Rió de nuevo, y su carcajada describió mejor que las palabras toda la violencia padecida.
—No fue un accidente de tráfico lo que la dejó así… —insinuó Goran.
Lara sacudió la cabeza.
—Así, por fin, estuvo seguro de que nunca me iría.
Todos los presentes se apiadaron de aquella joven mujer, prisionera no ya de aquella casa, sino de su propio aspecto.
—Perdónenme —dijo luego dirigiéndose hacia la puerta, renqueando a causa de la pierna incapacitada.
Stern y Boris se hicieron a un lado para dejarla pasar. Luego volvieron a mirar a Goran, a la espera de que tomara una decisión.
Él se dirigió a Niela:
—¿Le apetece continuar?
—Sí —dijo la monja, a pesar de que la fatiga y el esfuerzo que estaba haciendo eran evidentes.
La siguiente pregunta era la más importante de todas, no tendrían otra ocasión para hacerla. De la respuesta dependía no sólo la supervivencia de la sexta niña, sino también la suya, porque si no lograban darle un sentido a lo que estaba ocurriendo, llevarían para siempre las cicatrices de aquellos hechos como una maldición.
—Niela, pídale a Joseph que le diga cuándo encontró al hombre que se parecía a él…
De noche la oía gritar.
Eran las migrañas, que no la dejaban en paz y le impedían dormir. La morfina tampoco conseguía calmar ya las repentinas punzadas. Se sacudía en la cama y gritaba hasta perder la voz. La belleza de un tiempo, que con tanto cuidado había tratado de preservar del paso inexorable de los años, se había desvanecido por completo y se había vuelto vulgar. Ella, que siempre había prestado tanta atención a las palabras, tan mesurada, se volvió grosera y fantasiosa en las blasfemias. Tenía para todos. Para su marido, que había muerto prematuramente. Para la hija, que había huido de ella. Y para aquel Dios que la había dejado así.
Sólo él lograba calmarla.
Iba a su habitación y le ataba las manos a la cama con un pañuelo de seda, para que no pudiera hacerse daño. Ya se había arrancado todo el cabello y tenía la cara estriada de sangre reseca por todas las veces que se había clavado las uñas en las mejillas.
—Joseph —lo llamaba mientras le acariciaba la frente—. Dime que he sido una buena madre. Dímelo, te lo ruego.
Y él, mirándola a unos ojos que se llenaban de lágrimas, se lo decía.
Joseph B. Rockford tenía treinta y dos años. Sólo le faltaban dieciocho para su cita con la muerte. No mucho tiempo antes, un conocido genetista había sido interpelado para verificar si también él compartiría la misma suerte que les había tocado al padre y al abuelo. Pero dados los aún escasos conocimientos de la época sobre la herencia genética de las enfermedades, la respuesta fue vaga: las probabilidades de que aquel raro síndrome estuviera dentro de él ya desde su nacimiento oscilaban entre el cuarenta y el setenta por ciento.
Desde entonces Joseph había vivido teniendo por delante aquella única meta. Todo lo demás eran sólo «etapas de acercamiento». Como la enfermedad de su madre. Las noches de la gran casa eran sacudidas por sus gritos inhumanos, transportados por el eco a través de las grandes habitaciones. Era imposible huir. Después de meses de insomnio forzado, Joseph había empezado a dormir con tapones en los oídos con tal de no pasar aquel suplicio.
Pero no bastaban.
Una madrugada, hacia las cuatro, se despertó. Había tenido un sueño, pero no lograba recordarlo. Sin embargo, no era eso lo que lo había despertado. Se sentó en la cama, tratando de entender qué había sido.
Había un insólito silencio en la casa.
Y Joseph comprendió. Se levantó y se vistió, poniéndose un par de pantalones, un jersey de cuello alto y su chaqueta Barbour de color verde. Luego salió de la habitación y pasó de largo junto a la puerta cerrada de la de su madre. Bajó la imponente escalera de mármol y, al cabo de pocos minutos, se encontró en el exterior.
Recorrió la larga avenida de la finca hasta llegar a la cancela del ala oeste, que era usada generalmente por los proveedores y la servidumbre. Para él, aquello era el confín del mundo. Muchas veces, cuando eran pequeños, él y Lara se habían acercado hasta allí en sus exploraciones. A pesar de que era mucho más joven que él, su hermana siempre quería ir más allá, demostrando una envidiable valentía. Pero Joseph siempre se echaba atrás. Lara se había ido desde hacía casi un año. Después de haber encontrado las fuerzas para cruzar ese límite, ya no había dado noticias suyas. Él la añoraba.
En aquella fría mañana de noviembre, Joseph permaneció durante algunos minutos inmóvil frente a la cancela. Luego se encaramó para saltar por encima de ella. Cuando sus pies tocaron el suelo, una nueva sensación se apoderó de él, unas cosquillas en medio del pecho que lo iluminaban todo a su alrededor. Por primera vez experimentaba la alegría.
Se encaminó a lo largo de la calle asfaltada.
