Mila dejó transcurrir un minuto más, escudriñando en sus rostros en busca de algún chacal que hubiera actuado creyendo inútil el consuelo de la manada. Pero no lo encontró. Deseó de veras que sólo aquellas siete fueran las responsables.
—Bien, las demás podéis iros.
Las chicas se despidieron sin demora y salieron de prisa. Mila se volvió hacia sus colegas y cruzó una mirada con Goran, impasible. No obstante, de repente él hizo algo que la desconcertó: le guiñó el ojo. Quiso sonreírle, pero se contuvo, porque también los demás la estaban mirando.
Pasaron unos quince minutos hasta que las siete muchachas estuvieron de vuelta en la sala. Cada una llevaba algunos objetos consigo, que depositaron sobre la larga mesa donde generalmente se sentaban los docentes vestidos con sus togas durante las ceremonias. Luego esperaron a que Mila y los demás pasaran revista.
Eran sobre todo vestidos y accesorios, cosas de niñas, como muñecas y peluches. También había un lector de mp3 de color rosa, un par de gafas de sol, perfumes, sales de baño, un estuche en forma de mariquita, el sombrero rojo de Debby y un videojuego.
—No lo he roto yo…
Mila miró a la niña algo rolliza que había hablado. Era la más pequeña de todas; debía de tener a lo sumo ocho años. Llevaba el cabello rubio y largo recogido en una trenza, y sus ojos azules apenas conseguían retener las lágrimas. La agente le sonrió para reconfortarla. Luego miró mejor el aparato, lo cogió y se lo tendió a Boris.
—¿Qué es?
Él le dio vueltas entre las manos. —No parece un videojuego… Lo puso en marcha.
Una lucecita roja empezó a parpadear en la pantalla, emitiendo un breve sonido a intervalos regulares.
—Ya les he dicho que está roto. La pelotita no se mueve —se apresuró a precisar la niña rolliza.
Mila notó que Boris palidecía de repente.
—Ya sé qué es… Joder…
Al oír el improperio de Boris, la niña entornó los ojos, incrédula y al mismo tiempo divertida porque alguien pudiera profanar aquel austero lugar.
Pero Boris ni siquiera reparó en ella, concentrado como estaba en la función del objeto que tenía entre las manos.
—Es el receptor de un GPS. Desde alguna parte, alguien nos está mandando una señal…
El llamamiento televisivo a la familia de la sexta niña no estaba dando frutos.
La mayoría de las llamadas que se recibían eran de personas que expresaban su solidaridad y que, de hecho, sólo saturaban las líneas. Una abuela de cinco nietos llamó unas siete veces para «tener noticias de aquella pobre niña». A la enésima llamada, uno de los agentes encargados le rogó amablemente que, por favor, no volviera a llamar y, por toda respuesta, oyó cómo la anciana lo mandaba al diablo.
—Si intentas hacerles notar lo inoportuno de su comportamiento, dicen que el insensible eres tú —fue el comentario de Goran cuando Stern lo puso al corriente.
Se hallaban a bordo de la unidad móvil, detrás de la señal del GPS.
Frente a ellos, los vehículos blindados de los cuerpos especiales, que esta vez dirigirían el espectáculo, como les había comunicado Roche un rato antes.
Tanta prudencia era debida al hecho de que todavía no sabían adonde los estaba conduciendo Albert; podía tratarse incluso de una trampa. Pero Goran era de otro parecer: «Quiere mostrarnos algo. Algo de lo que seguramente está muy orgulloso.»
La señal del GPS había sido localizada en una vasta zona, de algunos kilómetros cuadrados. A esa distancia no se podía localizar el transmisor; era necesario acudir en persona al lugar.
En la unidad móvil, la tensión era palpable. Goran intercambiaba algunas palabras con Stern. Boris revisaba el arma reglamentaria para verificar su eficacia, y luego volvía a asegurarse de que el chaleco antibalas se adhería bien a su costado. Mientras tanto, Mila miraba por la ventanilla la zona cercana a la salida de la autopista, con sus puentes y sus lenguas de asfalto que se entrelazaban.
Le habían dado el receptor GPS al capitán del comando especial, pero Sarah Rosa podía seguir en la pantalla de su ordenador todo cuanto veían los compañeros que los precedían.
De pronto, una voz anunció por radio:
—Nos estamos acercando. Parece que la señal procede de un punto situado a un kilómetro por delante de nosotros, cambio…
Todos se inclinaron para mirar.
—¿Qué clase de sitio es ése? —inquirió Rosa.
Mila entrevió a lo lejos un majestuoso edificio de ladrillo rojo, compuesto por varios pabellones unidos entre sí y dispuestos en forma de cruz. El estilo era el gótico revisitado de los años treinta, severo y oscuro, típico de las iglesias construidas en la época. Sobre uno de los perfiles despuntaba un campanario. A su lado, una iglesia.
