Lobos (36 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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Había mentido sobre muchas cosas.

Cuando Boris le preguntó si había estado en la cárcel, él asintió. Pero no era verdad. Por eso no habían podido cotejar las huellas dejadas en casa de Yvonne Gress. Esa mentira, en cambio, le había servido para tener la certeza de que los dos agentes que tenía enfrente no sabían casi nada de él. Y Boris no se había dado cuenta de nada, porque generalmente uno no miente para dar una imagen negativa de sí mismo.

Feldher lo había hecho. Había sido astuto, consideró Mila.

Les había tomado las medidas y había jugado con ellos, seguro de que no tenían elementos para relacionarlo con la casa de Yvonne. Si hubiera sospechado lo contrario, probablemente no habrían salido vivos de aquella casa.

Con posterioridad, Mila se dejó engañar por su presencia en el funeral nocturno de Ronald. Creyó que se trataba de un gesto de piedad, cuando en realidad Feldher estaba controlando la situación.

—¡Malditos bastardos, venid a cogerme!

Los tiros secuenciales de una ametralladora desgarraron el aire, algunos yendo sordamente a impactar sobre los blindados, otros repicando sobre la chatarra.

—¡Hijos de puta! ¡No me cogeréis vivo!

Nadie le respondía, nadie trataba con él. Mila miró a su alrededor: no había ningún negociador con el megáfono listo para intentar persuadirlo de que dejara las armas. Feldher ya había firmado su condena de muerte. A ninguno de los hombres de allí afuera le interesaba salvarle la vida.

Sólo esperaban un movimiento en falso para borrarlo de la faz de la Tierra.

Un par de francotiradores ya estaban apostados, listos para disparar en cuanto se asomara un poco de más. De momento, lo dejaron desahogarse. Así era más probable que cometiera un error.

—¡Ella era mía, bastardos! ¡Mía! ¡Sólo le he dado lo que quería!

Estaba provocándolos. Y a juzgar por la tensión de los rostros que lo miraban, el intento estaba teniendo éxito.

—Debemos cogerlo vivo —dijo Goran en un momento dado—. Sólo así podremos descubrir la relación que existe entre él y Albert.

—No creo que los de las unidades especiales estén muy de acuerdo con eso, doctor —repuso Stern.

—Entonces tenemos que hablar con Roche: debe dar la orden de traer a un negociador.

—Feldher no se dejará coger: ya lo ha previsto todo, incluido su fin —le hizo notar Sarah Rosa—. Buscará un golpe teatral para irse a lo grande.

No se equivocaba. Los artificieros llegados al lugar localizaron algunas variaciones en el terreno que rodeaba la casa. «Minas antipersona», le dijo uno de ellos a Roche cuando llegó para unirse a sus hombres.

—Con toda la inmundicia que hay ahí debajo, podría desencadenar el fin del mundo.

Consultaron con un geólogo, que confirmó que el vertedero que formaba la colina podía guardar en su interior bolsas de metano producidas por la descomposición de los residuos.

—Tenéis que alejaros de aquí en seguida: un incendio podría ser devastador.

Goran le insistió al inspector jefe para que al menos lo dejara intentar hablar con Feldher. Al final, Roche le concedió media hora.

El criminólogo pensaba utilizar el teléfono, pero Mila recordó que la línea estaba cortada por impago porque, cuando días antes ella y Boris habían intentado ponerse en contacto con Feldher, contestó una voz grabada. La compañía telefónica tardó siete minutos en restablecer el contacto. Disponían sólo de veintitrés para convencer al hombre de que se rindiera. Pero cuando el teléfono empezó a sonar en la casa, Feldher le disparó al aparato.

Goran no se dio por vencido. Cogió un megáfono y se colocó tras el blindado más próximo a la casa.

—¡Feldher, soy el doctor Goran Gavila!

—¡Que te den por culo! —Y siguió un disparo.

—Escúcheme: yo lo desprecio, como lo desprecian todos los que están aquí ahora conmigo.

Mila comprendió que Goran no quería engañar a Feldher haciéndole creer cosas que no eran ciertas porque no serviría de nada. Ese hombre ya había decidido su propia suerte. Por eso el criminólogo puso en seguida las cartas sobre la mesa.

—¡Pedazo de mierda, no quiero escucharte! —Otro disparo, esta vez a pocos centímetros del punto en que se encontraba Goran. Aunque estaba bien protegido, el médico se sobresaltó.

—¡Pero creo que lo hará, porque le conviene escuchar lo que tengo que decirle!

¿Qué tipo de ofrecimiento podía hacerle en el punto en que estaban? Mila perdió el sentido de la estrategia de Goran.

—Usted nos es útil, Feldher, porque probablemente conoce al hombre que mantiene prisionera a la sexta niña. Nosotros lo llamamos Albert, pero estoy seguro de que usted sabe cuál es su verdadero nombre.

—¡Me importa una mierda!

