Pero entre todas las iniciativas, una en particular había creado sensación, incomodando, de paso, a los investigadores.
La recompensa.
Diez millones para quien proporcionara noticias útiles que contribuyeran a salvar a la sexta niña, una gran suma que no había dejado de instigar polémicas feroces. Alguien, en efecto, opinó que había contaminado la espontaneidad de las manifestaciones de solidaridad. Alguien más la creyó una idea justa, algo que al final daría resultado porque, más allá de la fachada benévola, imperaba todavía el egoísmo, que sólo podía ser estimulado con la promesa de un beneficio.
Y así, sin darse cuenta, el país volvió a dividirse.
La iniciativa de la recompensa se debía a la Fundación Rockford. Cuando Mila le preguntó a la enfermera quién se escondía tras ese ente benéfico, la mujer abrió unos ojos como platos a-causa del estupor.
—Todo el mundo sabe quién es Joseph B. Rockford.
Esa reacción hizo comprender a Mila cuánto se había alejado del mundo real, absorbida como estaba por la búsqueda de niños desaparecidos y a causa de sus problemas personales.
—Lo siento, yo no —repuso, y pensó cuan absurda era una situación en que la suerte de un magnate se entrelazaba de manera fatal con la de una niña desconocida. Dos seres humanos que hasta unos días antes llevaban existencias alejadas y diferentes, y que probablemente habrían continuado de ese modo hasta el final de sus días si Albert no los hubiera unido.
Se durmió con esos pensamientos, y por fin pudo disfrutar de un sueño sin pesadillas que limpió su mente de las infamias de aquellos días de horror. Cuando despertó, reconfortada, no estaba sola.
Goran Gavila estaba sentado junto a su cama.
Mila se incorporó, preguntándose cuánto tiempo llevaba allí. Él la tranquilizó:
—He preferido esperar en lugar de despertarte. Parecías tan serena… ¿He hecho mal?
—No —mintió ella. Era como si la hubiera pillado en un momento en que estaba completamente falta de defensas y, antes de que él se diera cuenta de su incomodidad, se apresuró a cambiar de tema—: Quieren mantenerme aquí en observación, pero yo les he dicho que me voy esta misma tarde.
Goran miró la hora:
—Entonces tendrás que darte prisa: ya casi es por la tarde. Mila se asombró de haber dormido tanto. —¿Hay novedades?
—Vuelvo de una larga reunión con el inspector jefe Roche.
«Eso es lo que ha venido a hacer —pensó ella—. Quiere comunicarme personalmente que estoy fuera del caso.» Pero se equivocaba.
—Hemos encontrado al padre Rolf.
Mila sintió que el estómago se le contraía, imaginándose lo peor.
—Murió hace un año aproximadamente, por causas naturales.
—¿Dónde lo enterró?
Por su pregunta, Goran comprendió que Mila ya lo había intuido todo.
—Detrás de la iglesia. También había otras fosas con esqueletos de animales.
—El padre Rolf lo tenía controlado.
—Por lo que parece, así era. Ronald estaba afectado de un trastorno de la personalidad. Era un asesino en serie en potencia, y el cura lo había comprendido. La matanza de animales es habitual en esos casos. Se empieza siempre así: cuando el sujeto ya no logra obtener satisfacción, desplaza la atención sobre sus semejantes. También Ronald, antes o después, habría empezado a matar seres humanos. En el fondo, esa experiencia era parte de su bagaje emocional desde niño.
—Pero lo hemos parado.
Goran sacudió la cabeza con gravedad.
—En realidad, ha sido Albert quien lo ha parado.
Era paradójico, pero también era la verdad.
—¡Aunque antes que admitir una cosa así, Roche se suicidaría!
Mila pensó que, con sus discursos, Goran sólo estaba tratando de posponer la noticia de su exclusión del caso, y decidió ir al grano.
—Estoy fuera, ¿verdad?
Él pareció sorprendido.
—¿Por qué dices eso?
—Porque he hecho una tontería.
—Todos las hacemos.
—He provocado la muerte de Ronald Dermis: así nunca sabremos cómo Albert logró conocer su historia…
—Antes de nada, creo que Ronald ya había tenido en cuenta su propia muerte: había querido poner punto final a la duda que lo angustiaba desde hacía muchos años. El padre Rolf lo había transformado en un falso cura, convenciéndolo de que podría vivir como un hombre entregado al prójimo y a Dios. Pero él no quería amar a su prójimo, sino matarlo para obtener su propio placer.
—Y Albert, ¿cómo podía saberlo? El rostro de Goran se ensombreció.
—Debió de establecer contacto con Ronald en algún momento de su vida. No logro encontrar otra explicación. Comprendió lo que antes que él había adivinado el padre Rolf. Y fue así porque él y Ronald eran muy parecidos. De alguna manera, se encontraron y se reconocieron.
Mila respiró profundamente mientras pensaba en el destino. Ronald Dermis sólo había sido comprendido por dos personas en su vida. Un cura que no encontró una solución mejor que esconderlo del mundo. Y un homólogo suyo, que probablemente le desveló su verdadera naturaleza.
—Habrías sido la segunda…
Las palabras de Goran la retrotrajeron.
—¿Qué?
—Si no lo hubieras detenido, Ronald te habría matado como hizo hace tantos años con Billy Moore.
En ese momento extrajo un sobre del bolsillo interior del abrigo y se lo tendió.
—Creo que tienes derecho a verlo…
Mila cogió el sobre de papel y lo abrió. En el interior estaban las fotos que Ronald había sacado mientras la buscaba en el refectorio. En un rincón de una de aquellas imágenes estaba ella, acurrucada debajo la mesa, con el miedo instalado en sus ojos.
