—Fue usted quien ofreció la recompensa de diez millones para encontrar a la sexta niña —dijo Goran.
—Me pareció lo mínimo que podía hacer.
Estaba desafiándolos en el terreno de la verdad. Quizá quería provocarlos, o quizá sólo fuera por su raro anticonformismo, que contrastaba claramente con la austeridad de la casa en que había elegido retirarse.
Goran decidió aceptar el desafío.
—¿Usted sabía lo de su hermano?
—Todos lo sabían, y todos han callado.
—¿Por qué esta vez no?
—¿A qué se refiere?
—El montero que encontró el cuerpo de la niña…, imagino que también él estaba a sueldo…
Mila intuyó lo que Goran ya había comprendido. Es decir, que Lara podría haber enterrado fácilmente todo el asunto, pero no había querido hacerlo.
—¿Usted cree en la existencia del alma?
Mientras lo preguntaba, Lara acarició el perfil del libro que tenía a su lado.
—¿Y usted?
—Estoy reflexionando sobre ello desde hace algún tiempo…
—¿Por eso no les permite a los médicos desconectar a su hermano de las máquinas que todavía lo mantienen con vida?
La mujer no contestó de inmediato. Sin embargo, levantó la mirada al techo. Joseph B. Rockford estaba en la planta de arriba, en la cama en la que había dormido desde niño. Su habitación había sido transformada en una sala de vigilancia intensiva digna de un moderno hospital. Estaba conectado a máquinas que respiraban por él, que lo nutrían de fármacos y líquidos, le limpiaban la sangre y las vísceras.
—No me malinterpreten: yo quiero que mi hermano muera.
Parecía sincera.
—Probablemente su hermano conocía al hombre que ha secuestrado y matado a las cinco niñas, y que ahora mantiene prisionera a la sexta. Usted no imagina quién puede ser, ¿verdad?…
Lara volvió su único ojo hacia Goran: por fin lo miraba a la cara. O, mejor, se dejaba mirar por él claramente.
—Quién sabe, podría ser algún miembro del personal. Alguno de los de ahora o tal vez alguien que estuvo aquí en el pasado. Deberían comprobarlo.
—Ya lo estamos haciendo, pero temo que el hombre que buscamos sea demasiado listo para concedernos un favor semejante.
—Como ya habrán comprendido, en esta casa sólo entraba la gente a la que Joseph pagaba. Contratados y asalariados, bajo su control. Nunca he visto a extraños.
—Y a los chicos, ¿los veía? —preguntó Mila impulsivamente.
La mujer se tomó un largo instante para contestar.
—También les pagaba a ellos. De vez en cuando, especialmente en las últimas ocasiones, se divertía sometiéndolos a una especie de contrato por el que le vendían su alma. Pensaban que era un juego, una broma para sacarle un poco de dinero a un multimillonario chiflado. Así que firmaban. Todos firmaban. Encontré algunos de los pergaminos en la caja fuerte del estudio. Las firmas son bastante legibles, aunque lo utilizado no es propiamente tinta…
Se rió de la macabra alusión con una risotada extraña, que turbó a Mila. Le había salido de lo más hondo. Como si hubiera estado macerándose durante mucho tiempo en los pulmones y luego la hubiera escupido fuera. Era ronca de nicotina, pero también de dolor. Finalmente cogió entre las manos el libro que tenía a su lado.
Era
Fausto
.
Mila dio un paso hacia ella.
—¿Tiene usted algo en contra de que intentemos interrogar a su hermano?
Goran y Boris la miraron como si hubiera perdido el juicio. Lara rió de nuevo.
—¿Y cómo va a hacerlo? Ya está más muerto que vivo. —Después se puso seria y añadió—: Es demasiado tarde. Pero Mila insistió:
—Déjenos probar.
A primera vista, Niela Papakidis parecía una mujer frágil.
Quizá porque era baja de estatura y de caderas desproporcionadas. O tal vez fuera porque sus ojos albergaban una alegría triste que te hacía recordar la canción de un musical de Fred Astaire, o la foto de la velada de un viejo fin de año, o el último día de verano.
En cambio, era una mujer muy fuerte.
Había reunido esa fuerza poco a poco, durante años de pequeñas y grandes adversidades. Había nacido en un pueblecito, la primera de siete hijos, la única niña. Tenía sólo once años cuando murió su madre. Así que le había tocado a ella sacar adelante la casa, ocuparse del padre y de criar a sus hermanos. Consiguió que todos se sacaran un diploma para que pudieran encontrar un empleo decoroso, y gracias al dinero ahorrado mediante muchas renuncias, nunca les faltó de nada. Los vio casarse con buenas chicas, comprarse una casa y dar a luz a una veintena de sobrinitos que fueron su alegría y su orgullo. Cuando también el más pequeño de los hermanos dejó el hogar paterno, ella se quedó a cuidar al padre en su vejez, negándose a internarlo en un asilo. Para no cargar a los hermanos y a las cuñadas con ese peso, solía decir: «No os preocupéis por mí. Vosotros tenéis vuestras familias, yo estoy sola. No es ningún sacrificio.»
