«Pero no, la había arreglado para Alexander Bermann…»
Su mirada fue atraída por un pedazo de pared que quedaba extrañamente vacío. Se acercó y descubrió que, en varios puntos, el revoque estaba desconchado, como si antes hubiera algo que ahora ya no estaba. ¿Otra foto? Mila tuvo la sensación de que aquel lugar había sido violado. Otras manos, otros ojos, habían rozado el mundo de Debby, sus objetos, sus recuerdos. Quizá había sido la madre quien había quitado las fotos de la pared…, tendría que averiguarlo.
Todavía estaba reflexionando sobre esa circunstancia cuando un ruido la sobresaltó. Venía de fuera. Pero no del pasillo, sino de detrás de la puerta del baño.
Se llevó instintivamente la mano al cinturón, en busca del revólver. Cuando lo hubo agarrado firmemente, se arriesgó a levantarse de la posición en que se encontraba, hasta ponerse frente al baño con el arma preparada. Otro ruido. Esta vez, más nítido. Sí, allí dentro había alguien. Alguien que no se había dado cuenta de que ella estaba en la habitación. Alguien que, como ella, había pensado que ésa era la mejor hora para introducirse sin ser molestado en el cuarto de Debby y llevarse algo… ¿Pruebas tal vez? El corazón estaba a punto de salírsele del pecho. No entraría, sino que esperaría, decidió.
La puerta se abrió de golpe. Mila desplazó el dedo de la posición de seguridad al gatillo. Luego, por suerte, se detuvo. La muchacha abrió los brazos asustada, dejando caer lo que tenía entre las manos.
—¿Quién eres? —le preguntó Mila.
La niña titubeó:
—Soy… una amiga de Debby.
Mentía. Mila era perfectamente consciente. Devolvió el revólver al cinturón y miró al suelo, hacia los objetos que se le habían caído: un bote de perfume, algunos frascos de champú y un sombrero rojo de ala ancha.
—Sólo he venido a recoger las cosas que le presté —dijo, aunque sonó más como una excusa—. Las demás también han pasado, antes que yo…
Mila reconoció el sombrero rojo en una de las fotografías de la pared. Era Debby quien lo llevaba puesto, y entonces comprendió que estaba siendo testigo de una actividad de saqueo por parte de las compañeras de Debby que probablemente se prolongaría durante algunos días. No sería extraño que alguien se hubiera llevado las fotos de la pared.
—Está bien —dijo secamente—. Ahora vete.
La chica tuvo un instante de indecisión, luego recogió cuanto se le había caído al suelo y salió del cuarto. Mila la dejó hacer. A Debby le habría gustado así. Esos objetos no le servirían a su madre, que se sentiría culpable durante el resto de su vida por haberla mandado allí. En el fondo, creía que la señora Gordon había sido de alguna manera «afortunada» —siempre que se pudiera hablar de suerte en esos casos—, por tener al menos el cuerpo de su hija para poder llorarla.
Mila comenzó entonces a hurgar entre los cuadernos y los libros. Quería un nombre y lo tendría. Claro que sería mucho más fácil si encontrara el diario de Debby. Estaba segura de que debía de tener uno al que confiar sus penas, y, como todas las niñas de doce años, lo tendría en un sitio oculto. Un lugar no muy lejos del corazón, no obstante, donde poder cogerlo, cuando lo necesitara. «Y ¿cuándo tenemos más necesidad de refugiarnos en aquello que más queremos? —se preguntó—. De noche», fue la respuesta. Se inclinó junto a la cama, metió la mano bajo el colchón y palpó hasta que encontró algo.
Era una pequeña caja de latón con conejitos plateados que estaba cerrada con un sencillo candado.
La apoyó en la cama y miró a su alrededor, en busca del sitio donde pudiera estar escondida la llave. Pero de repente recordó haberla visto. Fue durante la autopsia del cadáver de Debby: estaba colgada del brazalete que llevaba en la muñeca derecha.
Se lo había dado a su madre y ahora no tenía tiempo de recuperarlo, así que decidió forzar la cajita. Haciendo palanca con un bolígrafo, logró desencajar las anillas en las que se cerraba el candado; después levantó la tapa. En el interior había un popurrí de especias, flores secas y maderas perfumadas; un imperdible manchado de rojo que debía de haber servido para el ritual de las hermanas de sangre; un pañuelito de seda bordado; un osito de goma con las orejas melladas; las velas de una tarta de cumpleaños… El tesoro de recuerdos de una adolescente.
Pero ningún diario.
«Qué extraño», se dijo Mila. Las dimensiones de la caja y la escasez de contenido habrían hecho pensar en la presencia de algo más. Y también el hecho de que Debby tuviera la necesidad de preservarlo todo con un candado. Aunque quizá precisamente por eso no hubiera ningún diario.
Decepcionada por ese agujero en el agua, miró el reloj: había perdido el tren. Mejor haría quedándose allí a buscar algo que pudiera reconducirla a la misteriosa amiga de Debby. Ya antes, mientras se adentraba entre los objetos de la niña, había vuelto a notar aquella sensación que ya había sentido varias veces y que no había conseguido identificar.
