—¿A estas horas?
—Sí.
—De acuerdo. Entonces, pediré la cuenta.
Mila se ofreció a pagar a escote, pero él se mostró inamovible, reivindicando su deber de pagar por haberla invitado. Con su típico —y casi pintoresco— desorden, junto a los billetes, monedas y notas, llevaba en el bolsillo unos globos de colores.
—Son de mi hijo Tommy, me los mete en los bolsillos.
—Ah, no sabía que estuvieras… —fingió ella.
—No, no lo estoy —se apresuró a decir él, bajando la mirada. Después añadió—: Ya no.
Mila nunca había asistido a un funeral nocturno. El de Ronald Dermis era el primero; se decidió así por razones de orden público. Para ella, la idea de que alguien pudiera vengarse en un cadáver era tan lúgubre como ese mismo acontecimiento.
Los sepultureros estaban trabajando alrededor de la fosa. No tenían excavadora, el terreno estaba helado, y cavar resultaba difícil además de fatigoso. Eran cuatro y se turnaban cada cinco minutos, dos cavando y otros dos iluminando el lugar con linternas. De vez en cuando, alguien imprecaba a causa de aquel maldito frío y, para calentarse, se pasaban una botella de Wild Turkey.
Goran y Mila observaban la escena en silencio. La caja que contenía los despojos de Ronald todavía estaba en el furgón. Algo más allá, se veía la lápida que pondrían al final: ningún nombre, ninguna fecha, sólo un número progresivo. Y una pequeña cruz.
En ese momento, en la cabeza de Mila reapareció la escena de la caída de Ronald desde la torre. Mientras se precipitaba, ella no había visto en su rostro miedo alguno, ningún estupor. Era como si, en el fondo, no le doliera morir. Quizá también él, como Alexander Bermann, prefería esa solución. Ceder al deseo de destruirse para siempre.
—¿Todo bien? —le preguntó Goran, penetrando en su silencio.
Mila se volvió hacia él. —Todo bien.
Justo entonces le pareció ver a alguien detrás de un árbol del cementerio. Miró de nuevo y reconoció a Feldher. Al parecer, el funeral secreto de Ronald no era tan secreto.
El peón vestía un chaquetón de lana de cuadros y tenía entre las manos una lata de cerveza, como si estuviera brindando por última vez a la salud del viejo amigo de infancia, aunque probablemente hacía años que no lo veía. Mila creyó que era algo positivo: también en el lugar en que se entierra el mal puede haber espacio para la piedad.
Si no hubiera sido por Feldher, por su ayuda involuntaria, no estarían allí. También a él se debía el mérito de haber detenido a aquel asesino en serie en potencia, como lo había definido Goran. A saber a cuántas víctimas potenciales había salvado.
Cuando sus miradas se cruzaron, Feldher aplastó la lata y se encaminó hacia la camioneta estacionada allí cerca. Volvería a la soledad de su casa en el vertedero, al té frío en vasos desparejados, al perro de color rojizo, a esperar que esa misma muerte anónima también se presentara algún día en su puerta.
El motivo que había empujado a Mila a querer asistir al apresurado funeral de Ronald estaba ligado, probablemente, a la frase que Goran le había dicho en el hospital: «Si no lo hubieras detenido, Ronald te habría matado como hizo hace tantos años con Billy Moore.»
Y, quién sabe, quizá después de ella habría continuado.
—La gente no lo sabe, pero según nuestras estadísticas hay actualmente entre seis y ocho asesinos en serie activos en el país. Sin embargo, nadie los ha localizado todavía —dijo Goran mientras los sepultureros hacían descender la caja de madera.
Mila se quedó asombrada.
—¿Cómo es eso posible?
—Porque golpean al azar, sin un esquema. O porque todavía nadie ha logrado relacionar entre sí homicidios aparentemente diferentes. O, en definitiva, porque las víctimas no son merecedoras de una detallada investigación… Por ejemplo, una prostituta es encontrada en un foso. En la mayoría de los casos, el culpable ha sido el crimen organizado o su chulo, o bien un cliente. Teniendo en cuenta los riesgos de la profesión, diez prostitutas asesinadas constituyen una media aceptable, y no siempre componen una casuística de asesinatos en serie. Es difícil de aceptar, lo sé, pero desafortunadamente es así.
Una ráfaga de viento levantó remolinos de nieve y polvo. Mila sintió un escalofrío, y se abrigó aún más con la parka.
—¿Qué sentido tiene todo esto? —preguntó. La cuestión, en realidad, escondía una invocación. No tenía nada que ver con el caso que los ocupaba, ni con la profesión que habían elegido. Era una plegaria, un modo de rendirse a la incapacidad de comprender ciertas dinámicas del mal, pero también una desconsolada solicitud de salvación. Y, en realidad, ella no esperaba respuesta alguna.
Pero Goran habló.
—Dios es silencioso. El diablo susurra… Ninguno de los dos dijo nada más.