Estuvo con el padre hasta que éste pasó de los noventa años, cuidándolo como a un recién nacido. A su muerte reunió a los hermanos. «Tengo cuarenta y siete años, y creo que ya no me casaré —les dijo—. Nunca tendré hijos propios, pero considero a mis sobrinos como si lo fueran, y eso me basta. Os agradezco la invitación que me habéis hecho para que me vaya a vivir con vosotros, pero ya hice mi elección hace algunos años, aunque os la revelo sólo ahora. No volveremos a vernos, queridos hermanos… He decidido dedicar mi vida a Jesús; mañana mismo me recluiré en un convento de clausura hasta el final de mis días.»
—¡Entonces, es una monja! —dijo Boris, que, mientras conducía, había escuchado en silencio la historia que Mila acababa de contar.
—Niela no es solamente una monja. Es mucho más.
—Todavía no puedo creer que lograras convencer a Gavila. ¡Y, sobre todo, que luego él consiguiera convencer a Roche!
—Sólo es un intento, ¿qué podemos perder? Además, creo que Niela es la persona apropiada para mantener en secreto todo el asunto.
—¡Ah, eso seguro!
En el asiento posterior había una caja con un gran lazo rojo.
—Los bombones son la única debilidad de Niela —dijo Mila cuando le preguntó si podían parar en una pastelería.
—Pero si es una monja de clausura no puede venir con nosotros.
—Bueno, en realidad la historia es un poco más complicada…
—¿A qué te refieres?
—A que Niela sólo ha pasado algunos años en el convento. Cuando se dieron cuenta de lo que sabía hacer, la devolvieron al mundo.
Llegaron poco después de mediodía. En aquella parte de la ciudad imperaba el caos. Al ruido del tráfico se añadía la música de los equipos estereofónicos y los gritos de las peleas que provenían de las casas además de las actividades más o menos lícitas que se desarrollaban en las calles. La gente que vivía en aquél lugar no se movía nunca de allí. El centro —que se hallaba tan sólo a unas pocas paradas de metro—, con sus restaurantes de lujo, sus
boutiques
y sus salones de té, estaba casi tan lejos para ellos como podía estarlo el planeta Marte.
Se nacía y se moría en barrios como ése, y nunca se salía de ellos.
El GPS del coche en el que viajaban dejó de dar indicaciones justo después del enlace con la carretera estatal. La única información sobre las calles de que disponían ahora estaba en las pintadas de las paredes que señalaban las fronteras de los territorios de las pandillas.
Boris dobló por una calle lateral que terminaba en un callejón sin salida. Ya desde hacía algunos minutos se había dado cuenta de que tenía a su espalda un vehículo ocupado en seguir su desplazamiento. El hecho de que circulara por allí un coche con dos policías no había pasado inadvertido a los centinelas que vigilaban cada rincón del barrio.
—Bastará con ir a paso de hombre y mantener las manos bien a la vista —le había dicho Mila, que ya había estado otras veces en lugares como ése.
El edificio al que se dirigían se encontraba al final del callejón. Aparcaron entre los chasis de dos coches calcinados. Descendieron y Boris empezó a mirar a su alrededor. Estaba a punto de accionar el mando a distancia del cierre centralizado cuando Mila lo detuvo:
—No lo hagas. Y deja también las llaves puestas. Ésos serían capaces de forzar las puertas sólo por despecho.
—Perdona, pero entonces, ¿qué les impedirá llevarse mi coche?
Mila rodeó el vehículo y pasó al lado del conductor, hurgó en su bolsillo y sacó un rosario de plástico rojo, que ató alrededor del espejo retrovisor.
—Aquí, éste es el mejor dispositivo antirrobo.
Boris la miró, perplejo. Luego la siguió hacia el edificio.
El cartel de cartón a la entrada decía: La fila para la comida empieza a las once. Y como no todos los destinatarios del mensaje sabían leer, habían añadido al lado un dibujo con las manecillas de un reloj sobre un plato humeante.
El olor era una mezcla de comida y desinfectante. En el zaguán había algunas sillas de plástico desparejadas alrededor de un escritorio con revistas viejas encima. También había folletos informativos que cubrían muchos argumentos, desde la prevención de la caries en los niños hasta las distintas formas de no contraer enfermedades venéreas. El objetivo era que aquel sitio se pareciera a una sala de espera. En la pared se veían numerosos avisos y carteles que desbordaban de un tablero. Se oían voces por todos lados, aunque no se sabía exactamente de dónde provenían.
Mila tiró a Boris de una manga.
—Vamos, está arriba.
Empezaron a subir la escalera. No había un solo peldaño sano y la barandilla se balanceaba peligrosamente.
