En el Pensatorio, el equipo se había concentrado en las palabras de Gavila. Regresaron con la memoria al gueto donde el pedófilo tenía su madriguera y el ordenador con el que salía de caza por Internet.
—¡Krepp no encontró huellas en el viejo sillón de piel que había en el sótano!
De repente, a Goran aquello le parecía una revelación.
—¡Sobre todo lo demás sí, a cientos, pero allí no! ¿Por qué? ¡Porque alguien se había tomado la molestia de borrarlas!
Luego el criminólogo se movió hacia la pared sobre la que estaban clavados con chinchetas todos los informes, las fotos y los papeles con los resultados del caso del orfanato. Despegó una y empezó a leer. Era la transcripción de la grabación en la que el Ronald Dermis niño se confesaba con el padre Rolf, contenida en la grabadora hallada en el ataúd de Billy Moore.
—«Tú sabes lo que le ha pasado a Billy, ¿verdad, Ron?» «Dios se lo ha llevado consigo.» «No ha sido Dios, Ron. ¿Tú sabes quién ha sido?» «Se cayó. Se cayó de la torre.» «Pero tú estabas con él…»
«… Sí.» Y después, más adelante, el cura afirma: «Nadie te castigará si dices lo que pasó. Es una promesa.» Y se oye cómo responde Ronald: «Él me dijo que lo hiciera.» ¿Lo entendéis? «Él.»
Goran miró uno tras otro los rostros que lo observaban perplejos.
—Escuchad ahora lo que le pregunta el padre Rolf: «¿Él, quién? ¿Billy? ¿Te dijo Billy que lo empujaras?» «No», replica Ronald. «Entonces, ¿fue uno de los demás niños?», y Ronald de nuevo «No.» «¿Entonces, quién? Vamos, respóndeme. Esa persona que dices no existe, ¿verdad? Es sólo fruto de tu imaginación…» Ronald parece seguro cuando lo niega de nuevo, pero el padre Rolf insiste: «No hay nadie más aquí. Sólo tus compañeros y yo.» Y Ronald finalmente responde: «Él sólo viene por mí.»
Poco a poco, todos empezaban a darse cuenta.
Goran, excitado como un crío, corrió de nuevo hacia los papeles de la pared y cogió una copia de la carta que el Ronald adulto les había mandado a los investigadores.
—De la carta me sorprendió una frase: «después llegó EL. EL me entendía, me ha enseñado».
Les mostró la carta señalando el pasaje.
—¿Veis? Aquí la palabra «él» ha sido escrita en letras mayúsculas a propósito… Ya había reflexionado sobre ello, pero la conclusión a la que llegué era errónea. Creí que era un claro ejemplo de disociación de la personalidad, en la que el yo negativo aparece siempre separado del yo agente. Y por eso se convierte en «Él»… «He sido YO. Pero ha sido ÉL quien me ha dicho que lo hiciera. La culpa de lo que soy ES SUYA.» ¡Me equivocaba! ¡Y estaba cometiendo la misma equivocación que el padre Rolf treinta años antes! Cuando durante la confesión Ronald lo nombró a «Él», el cura creyó que se refería a sí mismo, y que sólo estaba tratando de exteriorizar la propia culpa. Es típico de los niños, pero el Ronald que nosotros conocimos ya no era un niño…
Mila vio disminuir un poco la energía en la mirada de Goran, lo que solía sucederle cada vez que cometía un error de valoración.
—¡Ese «Él» al que Ronald hace referencia no es una proyección de su psique, un doble al que atribuir la responsabilidad de las propias acciones! ¡No, es el mismo «Él» que se acomodaba en el sillón de Alexander Bermann cada vez que éste se conectaba a Internet a la caza de niños! Feldher deja una miríada de huellas en la casa de Yvonne Gress pero se preocupa de repintar la habitación de la masacre porque en la pared está lo único que debe ocultar…, o tal vez evidenciar: ¡la imagen inmortalizada por la sangre del hombre que asiste al espectáculo! Por tanto, «Él» es Albert.
—Lo siento, pero no encaja —afirmó Sarah Rosa con una calma y una seguridad que asombró a todo el mundo—. Hemos visionado las filmaciones del sistema de seguridad de Cabo Alto y, aparte de Feldher, nadie más entró en aquella casa.
Goran se volvió hacia ella, señalándola con un dedo:
—Exacto, porque él desconectó las cámaras al provocar un pequeño apagón cada vez. Bien pensado, el mismo efecto en la pared podía conseguirse con un perfil de cartón o un maniquí. ¿Y eso qué nos enseña?
—Que es un experto creador de ilusiones —dijo Mila.
—¡Exacto también! Desde el principio ese hombre nos desafía a que comprendamos sus tretas. Tomad como ejemplo el secuestro de Sabine en el tiovivo… ¡Magistral! ¡Decenas de personas, decenas de pares de ojos en el parque de atracciones y nadie notó nada!
Goran daba la impresión de estar realmente admirado por la habilidad de su competidor, pero no porque no sintiera compasión por las víctimas; no era una demostración de falta de humanidad por su parte. Albert era su objeto de estudio, y comprender los dispositivos que movían su mente era un desafío fascinante.
