Lobos (16 page)

Read Lobos Online

Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
2.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Tengo que protegerlo», se dijo.

Y lo pensó con un miedo extraño en el fondo del pecho, un nudo oscuro y pegajoso. El temor de no hacer suficiente, de no ser suficiente, porque un padre solo no puede ser suficiente. Aunque, en el fondo, él y Tommy salieran adelante. Pero ¿qué habría ocurrido si tras la pantalla negra del ordenador de Bermann, en lugar de aquel niño desconocido, hubiera estado su Tommy? ¿Habría sido capaz de percatarse de que alguien estaba tratando de penetrar en la mente y en la vida de su hijo?

Mientras Tommy acababa los deberes, Goran se retiró al estudio. Aún no eran las siete, así que se puso a hojear de nuevo el expediente de Bermann y encontró varios puntos que podrían ser útiles a la investigación.

En primer lugar, aquel sillón de piel que se hallaba en el subsótano y en el que Krepp no había encontrado huellas.

«Sólo digo que hay huellas por todas partes, pero ahí no.»

Estaba seguro de que también había una razón para eso. Sin embargo, cada vez que le parecía haber entendido un concepto, su mente viajaba a otro lugar: a los peligros que rodeaban la vida de su hijo.

Goran era criminólogo, sabía de qué materia estaba hecho el mal. Pero siempre lo había observado a distancia, como estudioso. Nunca se había dejado corromper por la idea de que ese mismo mal pudiera alargar de alguna manera su mano huesuda hasta tocarlo. Ahora, en cambio, sí lo pensaba.

¿Cuándo se transforma uno en un «monstruo»?

Esa definición, que había exiliado oficialmente, volvía ahora a su mente en secreto. Porque quería saber cómo ocurría. Cuándo se daba uno cuenta de haber cruzado ese límite.

Bermann pertenecía a una organización perfecta, con una jerarquía y unos estatutos relativos. El representante comercial había entrado en ella cuando iba a la universidad. En aquellos tiempos Internet no era considerado todavía un terreno de caza, y se requería mucho esfuerzo para mantenerse en la sombra y no despertar sospechas. Por eso, a los adeptos se les aconsejaba crearse una vida ejemplar y segura en la que ocultar su verdadera naturaleza y refugiar sus impulsos. Mimetizarse, confundirse y desaparecer: ésas eran las palabras clave de aquella estrategia.

Bermann había terminado la universidad con la idea en mente, clarísima, de lo que haría. En primer lugar, se puso tras las huellas de una vieja amiga a la que no veía desde hacía años. Aquella Verónica que nunca había sido lo suficientemente guapa para que los chicos —incluido él— se interesaran por ella. Le había hecho creer que el suyo era un amor madurado durante mucho tiempo y ocultado tímidamente. Y ella, de manera previsible, aceptó en seguida casarse con él. Los primeros años de matrimonio transcurrieron como para todas las parejas, entre altibajos. A menudo él se ausentaba por trabajo. En realidad, solía aprovechar los viajes para encontrarse con otros como él o para seducir a sus pequeñas presas.

Con la llegada de Internet se volvió más fácil. Los pedófilos se apoderaron en seguida de aquel increíble instrumento que permitía no sólo actuar protegidos por el anonimato, sino también manipular a sus víctimas con ingeniosas trampas.

Pero Alexander Bermann todavía no podía completar su perfecto plan de mimetismo, porque Verónica no lograba darle un heredero. Eso era lo que faltaba, el detalle que habría hecho de él una auténtica persona fuera de toda sospecha, porque un padre de familia no se interesa por los hijos de los demás.

El criminólogo se deshizo de la rabia que le había subido hasta la garganta y cerró el expediente, que había ido engordando en las últimas horas. Ya no quería leerlo. Más bien, sólo quería acostarse, dejarse aturdir por el sueño.

¿Quién si no Bermann podía ser Albert? Aunque todavía tenían que relacionarlo con el cementerio de brazos y con la desaparición de las seis niñas, y hallar los cadáveres restantes, nadie más que él se merecía asumir el papel de verdugo.

Pero por más que lo pensaba, menos convencido estaba de ello.

A las ocho, Roche anunciaría oficialmente la captura del culpable en una abarrotada rueda de prensa. Goran se dio cuenta de que la idea que ahora lo atormentaba, en realidad, había empezado a zumbarle en la cabeza justo después de haber descubierto el secreto de Bermann. Titubeando, vaga como la niebla, se había quedado escondida durante toda la tarde en un rincón de su mente. No obstante, en la sombra en la que se había refugiado, seguía pulsando, para demostrarle que estaba allí y seguía viva. Sólo ahora, en la quietud de su casa, Goran decidió otorgarle la consistencia de un pensamiento acabado.

«Hay algo que no cuadra en esta historia… ¿Piensas que Bermann no es el culpable? Oh, claro que lo pienso: ese hombre era un pedófilo. Pero él no ha matado a las seis niñas. El no tiene nada que ver… ¿Cómo puedes estar tan seguro?