—Pero ¿en qué clase de sitio estamos? —Boris evitaba tocar cualquier cosa por miedo a quién sabe qué contagio. Siguió quejándose hasta que llegaron al descansillo de la escalera.
Delante de una puerta acristalada había una chica de unos veinte años, muy guapa. Estaba entregando un frasco de medicinas a un anciano vestido con harapos que apestaba a alcohol y a sudor rancio.
—Debes tomar una todos los días, ¿entendido?
A la chica no parecía molestarle el hedor. Hablaba con dulzura y en voz alta, recalcando bien las palabras, como se hace con los niños. El viejo asentía pero no parecía muy convencido.
Entonces la chica insistió:
—Es muy importante: no tienes que olvidarte nunca. De lo contrario, acabarás como la otra vez, que te trajeron aquí medio muerto.
Después se sacó del bolsillo un pañuelo y se lo anudó a la muñeca.
—Así no te olvidarás.
El hombre sonrió, contento. Cogió el frasco y se fue, contemplándose el brazo con aquel nuevo regalo.
—¿Qué necesitáis? —les preguntó la joven.
—Estamos buscando a Niela Papakidis —dijo Mila.
Boris se encontró mirando hipnotizado a la joven; de repente había olvidado todas las quejas que había expuesto por la escalera.
—Creo que está al fondo, en la penúltima habitación —dijo ella, señalando el pasillo a sus espaldas.
Cuando pasaron por su lado, Boris bajó los ojos para mirarle el pecho y se topó con la cruz dorada que la chica llevaba al cuello.
—Pero si es una…
—Sí —le respondió Mila, intentando no reírse. —¡Qué pena!
A medida que recorrían el pasillo, iban mirando a través de las puertas de las habitaciones; camas de acero, catres o simples sillas de ruedas. Todos los lugares estaban ocupados por humanos desahuciados, jóvenes y ancianos, sin distinciones. Eran enfermos de sida o drogadictos y alcohólicos con el hígado hecho papilla, o sencillamente viejos malparados.
Tenían dos cosas en común: la mirada cansada y la conciencia de haber vivido una vida equivocada. Ningún hospital los acogería en esas condiciones. Y probablemente no tenían una familia que pudiera ocuparse de ellos. O, si la tenían, los habían exiliado.
Iban a ese lugar a morir. Ésa era su característica. Niela Papakidis lo llamaba el «Puerto».
—Realmente hoy hace un día magnífico, Nora.
La monja estaba peinando con cuidado el largo cabello blanco de una anciana tendida en una cama vuelta hacia la ventana, y acompañaba sus gestos con palabras relajantes.
—Esta mañana, mientras paseaba por el parque, he dejado un poco de pan para los pájaros. Con toda esta nieve están en el nido todo el tiempo, calentándose unos a otros.
Mila llamó a la puerta entreabierta. Niela se volvió y, cuando la vio, su rostro se iluminó.
—¡Mi chiquitina! —dijo, abrazándola—. ¡Qué bien volver a verte!
Llevaba una camiseta de color papel de azúcar, arremangada hasta los codos porque siempre tenía calor, una falda que le llegaba por debajo de la rodilla y calzaba unas zapatillas de deporte. Su cabello era gris y corto. En la piel blanca del rostro destacaban sus ojos intensamente azules. El conjunto daba una idea de candor y limpieza. Boris reparó en que llevaba un rosario rojo al cuello, igual que el que Mila había anudado al espejo retrovisor del coche.
—Te presento a Boris, un compañero mío.
Él dio un paso adelante en un ademán algo sumiso.
—Es un placer.
—Acabáis de encontraros a la hermana Mery, ¿verdad? —preguntó Niela, apretándole la mano. Boris se sonrojó. —En realidad…
—No se preocupe, a muchos les provoca esa reacción… —Luego la mujer volvió a mirar a Mila—: ¿Por qué has venido al Puerto, pequeña?
Ella se puso seria.
—Imagino que habrás oído hablar del caso de las niñas desaparecidas.
—Aquí rezamos por ellas todas las noches. Pero los noticiarios no dicen mucho.
—Tampoco yo puedo hacerlo. Niela la miró a los ojos: —Has venido por la sexta, ¿verdad? —¿Qué puedes decirme al respecto? La monja suspiró.
—Estoy intentando establecer contacto, pero no es fácil. Mi don ya no es lo que antaño fue: se ha debilitado mucho. Quizá deba estar contenta por eso, ya que si lo perdiera completamente me permitirían volver al convento con mis queridas hermanas de hábito.
A Niela Papakidis no le gustaba que dijeran de ella que era una médium; alegaba que no era una palabra apropiada para definir un «regalo de Dios». Ella no se sentía especial. Lo era su talento. Niela únicamente era el medio elegido por Dios para usarlo por el bien de los demás.
Entre las muchas cosas que le había dicho a Boris mientras se dirigían al Puerto, Mila le contó cómo Niela descubrió que tenía una capacidad extrasensorial.