El alba se anunciaba con la claridad del horizonte. La naturaleza alrededor de él era exactamente idéntica a la de la finca, tanto que por un instante tuvo la impresión de no haber dejado aquel lugar, y que la cancela sólo era un pretexto, porque la entera Creación empezaba y terminaba allí, y cada vez que se cruzaba ese límite comenzaba de nuevo, siempre igual a sí misma, y así hasta el infinito. Una serie interminable de universos paralelos, todos iguales. Antes o después volvería a ver su casa emerger por la senda, y tendría la certeza de haberse ilusionado en vano.
Pero no ocurrió así. A medida que aumentaba la distancia, afloraba la conciencia de poder conseguirlo.
Por allí no había nadie. Ni un coche, ni una casa a la vista. El sonido de sus pasos sobre el asfalto era la única huella humana entre el canto de los pájaros que empezaban a anunciar el nuevo día. No había viento que agitara los árboles, que parecían mirarlo a su paso, como a un extraño. Y él tuvo la tentación de saludarlos. El aire era placenteramente fresco y también tenía sabor. De escarcha, de hojas secas y hierba verde.
El sol era ya más que una promesa. Se deslizaba sobre los prados, ensanchándose y extendiéndose como una marea de aceite. Joseph no era capaz de decir cuántos kilómetros había recorrido. No tenía una meta. Pero eso era lo bonito: no le importaba. En los músculos de sus piernas pulsaba el ácido láctico. Nunca había sospechado que el dolor pudiera resultar agradable. Tenía energía en el cuerpo y aire que respirar. Serían esas dos variables las que decidieran el resto. Por una vez no quería razonar sobre las cosas. Hasta ese día su mente siempre había tenido ventaja, cerrándole el paso cada vez con un miedo diferente. Y aunque lo desconocido estuviera todavía al acecho a su alrededor, en esos pocos momentos ya había aprendido que, además del peligro, también podía aguardarlo algo valioso. Como el asombro, la capacidad de maravillarse.
Eso fue precisamente lo que sintió cuando percibió un nuevo sonido. Era bajo y lejano, pero se aproximaba paulatinamente, a su espalda. Pronto lo reconoció: era el ruido de un coche. Se volvió y vio aparecer el capó más allá de una cima. Luego el vehículo se hundió de nuevo en una pendiente para volver a emerger poco después. Era una vieja ranchera beige, y se dirigía hacia él. El parabrisas sucio no dejaba ver a los pasajeros en su interior. Joseph decidió ignorarla, se volvió y siguió caminando. Cuando el coche ya estuvo cerca, le pareció que ralentizaba la marcha.
—¡Eh!
Él titubeó, pero finalmente se volvió. Quizá era alguien que había ido a poner fin a su aventura. Sí, eso debía de ser. Su madre se habría despertado y empezado a gritar su nombre. Al no encontrarlo en su cama, habría mandado a la servidumbre a buscarlo por dentro y por fuera de la finca. Quizá el hombre que estaba llamándolo era uno de los jardineros, que había ido a buscarlo con su coche, saboreando una generosa recompensa.
—Eh, tú, ¿adonde vas? ¿Quieres que te lleve?
La pregunta lo alentó. No podía ser alguien de la casa. El vehículo se le acercó. Joseph no podía ver al conductor. Se detuvo, y la ranchera hizo otro tanto.
—Yo voy al norte —dijo el hombre al volante—. Podría hacer que te ahorraras unos pocos kilómetros. No es mucho, pero por aquí no encontrarás a nadie más que te lleve.
Su edad era indefinible. Podía tener cuarenta años, quizá menos. Era la barba rojiza, larga y sin afeitar, lo que hacía difícil saberlo. También llevaba el pelo largo, peinado hacia atrás y con la raya en el medio. Tenía los ojos grises.
—Entonces, ¿qué haces? ¿Subes?
Joseph lo pensó un instante, luego dijo:
—Sí, gracias.
Se acomodó junto al desconocido y el coche arrancó de nuevo. Los asientos estaban revestidos de terciopelo marrón, tan consumido en algunas zonas que mostraban la tela de debajo. En el habitáculo flotaba el olor del ambientador que colgaba del retrovisor. El asiento trasero había sido abatido para obtener un espacio más amplio, ocupado ahora por cajas de cartón y bolsas de plástico, herramientas y recipientes de distintas medidas. Todo estaba perfectamente ordenado. Sobre el salpicadero de plástico oscuro había rastros de adhesivo de viejas pegatinas. La radio, un viejo modelo con casete, reproducía una pieza de música
country
. El conductor, que había bajado el volumen para hablar con él, volvió a subirlo.
—¿Hace mucho que caminas?
Joseph evitaba mirarlo, por miedo a que pudiera darse cuenta de que estaba punto de mentir. —Sí, desde ayer. —¿Y no has hecho autoestop?
—Sí. Me recogió un camionero, pero luego se desviaba hacia otra parte.
—¿Por qué?, ¿tú adonde vas?
No esperaba la pregunta, y dijo la verdad:
—No lo sé.
El hombre se echó a reír.