El cosquilleo en la nuca.
No podía marcharse de allí sin antes saber a qué era debido, pero necesitaba algo o a alguien que sirviera de apoyo a sus pensamientos huidizos para redirigir su trayectoria. A pesar de la hora, Mila tomó una decisión que se le antojó necesaria.
Marcó el número de teléfono de Goran Gavila.
—Doctor Gavila, soy Mila…
El criminólogo se quedó sorprendido y no respondió hasta pasados unos segundos.
—¿En qué puedo ayudarte, Mila?
¿Su tono era de fastidio? No, era sólo su impresión. La agente empezó contándole que a esas horas debería haber estado en un tren, pero, en cambio, se encontraba en la habitación de Debby Gordon, en el colegio. Prefirió contarle toda la verdad, y Goran la escuchó. Cuando terminó, hubo un largo silencio al otro lado.
Ella no podía saberlo, pero Goran estaba mirando los estantes de su cocina con una taza de café humeante en la mano. El criminólogo había intentado contactar con Roche una y otra vez para evitar su suicidio mediático, pero había sido inútil.
—Quizá nos hayamos precipitado con Alexander Bermann —declaró.
Mila se percató de que Gavila hablaba con un hilo de voz, casi como si le hubiera costado pronunciar esa frase.
—Yo también lo creo —convino—. ¿Cómo ha llegado usted a esa conclusión?
—Porque llevaba a Debby Gordon en el maletero. ¿Por qué no a la última niña?
Mila recordó la explicación de Stern de aquella rara circunstancia:
—Quizá Bermann cometió un error al ocultar el cadáver, dio un paso en falso que podría hacer que lo descubrieran, y se disponía a llevarla a un lugar en el que esconderla mejor.
Goran escuchó, perplejo. Desde el otro lado, su respiración se agitó.
—¿Qué ocurre? —se inquietó Mila—. ¿He dicho algo que no encaja?
—No. Pero no parecías muy convencida mientras lo decías. —No, en efecto —convino ella después de pensarlo. —Falta algo. O, mejor dicho, hay algo que no está en armonía con el resto.
Mila sabía que un buen policía vive de sus percepciones. Nunca se hace referencia a ellas en los informes oficiales, pues en éstos sólo sirven los «hechos». Pero, ya que había sido Gavila el que había sacado el tema, Mila se arriesgó a hablarle de sus sensaciones.
—La primera vez que lo sentí fue durante el informe del médico legal. Fue como una nota desafinada, pero no logré retenerla, y la perdí casi en seguida.
El cosquilleo en la nuca.
Oyó que en su casa Goran desplazaba una silla, y también ella se sentó. Después habló él:
—Probemos, como hipótesis, a excluir a Bermann… —De acuerdo.
—Imaginemos que el artífice de todo sea otra persona. Supongamos que ese tío ha salido de la nada y ha metido a una niña con el brazo amputado en el maletero de Bermann…
—Bermann nos lo habría dicho para desviar las sospechas que caían sobre sí mismo —apuntó Mila.
—No lo creo —replicó Goran con seguridad—. Bermann era un pedófilo: no podría haberlas desviado mucho. Sabía que estaba perdido. Se suicidó porque no tenía salvación, y para proteger a la organización de la que formaba parte.
Mila recordó que también el profesor de música se había suicidado.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Volver a Albert, el perfil neutro e impersonal que habíamos elaborado al principio.
Por primera vez, Mila se sintió realmente implicada en el caso. El trabajo en equipo era una experiencia nueva para ella. Y no le desagradaba trabajar junto al doctor Gavila. Lo conocía desde hacía poco, pero ya había aprendido a confiar en él.
—El caso es que el secuestro de las niñas y el cementerio de brazos tienen una razón. Quizá absurda, pero la tienen. Y, para explicarla, necesitamos conocer a nuestro hombre. Cuanto más lo conozcamos, más podremos comprenderlo. Cuanto más lo comprendamos, más nos acercaremos a él. ¿Tienes eso claro?
—Sí… Pero ¿cuál será mi papel? —quiso saber ella.
El tono de Goran se hizo más grave, la voz cargada de energía:
—Es un depredador, ¿no? Entonces, enséñame cómo caza…
Mila abrió el cuaderno que llevaba consigo. Del otro lado él oyó que pasaba las páginas. La agente empezó a leer sus notas sobre las víctimas: «Debby, doce años. Desaparecida en la escuela. Sus compañeros recuerdan haberla visto salir al acabar las clases. En el colegio no se dieron cuenta de su ausencia hasta que pasaron lista por la noche.»
Goran dio un largo sorbo a su café y luego dijo:
—Ahora háblame de la segunda…
—Anneke, diez años. Al principio todos pensaron que se había perdido en el bosque… La número tres se llamaba Sabine, era la más pequeña: siete años. Ocurrió el sábado por la tarde, mientras estaba con su familia en el parque de atracciones.
