que tenía delante como a través de la lente de una cámara. Se percató del asombro y del terror que se reflejaron en los ojos de los hombres, de las arrugas e imperfecciones de sus rostros y de cada pliegue de su ropa, y de las armas, claro, que, alzadas, se movían por el aire disparando a voleo y que erraron los tiros por muy poco.
No obstante, lo que le dejó la huella más profunda no fue nada de eso, sino la silueta de una persona —un poco más arriba— que sólo advirtió con el rabillo del ojo y que de por sí no constituía ninguna amenaza en ese momento, pero que le afectó más que los individuos a los que acababa de disparar.
Era su hermana.
Lisbeth la habría reconocido a un kilómetro de distancia, aunque lo cierto era que llevaban muchos años sin verse. Era como si el aire se hubiera intoxicado por la presencia de Camilla. A toro pasado, se preguntaría si le habría podido pegar un tiro también a ella.
Camilla permaneció visible un rato demasiado largo, toda una insensatez; lo más probable era que no hubiese podido resistir la tentación de presenciar la ejecución de su hermana. Lisbeth, por su parte, recordó que no había despegado el dedo del gatillo mientras sentía cómo una vieja y solemne rabia se apoderaba de ella y palpitaba en su pecho. A pesar de ello vaciló quizá medio segundo, justo lo que Camilla necesitó para tirarse al suelo y refugiarse tras una roca, al tiempo que un tipo flaco aparecía desde el porche y se ponía a disparar; y entonces Lisbeth bajó de un salto hasta el saliente para luego continuar descendiendo, o, más bien, caer rodando con August hasta el coche.
De regreso a su piso de Fiskargatan desde el club de boxeo con el vivo recuerdo de todo eso, su cuerpo se tensó como si se preparara para otra batalla, y pensó que quizá no debería volver a casa, sino abandonar el país durante una temporada. Pero había algo que la atraía a su mesa y su ordenador: lo que se había materializado en su mente mientras se duchaba antes de ver el sms de su hermana y que ahora, a pesar de los recuerdos de Ingarö, ocupaba cada vez más sus pensamientos.
Era una ecuación —una curva elíptica— que August había escrito en el mismo papel en el que había dibujado al asesino y que desde el principio tuvo una atracción especial para Lisbeth, pero que ahora que volvía a pensar en ella le hizo aligerar el paso y olvidar a Camilla casi por completo. La ecuación era:
N = 3034267
E: y
2
= x
3
– x – 20; P = (3,2)
No había nada matemáticamente singular o fuera de lo común en ella, aunque tampoco residía ahí lo extraordinario. Lo fantástico era que August había partido del número que ella había elegido al azar, para luego pensar en él y producir una curva elíptica mucho mejor que la que la propia Lisbeth había anotado en el papel que se hallaba sobre la mesita de noche. Entonces Lisbeth no había obtenido ninguna respuesta por parte de August, ni la más ínfima reacción, así que se había acostado convencida de que el niño, al igual que esos gemelos que, según había leído, intercambiaban números primos entre sí, no entendía nada de las abstracciones matemáticas sino que más bien era una especie de calculadora que factorizaba en números primos.
Pero ¡joder, qué equivocada estaba! Al parecer, cuando August se había levantado para sentarse a la mesa de la cocina y dibujar, no sólo lo comprendía todo ya sino que también le había dado a ella una lección al refinar su propia matemática. Cuando llegó a casa, Lisbeth se dirigió directamente a su ordenador —sin ni siquiera quitarse las botas o la chupa de cuero—, buscó el archivo encriptado de la NSA y abrió el programa de las curvas elípticas.
Luego llamó a Hanna Balder.
Hanna, que no se había llevado sus pastillas a Múnich, apenas había pegado ojo. A pesar de ello, se sentía animada gracias al hotel en el que se alojaba y al entorno. El vertiginoso paisaje montañoso le hizo recordar lo encerrada que había vivido y a la vez le produjo la sensación de que la ayudaba a serenarse poco a poco e, incluso, de que ese miedo que tenía tan metido en el cuerpo iba desapareciendo. Claro que, por otra parte, podría tratarse de un mero deseo; lo cierto era que también se sentía algo perdida en ese nuevo y elegante ambiente.
Hubo un tiempo en el que ella solía entrar en esos lujosos salones con una natural dignidad: «Miradme, aquí estoy». Ahora se mostraba tímida y titubeaba y, a pesar de que el bufé del desayuno era magnífico, le costaba mucho comer. August se encontraba sentado a su lado escribiendo compulsivamente sus series de números y tampoco comía nada, pero al menos tomaba enormes cantidades de zumo de naranja recién exprimida.
De pronto, su nuevo teléfono encriptado sonó, lo que al principio la asustó. Pero, como no podía ser de otra manera, era la mujer que les había enviado hasta allí. Nadie más —que ella supiera— tenía el número, así que lo más probable era que llamara para asegurarse de que habían llegado bien. Por eso Hanna empezó con una entusiasta descripción de lo fantástico y maravilloso que todo se le antojaba, aunque, para su gran asombro, la mujer la interrumpió con brusquedad:
—¿Dónde estáis?
—En el comedor, desayunando.
—Pues salid de ahí ahora mismo y subid a la habitación. August y yo tenemos que trabajar.
—¿Trabajar?
—Voy a enviaros unas ecuaciones a las que quiero que les eche un vistazo, ¿vale?
—No entiendo nada.
—Enséñaselas a August. Luego llámame y dime lo que ha escrito.
—De acuerdo —dijo Hanna desconcertada.
A continuación cogió un par de
croissants
y un bollo de canela, y se dirigió con August hacia los ascensores.
En realidad August sólo la ayudó al principio. Pero le bastó. Después Lisbeth vio con claridad sus propios errores y pudo realizar las modificaciones necesarias para mejorar su programa. Trabajó horas y horas, sumida en la más profunda concentración, hasta que la noche se apoderó de la ciudad y la nieve volvió a caer. De repente —aquél sería uno de esos momentos que siempre la acompañarían—, algo raro ocurrió con el archivo que tenía en la pantalla de su ordenador: empezó a descomponerse y a cambiar de forma. Y entonces, tras sentir que todo su cuerpo era sacudido por algo parecido a una descarga eléctrica, Lisbeth alzó un puño al aire.