«Porque si Alexander Bermann fuese realmente nuestro Albert, habríamos encontrado a la última niña en su maletero, la número seis, y no a Debby, la primera. Ya debería haberse desembarazado de ella desde hacía tiempo…»

Y, precisamente mientras tomaba conciencia de esa deducción, el criminólogo miró la hora: faltaban pocos minutos para la rueda de prensa de las ocho.

Tenía que detener a Roche.

El inspector jefe había convocado a los principales periodistas en cuanto la información sobre el giro del caso Bermann empezó a circular. El pretexto oficial era que no quería que los periodistas encontraran noticias de segunda mano, quizá mal filtradas por alguna fuente confidencial. Pero, en realidad, le preocupaba que la historia pudiera filtrarse completamente por otras vías, excluyéndolo así a él de la primera plana.

Roche era bueno organizando eventos de ese tipo, sabía calibrar la espera y sentía un cierto placer en mantener en ascuas a la prensa. Por eso acudía a la cita con algunos minutos de retraso, dando a entender que en cuanto jefe de la unidad era siempre perseguido por los acontecimientos de última hora.

El inspector disfrutaba del zumbido que provenía de la sala de prensa contigua a su despacho: era como energía que alimentaba su ego. Mientras tanto, permanecía tranquilamente sentado, con los pies sobre el escritorio que había heredado de su predecesor, del que había sido segundo durante mucho tiempo —demasiado, según él—, y al que no había tenido escrúpulos de torpedear ocho años antes.

Las líneas de su teléfono seguían iluminándose sin parar. Pero Roche no tenía intención de contestar: quería hacer subir la tensión.

Entonces llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Roche.

Apenas cruzó el umbral, Mila vio una sarcástica sonrisa de complacencia en el rostro del inspector jefe. Se preguntaba por qué diablos querría verla.

—Agente Vasquez, quería darle las gracias personalmente por su valiosa contribución a esta investigación.

Mila se habría ruborizado si no hubiera comprendido que aquello sólo era un artificioso preludio para deshacerse de ella.

—No me parece haber hecho mucho, señor.

Roche empuñó un abrecartas y empezó a limpiarse las uñas con la punta. Luego, con tono despistado, prosiguió:

—En cambio, ha sido útil.

—Aún no conocemos la identidad de la sexta niña. —Saldrá a la luz, como todo lo demás.

—Señor, le pido permiso para completar mi trabajo, al menos durante un par de días. Estoy segura de poder llegar a un resultado…

Roche dejó el abrecartas, bajó los pies del escritorio y se levantó para dirigirse hacia Mila. Con la más resplandeciente de las sonrisas, le cogió la mano derecha, todavía vendada, y se la apretó, sin percatarse de que le hacía daño.

—He hablado con su superior: el sargento Morexu me ha asegurado que recibirá una mención especial por esta historia.

Luego la acompañó hacia la salida.

—Que tenga un buen viaje, agente. Y acuérdese de nosotros de vez en cuando.

Mila asintió, porque no había nada más que decir. Al cabo de pocos segundos se encontró al otro lado del umbral, observando la puerta del despacho que se cerraba.

Habría querido discutir la cuestión con Goran Gavila, porque estaba segura de que él no estaba al corriente de su repentino despido, pero ya se había marchado a casa. Unas horas antes lo había oído mientras llamaba por teléfono y quedaba para cenar. A juzgar por el tono que había usado, la persona al otro lado del hilo no debía de tener más de ocho o nueve años. Habían pedido pizzas.

Mila había comprendido que Goran tenía un hijo. Quizá también hubiera una mujer en su vida, y puede que también ella se dispusiera a compartir la agradable velada que padre e hijo estaban preparando. La agente sintió una punzada de celos, aunque no sabía por qué.

Devolvió la tarjeta de identificación en la entrada y allí le entregaron un sobre con un billete de tren para volver a casa. Esta vez, nadie la acompañaría a la estación. Debería haber llamado un taxi, con la esperanza de que su jefe le reembolsara el gasto, y pasar por el motel para recoger sus cosas.

Sin embargo, una vez en la calle, Mila descubrió que no tenía prisa. Miró alrededor y respiró aquel aire que de repente le pareció muy limpio y quieto. La ciudad aparecía como inmersa en una innatural burbuja de frío, en equilibrio en el límite de un acontecimiento meteorológico. Un grado de más o de menos, y todo cambiaría. Aquel aire enrarecido escondía la prematura promesa de una nevada. O bien, todo quedaría como ahora, inmóvil.

Sacó del sobre el billete de tren: todavía faltaban tres horas para la partida, pero ella estaba pensando en otra cosa. Quizá ese lapso de tiempo sería suficiente para hacer lo que la apremiaba. Y no había modo de saberlo sin intentarlo. En el fondo, si se hubiera revelado un agujero en el agua, nadie lo hubiera sabido. Y ella no podía marcharse con esa duda.

Tres horas. Serían suficientes.