Los sepultureros empezaron a cubrir la fosa con la tierra congelada. En el cementerio sólo retumbaban los golpes de las palas. Luego sonó el móvil de Goran. No le dio tiempo a sacarlo del bolsillo del abrigo, cuando empezó a sonar también el de Mila.
No era necesario contestar para saber que había sido encontrada la tercera niña.
La familia Kobashi —padre, madre y dos hijos, un varón de quince años y una niña de doce— vivía en el prestigioso complejo de Cabo Alto. Sesenta hectáreas inmersas en la vegetación, con piscina, cuadras, campo de golf y un club reservado a los propietarios de las cuarenta casas que lo formaban. Un refugio de la alta burguesía, compuesta comúnmente por médicos especialistas, arquitectos y abogados.
Un muro de dos metros, sabiamente disfrazado por un seto, separaba del resto del mundo ese paraíso sólo para elegidos, que disponía, además, de un servicio de vigilancia las veinticuatro horas del día. Setenta cámaras de televisión vigilaban el perímetro entero, y un servicio privado garantizaba la seguridad de sus habitantes.
Kobashi era dentista. Renta elevada, un Maserati y un Mercedes aparcados en el garaje, una segunda residencia en la montaña, un velero y una envidiable colección de vinos en el sótano. Su mujer se ocupaba de la educación de los hijos y de decorar la casa con objetos únicos y muy caros.
—Llevaban más de tres semanas en los trópicos, volvieron anoche —anunció Stern mientras Goran y Mila llegaban a la casa—. El motivo de las vacaciones fue precisamente la historia de las jóvenes secuestradas. Su hija tiene más o menos esa edad, así que creyeron mejor dar un descanso al servicio y cambiar de aires.
—¿Dónde están ahora?
—En un hotel. Los vigilamos por seguridad. La mujer ha necesitado un par de Valium. Están bastante trastornados.
Las últimas palabras de Stern sirvieron para prepararlos para lo que verían dentro de muy poco.
La casa ya no era una casa. Ahora se definía como el nuevo «lugar de la investigación». Había sido rodeada completamente por una cinta policial para mantener alejados a los vecinos que se amontonaban para averiguar qué había sucedido.
—Por lo menos, la prensa no podrá llegar hasta aquí —apuntó Goran.
Se encaminaron a lo largo del prado que separaba la casa de la calle. El jardín estaba bien cuidado y se veían espléndidas plantas de invierno decorando los bancales donde, en verano, la señora Kobashi cultivaba personalmente sus rosas para concurso.
Un agente custodiaba la puerta y sólo dejaba pasar al personal acreditado. Allí estaban Krepp y Chang, con sus correspondientes equipos, todos manos a la obra. Justo antes de que Goran y Mila se dispusieran a cruzar el umbral, el inspector jefe Roche salió a su encuentro.
—No os lo podéis ni imaginar… —dijo, muy pálido, apretándose un pañuelo contra la boca—. Esta historia está dando un giro cada vez más terrible. Desearía que pudiéramos haber impedido esta desgracia… ¡Sólo son niñas, santo Dios!
La angustia de Roche parecía auténtica.
—¡Y, por si fuera poco, los vecinos ya se han quejado de nuestra presencia y presionan a sus contactos políticos para echarnos de aquí cuanto antes! ¿Os dais cuenta? ¡Ahora debo llamar al maldito senador para asegurarle que nos daremos prisa!
Mila recorrió con la mirada la pequeña muchedumbre de vecinos agrupados delante de la casa. Ése era su edén privado, y ellos los invasores.
Sin embargo, en un rincón del paraíso se había abierto, inesperada, una puerta al infierno.
Stern le pasó el frasquito con la pasta de alcanfor para que se la aplicara debajo de la nariz; Mila completó el ritual de presentación a la muerte poniéndose los cubrezapatos de plástico y los guantes de látex. El agente que custodiaba la puerta se apartó para dejarlos pasar.
En la entrada todavía estaban las maletas de las vacaciones y las bolsas con los souvenirs. El vuelo que había traído a los Kobashi del sol de los trópicos a aquel helado febrero había llegado hacia las diez de la noche. Luego, de camino a casa, a encontrarse con las viejas costumbres y el consuelo de un lugar que, sin embargo, ya no sería el mismo para ellos. La servidumbre regresaría de las vacaciones al día siguiente, así que ellos habían sido los primeros en traspasar ese umbral.
El olor llenaba el aire.
—Esto es lo que han olido los Kobashi en cuanto han abierto la puerta —se apresuró a explicar Goran.
«Durante un segundo o dos se habrán preguntado qué era —pensó Mila—. Luego han encendido la luz…»
En el amplio salón, los técnicos de la policía científica y el equipo del médico forense se movían coordinando los gestos, como guiados por un misterioso e invisible coreógrafo. El suelo de mármol caro reflejaba sin piedad la luz de las lámparas halógenas. La decoración alternaba espacios de diseño moderno con muebles de anticuario. Tres sofás de napa de color beige delimitaban los lados de un cuadrado frente a una enorme chimenea de piedra rosada.