—Personalmente, en cambio —prosiguió—, creo que Albert estaba presente en la habitación mientras Feldher descuartizaba a sus víctimas. Excluiría maniquíes o trucos parecidos, ¿y sabéis por qué? —El criminólogo disfrutó por un segundo de la expresión de incerteza en sus rostros—. En la disposición de las manchas de sangre en la pared alrededor de la silueta, Krepp ha localizado «variaciones constantes», así las ha definido. Lo que significa que cualquiera que fuera el obstáculo que se interpuso entre la sangre y la pared no estaba inmóvil, sino que se movía…
Sarah Rosa se quedó con la boca abierta. No había mucho más que decir.
—Seamos prácticos —dijo Stern—. Si Albert conoció a Ronald Dermis cuando éste era un niño, ¿cuántos años podía tener? ¿Veinte, treinta? Por tanto, ahora tendrá cincuenta o sesenta.
—Justo —asintió Boris—. Y teniendo en cuenta las dimensiones de la sombra que se ha formado en la pared de la habitación de la masacre, diría que mide alrededor de un metro setenta.
—Un metro sesenta y nueve —precisó Sarah Rosa, que ya había hecho tomar la medida.
—Tenemos una descripción parcial del hombre que debemos buscar, ya es algo.
Goran retomó entonces la palabra:
—Bermann, Ronald, Feldher: son como lobos, y los lobos a menudo cazan en manada. Cada manada tiene un jefe, y Albert nos está diciendo precisamente eso: él es su líder. Ha habido un momento en la vida de esos tres individuos en que lo han encontrado, juntos o bien por separado. Ronald y Feldher se conocían, crecieron en el mismo orfanato. Pero es posible que no supieran quién era Alexander Bermann… El único elemento común es él, Albert. Por eso ha dejado su firma en cada escenario del crimen.
—¿Y ahora qué pasará? —preguntó Sarah Rosa.
—Podéis imaginarlo solos… . En la lista todavía faltan los cadáveres de dos niñas y, por consiguiente, dos miembros de la manada.
Dos
—También está la niña número seis —recordó Mila. —Sí… Pero ésa Albert la reserva para sí mismo.
Llevaba media hora en la acera de enfrente sin encontrar el ánimo para llamar, buscando las palabras exactas para justificar su presencia allí. Estaba tan desacostumbrada a las relaciones interpersonales que hasta las aproximaciones más simples le parecían imposibles. Y, mientras tanto, se estaba helando allí fuera sin poder decidirse.
«Cuando pase el próximo coche azul, me muevo, prometido.»
Eran las nueve pasadas y el tráfico era escaso. En las ventanas de la casa de Goran, en la tercera planta del inmueble, había luz. La calle mojada por la nieve caída era un concierto de goteos metálicos, cañerías gorgoteantes y chorreantes canalones de desagüe.
«Está bien, allá voy.»
Mila salió del cono de sombra que la protegía hasta entonces de las miradas de posibles vecinos curiosos y alcanzó rápidamente el portón. Era un edificio viejo, que había albergado una fábrica a mediados del siglo XIX, con amplios ventanales, anchas cornisas y chimeneas que todavía adornaban los tejados. Había bastantes en la zona. Probablemente todo el barrio había sido recalificado por obra de algún arquitecto que había transformado los viejos talleres industriales en viviendas.
Llamó al portero automático y esperó.
Pasó casi un minuto antes de oír la voz chirriante de Goran.
—¿Quién es?
—Soy Mila. Perdóname, pero necesitaba hablar contigo y prefería no hacerlo por teléfono. Antes, en el Estudio, estabas muy ocupado, y entonces he pensado que…
—Sube. Tercera planta.
A continuación se oyó un breve zumbido y el portón se abrió.
Un montacargas hacía las veces de ascensor. Para accionarlo era necesario cerrar a mano las puertas correderas y maniobrar una palanca. Mila subió lentamente las plantas, hasta la tercera. En el descansillo de la escalera encontró una única puerta, entornada para ella.
—Entra, ponte cómoda.
La voz de Goran la alcanzó desde el interior del piso. Mila la siguió. Era un amplio , al que se asomaban varias habitaciones. El suelo era de madera tosca. Los radiadores, de hierro colado, estaban dispuestos alrededor de las columnas. Una gran chimenea encendida otorgaba al entorno un color ambarino. Mila cerró la puerta a su espalda, preguntándose dónde estaría Goran. Luego lo vio aparecer fugazmente en el umbral de la cocina.
loft
—Un instante y voy.
—Tómate tu tiempo.
Miró a su alrededor. A diferencia del aspecto siempre descuidado del criminólogo, su casa estaba muy ordenada. No había un solo dedo de polvo y todo parecía reflejar el cuidado que aquel hombre estaba poniendo para aportar un poco de armonía a la vida de su hijo.
Poco después lo vio llegar con un vaso de agua en la mano.
—Lo siento, me he presentado aquí de improviso.