Había alquilado un coche y llevaba cerca de una hora de viaje. Las cimas de las montañas se recortaban contra el cielo delante de ella. Casas de madera con tejados inclinados. De las chimeneas se elevaba un humo gris, perfumado de resina. La leña se apilaba en los patios. Las ventanas proyectaban una luz ocre y confortable.

Tras recorrer durante un buen rato la carretera estatal 115, Mila embocó la salida 25. Se dirigía al colegio en el que había estado interna Debby Gordon. Quería ver su habitación. Estaba convencida de que allí encontraría algo que la conduciría de nuevo a la niña número seis, a su nombre. Aunque para el inspector jefe Roche Mila ya fuera prácticamente inútil, no podía dejar a sus espaldas esa identidad incompleta. Era un pequeño gesto de piedad. Todavía no había sido difundida la noticia de que las niñas desaparecidas no eran solamente cinco, por lo que aún nadie tenía la posibilidad de llorar a la sexta víctima. No lo harían sin un nombre, y eso Mila lo sabía. Se convertiría en la mancha blanca sobre una lápida, la pausa silenciosa al final de una breve lista de nombres, sólo un número que añadir a la fría contabilidad de la muerte. Y ella no podía permitirlo en absoluto.

En realidad, había otra idea que la obsesionaba, por la que había recorrido todos aquellos kilómetros. Era por aquel cosquilleo suyo en la nuca…

La agente de policía llegó a su destino pasadas las nueve. El colegio se encontraba en un gracioso pueblo, a mil doscientos metros de altura. A esas horas, las calles estaban desiertas. El edificio escolar se hallaba algo apartado del pueblo, sobre una colina rodeada de un bonito parque, con un picadero de caballos y pistas de tenis y de baloncesto. Para llegar había que recorrer una larga avenida, por la que se entretenían los estudiantes que volvían de las actividades deportivas. Las risotadas cristalinas de aquellos jóvenes rompían la entrega del silencio.

Mila los adelantó y aparcó en la plaza. Poco después se presentó en la secretaría y pidió si podía visitar la habitación de Debby, con la esperanza de que nadie pusiera pegas. Después de consultar con un superior, la empleada regresó y le dijo que sí. Por suerte, la madre de Debby, después de la conversación que ambas habían mantenido, había llamado por teléfono para anunciar su visita. La empleada le entregó una etiqueta de identificación en la que se leía «Visitante» y le señaló el camino.

Mila recorrió los distintos pasillos hasta el ala que albergaba las habitaciones de las estudiantes. No le resultó difícil encontrar la de Debby. Sus compañeras habían llenado la puerta de cintas y tarjetas pintadas. Decían que la echaban mucho de menos, que no la olvidarían jamás. Y también estaba el previsible «Estarás en nuestros corazones x siempre».

Volvió a pensar en Debby, en la llamada telefónica hecha a sus padres para que se la llevaran a casa, en el aislamiento que una niña de su edad, tímida y retraída, puede padecer por culpa de sus compañeros en un sitio como ése. Y por eso encontró aquellas tarjetas de mal gusto, una manifestación hipócrita de un cariño tardío. «Podríais haberos fijado en ella cuando estaba aquí —pensó—. O cuando alguien se la llevó delante de vuestras narices.»

Del fondo del pasillo llegaban gritos y un alegre alboroto. Superando los cabos de velas ya apagados que alguien había dispuesto a lo largo del umbral en señal de recuerdo, Mila se introdujo en el refugio de Debby.

Cerró la puerta a su espalda y se hizo el silencio. Acto seguido, alargó una mano hacia una lámpara y la encendió. La habitación era pequeña. Enfrente había una ventana que daba directamente al parque. Apoyado contra la pared se veía un escritorio muy ordenado, encima del cual colgaban estantes llenos de libros. A Debby le gustaba leer. A la derecha estaba la puerta del baño, cerrado, y Mila decidió que le echaría un vistazo en último lugar. Sobre la cama yacían algunos peluches que escudriñaron a la policía con sus ojos fríos e inútiles, haciendo que se sintiera como una intrusa. La habitación estaba completamente tapizada de pósteres y fotografías que mostraban a Debby en casa, con los compañeros de su antigua escuela, sus amigas y su perro Sting. Todos los efectos personales que le fueron arrebatados para vivir en aquel colegio exclusivo.

Debby era una niña que escondía en sí misma los rasgos de una bella mujer, observó Mila. Los muchachos de su misma edad se habrían enterado demasiado tarde, arrepintiéndose de no haber entrevisto antes al cisne escondido en aquel patito aislado. Pero entonces ella, sabiamente, los habría ignorado.

Su mente regresó a la autopsia a la que había asistido, al momento en que Chang liberó del plástico su rostro y apareció entre el pelo el broche con la azucena blanca. Su asesino la había peinado, y Mila recordó haber pensado que la había arreglado para ellos.

Other books

Shadow's Witness by Kemp, Paul
Storm Surge by R. J. Blain
Silver Bound by Ella Drake
So Like Sleep by Jeremiah Healy
Mitchell Smith by Daydreams
Family of the Heart by Dorothy Clark
Fraying at the Edge by Cindy Woodsmall