Sobre el sofá del centro estaba sentado el cadáver de la niña.
Tenía los ojos abiertos, de un azul jaspeado. Y los estaba mirando.
Aquella mirada fija era la última semblanza humana en el rostro devastado. El proceso de deterioro estaba ya en un estadio avanzado. La falta del brazo izquierdo le confería una postura oblicua, como si tuviera que resbalarse hacia un lado de un momento a otro. Pero, en cambio, permanecía sentada.
Llevaba un vestido de flores azules. Las costuras y el corte revelaban una factura casera; con toda probabilidad estaba hecho a medida. Mila también reparó en la trama de ganchillo de las medias blancas, el cinturón de raso sujeto a la cintura con un botón de nácar.
Estaba vestida como una muñeca. Una muñeca rota.
La agente no pudo mirarla más que algunos segundos. Bajó los ojos y se fijó por primera vez en la alfombra adamascada que había entre los sofás y que representaba rosas persas y fiorituras multicolores. Tuvo la impresión de que las figuras se movían. Luego miró mejor: la alfombra estaba completamente recubierta de pequeños insectos, que hormigueaban y se amontonaban unos sobre otros.
Mila se llevó instintivamente una mano a la herida del brazo y apretó. Si alguien hubiera estado cerca de ella, habría pensado que le dolía. Pero, en realidad, era todo lo contrario.
Como siempre, buscaba consuelo en el dolor.
La punzada fue breve, pero le dio fuerzas para presenciar con atención aquella obscena representación. Cuando no pudo más, dejó de apretar. Oyó que el doctor Chang le decía a Goran:
—Son larvas de Sarcophaga carnario… Su ciclo biológico es muy rápido si hay calor. Y son muy voraces.
Mila sabía a qué se refería el médico, porque sus casos de desapariciones a menudo se solucionaban con la recuperación de un cadáver. Con frecuencia era necesario no sólo proceder con el rito piadoso del reconocimiento, sino también con el más prosaico de la datación de los restos. En las varias fases que siguen a la muerte participan insectos diferentes, sobre todo cuando los restos están expuestos. La llamada «fauna cadavérica» se divide en ocho grupos. Cada uno de ellos se manifiesta en cada una de las varias etapas de la modificación que sufren las sustancias orgánicas después de la muerte. Así, según la especie que ha entrado en acción, es posible remontarse hasta el momento de la muerte.
La Sarcophaga carnario, era una mosca vivípara y debía de formar parte del segundo grupo porque Mila oyó al patólogo añadir que el cadáver debía de encontrarse allí desde hacía al menos una semana.
—Albert ha tenido todo el tiempo para actuar mientras los propietarios estaban fuera.
—Pero hay una cosa que no me explico… —añadió Chang—. ¿Cómo ha conseguido ese bastardo traer aquí el cuerpo si hay setenta cámaras de vigilancia y unos treinta guardias de seguridad controlando el área de noche y de día?
—Tuvimos un problema de sobrecarga de energía en la instalación —dijo el jefe de seguridad de Cabo Alto cuando Sarah Rosa le pidió que le explicara el apagón de tres horas en las grabaciones de las cámaras de vigilancia ocurrido una semana antes, cuando se suponía que Albert había llevado a la niña a casa de los Kobashi.
—¿Y algo así no los alarmó?
—No, señora…
—Comprendo —asintió, y no añadió nada más, desplazando sin embargo la mirada a los galones de capitán que el hombre lucía en el uniforme; un grado, por lo demás, tan falso como su función.
Los guardias que en realidad habrían tenido que garantizar la seguridad de los vecinos sólo eran culturistas con un uniforme. Su único adiestramiento consistía en un curso de tres meses impartido por policías jubilados cerca de la sede de la sociedad que los contrataría. Su dotación constaba de un auricular unido a un walkie-talkie y de un aerosol de pimienta. Así que para Albert no había sido difícil engatusarlos. Además, en la barrera perimétrica se había hallado una brecha de un metro y medio, bien escondida por el seto que cubría todo el muro circundante. Ese capricho estético había acabado frustrando la única medida de seguridad real de Cabo Alto.
Ahora se trataba de entender por qué Albert había elegido justamente aquel sitio y aquella familia.
El temor de encontrarse frente a un nuevo Alexander Bermann empujó a Roche a autorizar todo tipo de investigación, y en el caso de Kobashi y su mujer también la más invasora.
Boris fue el encargado de exprimir al dentista.
Probablemente el hombre no tenía ni idea del trato especial que se le reservaría durante las siguientes horas. Sufrir el interrogatorio de un profesional no es para nada comparable a cuanto ocurre normalmente en las comisarías de policía de medio mundo, donde todo se basa en el agotamiento del sospechoso durante horas y horas de presión psicológica y vigilia forzada, contestando una y otra vez a las mismas preguntas.