—¡Yo creo que sí le importa, porque esa información tiene un valor en este momento! La recompensa.

Entonces, ¡ése era el juego de Goran! Los diez millones ofrecidos por la Fundación Rockford a quienquiera que diese noticias útiles para el rescate de la niña número seis.

Alguien podría haberse preguntado también qué ventajas podría obtener de esa suma un hombre seguro de ser condenado a cadena perpetua. Mila lo entendió. El criminólogo quería hacer relampaguear en la mente de Feldher la idea de librarse de todo, de poder «burlarse del sistema». Eso que lo había perseguido durante toda la vida, convirtiéndolo en lo que ahora era. Un miserable, un fracasado. Con ese dinero podría pagarse la defensa de un gran abogado, que alegaría enfermedad mental, una opción procesal generalmente reservada a los acusados ricos porque era difícil de demostrar sin los medios económicos adecuados. Feldher podría esperarse una condena inferior —quizá sólo una veintena de años— que pagar, no en la cárcel, sino entre los pacientes de un hospital judicial. Luego, una vez hubiera salido, disfrutaría de su riqueza durante el resto de su vida. De hombre libre.

Y Goran acertó. Porque Feldher siempre había deseado ser algo más. Por eso había entrado en la casa de Yvonne Gress. Para saber, al menos una vez, qué se sentía viviendo como los privilegiados, en un sitio de ricos, con una mujer hermosa, unos hijos guapos y un montón de cosas bonitas.

Ahora tenía la posibilidad de conseguir un doble resultado: adjudicarse el dinero y salir impune.

Saldría de aquella casa por su propio pie, desfilando sonriente por delante de más de cien agentes que lo querían muerto. Pero, sobre todo, saldría como un hombre rico. En cierto modo, hasta como un
héroe
.

Feldher no profirió ningún insulto y no disparó ningún tiro en señal de respuesta: lo estaba pensando.

El criminólogo aprovechó el silencio para alimentar ulteriormente sus expectativas.

—Nadie puede quitarle lo que se ha ganado. Y aunque no me gusta admitirlo, muchos se lo tendrán que agradecer. Por tanto, ahora tire las armas, salga afuera y deje que lo detengan…

—Una vez más, el mal con el fin de hacer el bien —reflexionó Mila. Goran estaba usando la misma técnica que Albert.

Transcurrieron algunos segundos que se le hicieron interminables. Pero sabía que, cuantos más pasaran, más esperanzas había de lograr su plan. De detrás del blindado que la protegía, vio a uno de los hombres de las unidades especiales que alargaba una vara con un espejo en un extremo para comprobar la posición de Feldher en la casa.

Poco después, lo vio en el reflejo.

De él sólo se veían el hombro y la nuca. Vestía una chaqueta de camuflaje y un sombrero de caza. Luego también entrevió por un instante su perfil, el mentón con la barba sin afeitar.

Fue cuestión de décimas de segundo. Feldher levantó el fusil, quizá para disparar o en señal de rendición, y el silbido ahogado pasó rápidamente sobre sus cabezas.

Antes de que Mila pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, el primer proyectil ya había alcanzado a Feldher en el cuello. Luego también llegó el segundo, desde otra dirección.

—¡No! —gritó Goran—. ¡Quietos! ¡No disparéis!

Mila vio a los tiradores escogidos de las unidades especiales salir de sus resguardos para apuntar mejor.

Los dos agujeros de bala que Feldher tenía en el cuello rociaban chorros de sangre al ritmo del latido de la carótida. El hombre se arrastró sobre una pierna, con la boca abierta. Con una mano intentaba desesperadamente taponarse las heridas, mientras que con la otra trataba de mantener levantado el fusil para responder al fuego.

Goran, sin pensar en el peligro que corría, salió al descubierto en un desgraciado intento de detener el tiempo.

En ese instante, un tercer tiro más preciso que los otros impactó en la nuca del blanco.

El parásito había sido abatido.

25

—A Sabine le gustan los perros, ¿sabe?

Lo había dicho en presente, pensó Mila. Era normal: aquella madre aún no había ajustado cuentas con el dolor. Dentro de poco empezaría, y la mujer no encontraría descanso ni sueño durante bastantes días.

Pero aún no, era demasiado pronto.

En casos como ésos, a veces, quién sabe por qué, el dolor deja un espacio, una separación entre uno mismo y la noticia, una barrera elástica que se estira y vuelve a su lugar, sin permitir que las palabras «hemos encontrado el cuerpo de su hija» lleven a destino su mensaje. Las palabras rebotan contra ese extraño sentimiento de quietud. Una breve pausa de resignación antes del derrumbamiento.

Un par de horas antes, Chang había entregado a Mila un sobre con los resultados de la comparación del ADN. La niña sentada en el sofá de los Kobashi era Sabine.

La tercera secuestrada.

Y la tercera encontrada.