Los blindados se alinearon en la larga avenida de tierra que conducía al cuerpo central. Al llegar a la plaza, los hombres se prepararon para irrumpir en el edificio.
Mila bajó con los demás y levantó la mirada hacia la imponente fachada ennegrecida por el paso de los años. Sobre el umbral podía verse una inscripción en bajorrelieve.
Visitare pupillos in tribulatione eorum et immaculatum se custodire ab hoc saeculo.
—«Socorrer a los huérfanos en sus tribulaciones y mantenerse incontaminado de este mundo» —tradujo Goran por ella.
En una época había sido un orfanato. Ahora estaba cerrado.
El capitán hizo una seña y los equipos operativos se separaron, entrando en el edificio por los accesos laterales. A falta de un plan logistico, estaban obligados a improvisar.
Esperaron cerca de un minuto, luego Mila y los demás entraron junto al capitán por el portón principal.
La primera sala que encontraron era inmensa. Delante de ellos se entrelazaban dos escaleras que conducían a las plantas superiores. Una alta cristalera filtraba una luz calinosa. Los únicos dueños del sitio, ya, eran algunas palomas que, asustadas por aquellas presencias extrañas, se agitaron batiendo enloquecidas las alas alrededor del tragaluz y proyectando en el suelo sombras fugaces. En el interior retumbaba el sonido de las botas de los hombres de los equipos especiales que inspeccionaban habitación por habitación.
—¡Despejado! —se gritaban cada vez que un local era «asegurado».
En aquella atmósfera irreal, Mila miró a su alrededor. Una vez más, había un colegio en el diseño de Albert, aunque muy distinto del exclusivo de Debby Gordon.
—Un orfanato. Aquí, al menos, tenían un techo y una educación asegurada —comentó Stern.
Pero Boris se sintió en la obligación de precisar:
—Aquí mandaban a los niños que nadie adoptaría nunca: los hijos de los presos, y los huérfanos de padres suicidas.
Todos estaban a la espera de una revelación. Cualquier cosa que interrumpiera aquel hechizo de horror sería bien recibida. Algo que por fin revelara la razón que los había llevado hasta ese lugar. El eco de los pasos cesó de repente, y después de unos pocos segundos, una voz irrumpió en la radio:
—Señor, aquí hay algo…
El transmisor GPS se hallaba en el sótano. Mila se encontró con los demás corriendo en esa dirección, atravesando la cocina del colegio con sus grandes calderos de hierro, y cruzando después un enorme refectorio con sillas y mesas de conglomerado de madera revestidas de fórmica azul. A continuación bajaron por una estrecha escalera de caracol hasta encontrarse en un amplio local con el techo bajo que recibía la luz de una fila de claraboyas. El suelo era de mármol y declinaba hacia un pasillo central donde desembocaban las tuberías. De mármol eran también las tinas que se alineaban a lo largo de las paredes.
—Esto debía de ser la lavandería —dijo Stern.
Los hombres de los equipos especiales rodearon los lavaderos, manteniéndose a distancia para no contaminar la escena. Uno de ellos se quitó el casco y se arrodilló para vomitar. Nadie quería mirar.
Boris fue el primero en cruzar la formación dispuesta como una frontera alrededor de lo indescriptible, y se detuvo de inmediato, llevándose una mano a la boca. Sarah Rosa desvió la mirada. Stern solamente exclamó:
—Que Dios nos perdone…
Mientras el doctor Gavila se mantenía impasible, fue el turno de Mila. Anneke.
El cuerpo yacía sobre un par de centímetros de líquido turbio. Su tez cerúlea ya presentaba las primeras señales de la degradación post mórtem. Estaba desnuda. En la mano derecha, la niña sujetaba el transmisor GPS, que seguía pulsando, un absurdo destello de vida artificial en aquel cuadro de muerte.
También a Anneke le había cortado el brazo izquierdo, cuya ausencia desarticulaba la postura del busto. Pero no era ese detalle el que turbaba a los presentes, ni tampoco el estado de conservación del cuerpo, ni el hecho de encontrarse frente a la exhibición de una inocente obscenidad. Lo que había provocado su reacción era otra cosa.
El cadáver estaba sonriendo.
Se llamaba padre Timothy. Tenía unos treinta y cinco años, pelo rubio y fino, con la raya al lado. Y temblaba. Era el único habitante del lugar.
Ocupaba la casa parroquial que se encontraba junto a la pequeña iglesia: los únicos inmuebles del enorme complejo que todavía se utilizaban. El resto estaba abandonado desde hacía años.
—Yo estoy aquí porque la iglesia todavía está consagrada —explicó el joven sacerdote. Aunque el padre Timothy ahora ya oficiaba misa exclusivamente para sí mismo—. Nadie viene hasta aquí. La periferia está demasiado lejos, y la autopista nos ha aislado por completo.