—No pasa nada, generalmente me voy a dormir tarde. —Y añadió, señalando el vaso—: Iba a acostar a Tommy. No tardaré mucho. Siéntate, o sírvete algo de beber: ahí al fondo hay un mueble bar.
Mila asintió y lo vio dirigirse hacia una de las habitaciones. Para sentirse un poco menos incómoda, fue a prepararse un vodka con hielo. Mientras bebía, de pie junto a la chimenea, vio al criminólogo a través de la puerta entreabierta de la habitación de su hijo. Estaba sentado en la cama del niño y le explicaba algo, mientras con una mano le acariciaba el costado. En la penumbra de aquella habitación, apenas alumbrada por una lámpara con forma de payaso, Tommy aparecía como un bulto bajo las mantas, descrito por las caricias del padre.
En ese contexto familiar, Goran parecía otro.
Quién sabe por qué le volvió a la mente el recuerdo de la primera vez que, de pequeña, fue a buscar a su padre al despacho. El hombre con traje y corbata que salía de casa todas las mañanas allí se transformaba: se convertía en una persona dura y seria, muy distinto de su dulce papá. Mila recordó haberse quedado un poco desconcertada.
Para Goran valía el razonamiento opuesto y verlo cumplir en su papel de padre le inspiraba una inmensa ternura.
Mila nunca experimentaba esa dicotomía. De ella solamente había una versión. No existía solución de continuidad en su vida. Nunca dejaba de ser la policía que buscaba a personas desaparecidas, porque siempre las estaba buscando. En sus días libres, cuando estaba de permiso, mientras hacía la compra. Escrutar los rostros de los extraños se había convertido en una costumbre para ella.
Los menores que desaparecen, como todos, tienen una historia. Pero esa historia se interrumpe en algún punto. Mila recorría sus pequeños pasos perdidos en la oscuridad. Nunca olvidaba sus rostros. Podían incluso pasar años, pero ella siempre sería capaz de reconocerlos.
«Porque los niños están entre nosotros —se dijo—. A veces basta con buscarlos en los adultos en que se han convertido.»
Goran le estaba contando un cuento a su hijo, y Mila no quiso perturbar más esa escena tan íntima con su mirada. No era un espectáculo para sus ojos. Se volvió, pero en seguida se cruzó con la sonrisa de Tommy en una fotografía enmarcada. Si la hubiera visto, la habría hecho sentirse mal, así que tardó en levantar la mirada con la esperanza de encontrarlo en la cama.
Tommy era una parte de la vida de Goran que todavía no estaba preparada para conocer.
Poco después él se reunió con ella y, con una sonrisa, anunció:
—Se ha dormido.
—No quería molestar. Pero he creído que era importante. —Ya te has excusado. Ahora adelante, dime qué sucede… Se sentó en uno de los sofás y la invitó a sentarse junto a él. El fuego de la chimenea proyectaba en la pared sombras danzantes.
—Ha ocurrido de nuevo: me han seguido.
El criminólogo arrugó la frente.
—¿Estás segura?
—La otra vez no, pero ahora sí.
Mila le contó lo ocurrido tratando de no omitir ningún detalle. El coche con los faros apagados, el reflejo de la luna sobre la carrocería, el hecho de que su perseguidor hubiera preferido dar media vuelta una vez descubierto.
—¿Por qué alguien iba a seguirte precisamente a ti?
Anteriormente, ya le había hecho esa misma pregunta, en el restaurante, cuando ella le contó que en la plaza del motel había tenido la sensación de que la seguían. Esa vez, sin embargo, pareció que Goran se la hacía sobre todo a sí mismo.
—No logro encontrar una razón válida —concluyó después de una breve reflexión.
—No creo que sea útil que en este punto me pongáis a alguien a vigilarme las espaldas para tratar de coger in fraganti a mi acosador.
—Ahora que está seguro de que tú lo sabes, no lo repetirá. Mila asintió.
—Sin embargo, no he venido sólo por esto. Goran volvió a mirarla.
—¿Has descubierto algo?
—Más que descubrir, creo que he entendido algo. Uno de los trucos de ilusionismo de Albert.
—¿Cuál de tantos?
—Cómo consiguió llevarse a la niña del tiovivo sin que nadie se diera cuenta de nada.
Ahora los ojos de Goran brillaban de interés.
—Adelante, te escucho…
—Siempre hemos dado por hecho que fue Albert el secuestrador. Es decir, un
hombre
. Pero ¿y si se tratara de una mujer?
—¿Por qué piensas eso?
—En realidad ha sido la madre de Sabine la que me ha hecho considerar esa hipótesis por primera vez. Sin que se lo preguntara, me ha dicho que si hubiera habido un hombre extraño en aquel tiovivo, por tanto, no un padre, ella se habría percatado. También añadió que una madre tiene una especie de sexto sentido para esas cosas, y la creo.
—¿Por qué?
—Porque la policía ha visionado centenares de fotos disparadas aquella tarde y también las filmaciones particulares, y nadie ha visto a ningún hombre sospechoso. De eso también hemos deducido que nuestro Albert tiene un aspecto muy normal… Y entonces he pensado que para una mujer aún habría sido más fácil llevarse a la niña.