—Es la que se llevó del tiovivo, delante de las narices de los padres. Y fue entonces cuando se disparó la alarma en todo el país. Nuestro equipo intervino, y fue entonces cuando la cuarta niña desapareció también.
—Melissa, la mayor: trece años. Sus padres le habían impuesto el toque de queda, pero el día de su cumpleaños lo desobedeció para ir a celebrarlo con sus amigas a la bolera.
—Fueron todas, menos Melissa —recordó el criminólogo.
—A Caroline la secuestró cuando estaba en su cama, tras entrar en la casa… Y luego está la número seis.
—Ésa, después. Hablemos de las otras por ahora.
Goran se sentía increíblemente en sintonía con Mila, una sensación que no percibía desde hacía mucho tiempo.
—Ahora necesito que razones conmigo, Mila. Dime: ¿cómo se comporta nuestro Albert?
—Primero secuestra a una niña que está lejos de casa y que es poco sociable. Así nadie se dará cuenta de nada y él tendrá tiempo…
—¿Tiempo para hacer qué?
—Es como una prueba: quiere estar seguro de lograr lo que se propone. Y, con tiempo a su disposición, siempre puede deshacerse de la víctima y desaparecer.
—Con Anneke ya está más relajado, pero decide secuestrarla él mismo en el bosque, lejos de posibles testigos… ¿Y cómo sé comporta con Sabine?
—Se la lleva a la vista de todos: en el parque de atracciones.
—¿Por qué? —preguntó Goran.
—Por el mismo motivo por el que secuestra a Melissa cuando ya están todos alerta o a Caroline en su casa.
—¿Cuál es ese motivo?
—Se siente fuerte, ha adquirido seguridad.
—Bien —dijo Goran—. Sigue… Ahora cuéntame desde el principio la historia de las hermanas de sangre…
—Lo hacen las niñas. Se pinchan el dedo con un imperdible y luego unen las yemas, recitando juntas una cantinela.
—¿Quiénes son las dos niñas?
—Debby y la número seis.
—Pero ¿por qué la elige Albert? —inquirió Goran—. Es absurdo. ¡Las autoridades están en alerta, todos buscan a Debby y él vuelve para secuestrar a su mejor amiga! ¿Por qué correr un riesgo como ése? ¿Por qué?
Mila sabía adonde quería llegar el criminólogo y, aunque fue ella quien lo dijo, había sido él el que la había conducido hasta allí.
—Creo que se trata de un desafío…
Esa última palabra pronunciada por Mila tuvo el efecto de abrir una puerta cerrada en la cabeza del criminólogo, que se levantó de la silla y empezó a caminar por la cocina.
—Continúa…
—Ha querido demostrar algo. Que es el más listo, por ejemplo.
—El mejor de todos. Es evidente que se trata de un egocéntrico, de un hombre enfermo de narcisismo… Ahora, háblame de la número seis.
Ella pareció contrariada.
—No sabemos nada.
—Tú háblame de ella de todos modos. Hazlo con lo que tenemos…
Mila dejó el cuaderno, ahora tenía que improvisar.
—Está bien, veamos… Tiene más o menos la edad de Debby, porque eran amigas. O sea, unos doce años. Lo confirma también el análisis de los cuerpos de Barr.
—Bien… ¿Qué más?
—Según el examen forense, murió de manera distinta.
—¿Es decir? Recuérdamelo…
Mila cogió de nuevo el cuaderno en busca de la respuesta.
—Le amputó el brazo como a las demás, sólo que en su sangre y en sus tejidos había restos de un cóctel de fármacos.
Goran le hizo repetir los nombres de las medicinas enumeradas por Chang. Antiarrítmicos como la disopiramida, inhibidores de la ACE, atenolol, que es un betabloqueante…
Eso era lo que no lo convencía.
—Eso es lo que no me convence —dijo Mila, y por un instante, Goran Gavila tuvo la sospecha de que aquella mujer podía leerle el pensamiento.
«Durante la reunión, usted dijo que Albert redujo así su ritmo cardíaco e hizo que le bajara la presión —apuntó Mila—. Y el doctor Chang añadió que su objetivo era ralentizar el desangramiento para dejarla morir lentamente.
«Ralentizar el desangramiento. Dejarla morir lentamente.»
—Está bien, ahora háblame de sus padres…
—¿Cuáles? —preguntó Mila sin entender.
—¡No me importa que no esté escrito en tu maldito cuaderno! ¡Quiero tus impresiones, vamos!
¿Cómo sabía lo del cuaderno de notas?, se preguntó, sorprendida por su reacción. Pero luego comenzó a razonar de nuevo.
—Los padres de la sexta niña no se han presentado como los demás para el examen del ADN. No sabemos quiénes son porque no han denunciado su desaparición.
—¿Por qué no la han denunciado? ¿Quizá no lo saben todavía?
—Improbable.
«Ralentizar el desangramiento.»
—¡Quizá no tenga padres! ¡Quizá esté sola en el mundo! ¡Tal vez no le importe a nadie! —Goran se estaba alterando.