Hacía apenas seis meses que estaba allí. Había sustituido a un tal padre Rolf cuando éste se jubiló y, obviamente, no tenía ni idea de lo que había ocurrido en el orfanato.
—Casi nunca me acerco por allí —confesó—. ¿Para qué tendría que ir?
Habían sido Sarah Rosa y Mila las que le habían informado de las razones de su intrusión. Y del hallazgo del cadáver. Cuando supo de la existencia del padre Timothy, Goran prefirió mandarlas a ellas dos para que hablaran con él. Rosa simulaba tomar notas en su cuaderno, pero se veía a la legua que no le importaban demasiado las palabras del cura. Mila trataba de tranquilizarlo diciéndole que nadie esperaba nada de él, y que de ningún modo tenía la culpa de lo sucedido.
—Esa pobre niña desdichada —exclamó el cura antes de echarse a llorar. Se lo veía muy afectado.
—Cuando se recupere, querríamos que se reuniera con nosotros en la lavandería —dijo Sarah Rosa, reavivando así su desaliento.
—¿Por qué?
—Porque podríamos necesitar hacerle algunas preguntas sobre el lugar: ese sitio parece un laberinto.
—Pero ya les he dicho que yo he entrado allí muy pocas veces, y no creo que…
Mila lo interrumpió:
—Se tratará sólo de unos pocos minutos, cuando ya hayamos sacado el cadáver.
Se las había ingeniado para insertar hábilmente esa información en su discurso porque comprendió que el padre Timothy no quería que la imagen del cuerpo torturado de una niña se grabara en su memoria. En el fondo, él tenía que seguir viviendo en ese lúgubre lugar, y ya le resultaría bastante difícil así.
—Como quieran —consintió al fin, inclinando la cabeza.
Luego las acompañó hasta la puerta, recalcando su intención de mantenerse a su disposición.
Cuando volvieron junto a los demás, Rosa precedió a propósito a Mila un par de pasos, lo suficiente para marcar la distancia que había entre ellas. En otro momento, Mila habría reaccionado ante la provocación, pero ahora formaba parte de un equipo y tenía que respetar unas reglas si quería llevar a cabo su trabajo.
«Ya ajustaré cuentas contigo más tarde», pensó.
Pero, mientras formulaba ese pensamiento, se percató de que había dado por hecho que aquello tendría un fin. Que, de alguna manera, dejarían atrás ese horror.
«Es innato en la naturaleza humana —se dijo—. Uno tiene que seguir adelante con su propia vida.» Los muertos serían enterrados, y con el tiempo todo sería metabolizado. Sólo quedaría un vago recuerdo en su ánimo, el descarte de un inevitable proceso de autoconservación.
Para todos…, excepto para ella, que esa misma tarde haría que ese recuerdo se tornara indeleble.
Es posible obtener una gran cantidad de información del escenario de un crimen, ya sea sobre la dinámica de los acontecimientos como sobre la personalidad del homicida.
Mientras que el del coche de Bermann no podía valorarse como un verdadero escenario del crimen, en el caso del segundo cadáver podría deducirse mucho sobre Albert. Por eso era necesario un análisis profundo del lugar y, a través de aquella suerte de entrenamiento colectivo que constituía la verdadera fuerza del equipo, una mejor definición de la figura del asesino al que intentaban dar caza.
A pesar de las tentativas de Sarah Rosa de mantenerla fuera del grupo, Mila al final se había ganado un sitio en la cadena de energías —como la había rebautizado ella en ocasión del hallazgo del primer cadáver en el coche de Bermann—, y ahora también Boris y Stern la consideraban una de los suyos.
Una vez se hubieron marchado los integrantes de las fuerzas especiales, Goran y los suyos ocuparon la lavandería.
La escena había sido iluminada por las luces halógenas plantadas sobre cuatro trípodes y conectadas a un generador, ya que en el edificio no había corriente eléctrica.
Nada había sido tocado todavía. El doctor Chang, sin embargo, ya se afanaba alrededor del cadáver. Había traído consigo un extraño atrezo metido en un maletín, compuesto de probetas, reactivos químicos y un microscopio. En ese momento estaba retirando una muestra del agua turbia en la que había sido sumergido parcialmente el cadáver. Dentro de poco llegaría Krepp y tomaría el relevo.
Disponían aún de media hora de tiempo antes de dejarle el campo libre a la científica.
—Obviamente no nos encontramos frente a una escena del crimen primaria —empezó Goran, entendiendo que ésa era una escena secundaria, porque indudablemente la muerte de la niña había ocurrido en otro sitio.
En el caso de los asesinos en serie, el enclave del hallazgo de las víctimas es mucho más importante que el lugar donde han sido asesinadas, porque, mientras que el asesinato es siempre un acto que el homicida se reserva para sí, todo lo que lo sigue se convierte en una manera de compartir la experiencia. Mediante el cadáver de la víctima, el asesino establece un tipo de comunicación con los investigadores.