Ya era un esquema consolidado. Un modus operandi, como diría Goran. Aunque nadie había arriesgado una hipótesis sobre la identidad del cadáver, todos esperaban que fuera ella.

Mila dejó a sus compañeros interrogándose sobre la derrota sufrida en casa de Feldher y buscando, en aquella montaña de residuos, posibles huellas que recondujeran a Albert. Había pedido un coche del Departamento y ahora estaba en el cuarto de estar de la casa de los padres de Sabine, en una zona de campo poblada sobre todo por criadores de caballos y gente que había elegido vivir en contacto con la naturaleza. Había recorrido casi ciento cincuenta kilómetros para llegar allí. El sol estaba poniéndose y ella había podido disfrutar del paisaje de bosques atravesados por riachuelos que luego desembocaban en pequeños lagos de color ámbar. Pensaba que para los padres de Sabine, incluso a aquella hora tan insólita, el hecho de recibir su visita podía resultar tranquilizador, como un indicio de que alguien cuidaba de su pequeña. Y no se equivocaba.

La madre era menuda, delgada, con el rostro excavado por pequeñas arrugas que le imprimían fuerza.

Mila observaba las fotos que la mujer le había puesto entre las manos, la escuchaba contar los primeros y únicos siete años de vida de Sabine. El padre, en cambio, estaba de pie en un rincón de la habitación, apoyado contra la pared, con la mirada baja y las manos a la espalda: se mecía, concentrado sólo en su respiración. Mila estaba convencida de que la mujer era la verdadera personalidad fuerte de la casa.

—Sabine nació prematura: ocho semanas antes de lo previsto. Entonces nos dijimos que había sucedido porque tenía unas ganas locas de venir al mundo. Y lo cierto es que algo había de verdad en ello… —Sonrió y el marido la miró, asintiendo—. Los médicos nos dijeron en seguida que no sobreviviría porque su corazón era demasiado débil. Pero, contra todo pronóstico, Sabine resistió. Era tan larga como mi mano y pesaba quinientos gramos, pero luchó con fuerza dentro de la incubadora. Y, semana tras semana, su corazón fue haciéndose cada vez más fuerte… Entonces, los médicos se vieron obligados a cambiar de idea, y nos dijeron que probablemente sobreviviría, pero que se pasaría la vida entre hospitales, medicinas e intervenciones quirúrgicas. En definitiva, que habríamos hecho mejor deseando que muriera… —Se tomó una pausa—. Y así lo hice. En un momento dado estaba tan convencida de que mi niña sufriría durante el resto de sus días que recé para que su corazón se detuviera. Pero Sabine también fue más fuerte que mis oraciones: se desarrolló como una niña normal y, ocho meses después de su nacimiento, la trajimos a casa.

La mujer se interrumpió y, por un instante, su expresión cambió: se tornó malévola.

—¡Ese hijo de puta ha frustrado todos sus esfuerzos!

Sabine era la más pequeña de todas las víctimas de Albert. Había sido secuestrada en un tiovivo, un sábado por la tarde. Delante de la madre y el padre, y de las narices de todos los demás padres.

«Porque cada uno de los presentes sólo miraba a su propio hijo —había dicho Sarah Rosa en la primera reunión en el Pensatorio. Y Mila recordó que también había añadido—: A la gente no le importa nada, ésa es la realidad.»

Mila, en cambio, no había ido a esa casa sólo para consolar a los padres de Sabine, sino también para hacerles algunas preguntas. Sabía que tenía que aprovechar esos momentos antes de que el sufrimiento se desbordara de su refugio temporal y lo borrara todo, irremediablemente. También era consciente del hecho de que ambos cónyuges habían sido interrogados decenas de veces antes sobre las circunstancias en que había desaparecido la pequeña. Pero quien se había ocupado de ello quizá no poseía su experiencia en materia de niños desaparecidos.

—El hecho —empezó diciendo la agente— es que ustedes son los únicos que podrían haber visto o notado algo. Todas las demás veces, el secuestrador ha actuado en lugares aislados, o cuando estaba solo con sus víctimas. Pero en este caso corrió un riesgo. Y también es posible que hubiera algo que no hubiese funcionado.

—¿Quiere que se lo cuente todo desde el principio? —Sí, por favor.

La mujer reunió las ideas y luego empezó:

—Aquélla era una tarde especial para nosotros. Debe saber que, cuando mi hija cumplió tres años, decidimos dejar el trabajo en la ciudad para trasladarnos aquí. Nos atraía la naturaleza y la posibilidad de criar a Sabine lejos del ruido y la contaminación.

—Ha dicho que la tarde en que su hija fue secuestrada era especial para ustedes…

—En efecto. —La mujer buscó la mirada del marido, después prosiguió—: Nos había tocado la lotería; una buena suma. No es que fuéramos ricos de repente, pero sí teníamos lo suficiente para garantizarles a Sabine y a sus hijos un futuro decoroso… En realidad, yo nunca juego, pero una mañana compré un boleto y sucedió.

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