—Si no lo sabes, entonces, ¿por qué dejaste al camionero? Joseph se volvió para mirarlo, serio. —Porque hacía demasiadas preguntas.
El hombre se rió aún más fuerte.
—Dios, me gusta tu carácter directo, chico.
Llevaba un anorak rojo, corto de mangas. Los pantalones eran de color marrón claro y el suéter de lana tenía motivos romboidales. Llevaba puestos unos zapatos de trabajo, con la suela de goma reforzada. Agarraba el volante con ambas manos. En la muñeca izquierda llevaba un reloj barato de plástico, de cuarzo líquido.
—Escucha, no sé cuáles son tus planes y no insistiré en saberlos pero, si te apetece, vivo aquí cerca y podrías venir a desayunar. ¿Qué me dices?
Joseph estaba a punto de decirle que no. Ya había sido bastante azaroso aceptar que lo llevara, así que ahora no lo seguiría quién sabe dónde para permitirle que lo atracara o algo peor. No obstante, se percató de que no era más que otro de sus miedos lo que lo estaba condicionando. El futuro era misterioso, no amenazador, lo había descubierto esa misma mañana. Y para saborear sus frutos, era necesario correr riesgos.
—De acuerdo —dijo finalmente.
—Huevos, beicon y café —prometió el desconocido.
Veinte minutos más tarde abandonaron la carretera principal para tomar un camino de tierra. Lo recorrieron lentamente, entre baches y tumbos, hasta llegar a las proximidades de una casa de madera con el techo inclinado. La pintura blanca que la revestía estaba desconchada en bastantes puntos. El porche tenía un aspecto ruinoso, y matojos de hierba brotaban aquí y allá entre los maderos. Aparcaron junto a la entrada.
«¿Quién es este tío?», se preguntó Joseph cuando vio dónde vivía, y advirtió, sin embargo, que la respuesta no sería tan interesante como la posibilidad de explorar su mundo.
—Bien venido —dijo el hombre en cuanto cruzaron el umbral de la puerta.
La primera estancia era de tamaño mediano. La decoración constaba de una mesa con tres sillas, una cómoda a la que le faltaban varios cajones y un viejo sofá con la tapicería arrancada en algunos puntos. De una de las paredes colgaba un cuadro sin marco que reproducía un paisaje anónimo.
Junto a la única ventana se veía una chimenea de piedra sucia de hollín que contenía ascuas ya frías. Sobre un tronco que servía de taburete se amontonaban algunas ollas manchadas de grasa requemada. Al fondo de la sala había dos puertas cerradas.
—Lo siento, no hay baño. Pero ahí fuera hay un montón de árboles —añadió el tipo, riendo.
Tampoco había electricidad ni agua corriente. Al cabo de un rato, el hombre descargó del vehículo los recipientes que Joseph había visto antes. Con viejos periódicos y leña que recogió de fuera, encendió fuego en la chimenea. Después de haber limpiado lo mejor que pudo una de las sartenes, puso a freír manteca y luego echó los huevos junto con el beicon. Aunque sencilla, la comida emanaba un aroma capaz de despertar el apetito.
Joseph, curioso, lo seguía con la mirada, al tiempo que lo atosigaba a preguntas como los niños a los adultos cuando llegan a la edad en que empiezan a descubrir el mundo. El hombre, sin embargo, no parecía molesto, más bien daba la impresión de que le gustaba hablar.
—¿Hace mucho que vives aquí?
—Hace un mes, pero ésta no es mi casa.
—¿Eso qué quiere decir?
—La de ahí fuera es mi verdadera casa —dijo señalando con el mentón el vehículo aparcado—. Me gusta recorrer mundo.
—¿Por qué te has detenido, entonces?
—Porque este lugar me gusta. Un día pasaba por la carretera y vi el camino. Giré y llegué aquí. La casa estaba abandonada desde quién sabe cuándo. Probablemente pertenecía a unos campesinos: hay una cabaña con utensilios de labranza detrás.
—¿Eso qué fue de ellos?
—Ah, no lo sé. Quizá hicieron como muchos otros: cuando hubo la crisis en los campos, debieron de ir en busca de una vida mejor en la ciudad. Por esta zona hay muchas granjas abandonadas.
—¿Por qué no probaron a vender la propiedad? El tipo soltó una risotada.
—¿Y quién iba a comprar un sitio como éste? Esta tierra no da un céntimo, amigo mío.
Terminó de cocinar y vertió directamente el contenido de la sartén en los platos dispuestos sobre la mesa. Joseph, sin aguardarlo, hundió el tenedor en la papilla amarillenta. Estaba hambriento, y le pareció que su sabor era excelente.
—Te gusta, ¿eh? Come con calma, hay mucho más.
Él continuó comiendo de manera voraz. Luego, con la boca llena, preguntó:
—¿Piensas quedarte mucho tiempo por aquí?
—Probablemente hasta finales de semana: el invierno es duro en esta zona. Estoy acumulando provisiones, y voy por las otras granjas abandonadas con la esperanza de encontrar algún objeto que todavía pueda servir de algo. Esta mañana he encontrado una tostadora; creo que está rota, pero puedo arreglarla.