—No soy muy fotogénica —intentó desdramatizar. Pero Goran se percató de que la había afectado.
—Esta mañana Roche ha decretado romper filas durante veinticuatro horas… O, al menos, hasta que aparezca el próximo cadáver.
—No quiero unas vacaciones, hay que encontrar a la sexta niña —protestó Mila—. ¡Ella no puede esperar!
—Creo que el inspector jefe lo sabe… Pero me temo que está intentando jugar otra carta.
—La recompensa —se apresuró a decir ella.
—También podría dar frutos inesperados.
—¿Y las búsquedas en los registros profesionales de los médicos? ¿Y la teoría de que Albert pueda ser uno de ellos?
—Una pista débil. En realidad, nadie creía en ella en un principio. Del mismo modo que no confío en que podamos obtener nada de la investigación sobre los fármacos con que mantiene con vida a la niña. Nuestro hombre puede haberlos conseguido de muchas maneras. Es intuitivo e inteligente, no lo olvides.
—Por lo que parece, mucho más que nosotros —repuso Mila con resentimiento.
Goran no se ofendió.
—He venido a sacarte de aquí, no a discutir contigo. —¿A sacarme? ¿Qué piensa hacer?
—Te llevo a cenar… Y, a propósito, me gustaría que empezaras a tutearme.
Una vez fuera del hospital, Mila insistió en pasar por el Estudio: quería lavarse y cambiarse de ropa. Una y otra vez se repetía que si el jersey no hubiera sido agujereado por la bala y el resto de su ropa no estuviera manchada de sangre a causa de la herida, llevaría lo que ya tenía puesto. Pero, en realidad, aquella inesperada invitación a cenar la había alterado, y no quería apestar a sudor y a tintura de yodo.
El acuerdo tácito con el doctor Gavila —aunque debía acostumbrarse a llamarlo ya por su nombre— fue que ésa no tenía que considerarse una salida de placer y que, después de cenar, ella volvería en seguida al Estudio para retomar el trabajo. No obstante, aunque eso le provocaba un sentimiento de culpa por la sexta niña, no podía dejar de sentir cierta complacencia por la invitación.
No podía ducharse a causa de la herida, así que se lavó cuidadosamente por partes, hasta agotar el agua caliente del pequeño calentador.
Se puso un jersey de cuello alto, negro. Los únicos vaqueros de repuesto resultaron demasiado ajustados en el trasero, pero no tenía elección. Su chaqueta de piel estaba rasgada a la altura del hombro izquierdo, donde se disparó con el revólver, por lo que no podía utilizarla. Para su gran sorpresa, sin embargo, sobre su catre del dormitorio había una parka de color verde militar con una nota: «Aquí, el frío mata más que las balas. Bien venida. Tu amigo Boris.»
Se sintió profundamente agradecida hacia él. Sobre todo porque Boris había firmado como «amigo», lo que le resolvía toda duda sobre el hecho de que quisiera salir con ella. Encima de la parka también había una caja de caramelitos de menta: la contribución de Stern a aquel gesto de amistad.
Hacía años que no vestía un color diferente del negro. La parka verde, en cambio, le sentaba bien; incluso era de su talla. Cuando la vio bajar del Estudio, Goran no pareció reparar en su nuevo aspecto. Él, que solía ir siempre bastante desaliñado, probablemente tampoco se fijaba en el aspecto de los demás.
Fueron andando hasta el restaurante. Resultó un paseo agradable y, gracias al regalo de Boris, Mila no pasó frío.
El cartel del asador prometía jugosos bistecs de carne argentina. Se sentaron a una mesa para dos, junto a la ventana. Afuera, la nieve lo cubría todo, y un cielo rojizo y brumoso anunciaba más para esa noche. En el interior del local la gente conversaba y sonreía, despreocupada. Una música de jazz calentaba la atmósfera y sonaba de fondo en las conversaciones inocentes.
En la carta, todo parecía bueno, y Mila tardó un poco en decidirse. Al final optó por un filete de ternera muy hecho y unas patatas al horno con abundante romero. Goran tomó un entrecot y ensalada de tomates. Ambos pidieron agua con gas para beber.
Mila no tenía ni idea de qué hablarían: si de trabajo o de sus vidas. La segunda opción, aunque interesante, la incomodaba. Pero primero tenía una curiosidad que satisfacer.
—¿Cómo fue, en realidad?
—¿A qué te refieres?
—Roche quería echarme de la investigación, pero después cambió de idea… ¿Por qué?
Goran tardó, pero al final se decidió.
—Lo sometimos a votación.
—¿A votación? —se sorprendió ella—. Entonces, ganó el sí.
—No había un gran margen para el no, realmente.
—Pero… ¿Cómo?
—También Sarah Rosa votó a favor de tu permanencia —dijo él, intuyendo el motivo de su reacción.
Mila estaba aturdida.
—¡Hasta mi peor enemiga!
—No deberías ser tan dura con ella.
—En realidad, pensaba que era al contrario…
—Es un momento malo para Rosa: se está separando de su marido.
Mila estuvo a punto de decir que los había visto discutir la otra tarde bajo el Estudio, pero se contuvo para no parecer demasiado indiscreta.
—Lo siento.
—Cuando hay hijos de por medio, nunca es fácil.
A Mila le pareció que la referencia iba más allá de Sarah Rosa, y que quizá Goran hablaba por propia experiencia.
—La hija de Rosa ha empezado a padecer un grave trastorno alimentario, con el resultado de que sus padres siguen viviendo bajo el mismo techo por ella. Te dejo imaginar los efectos de una convivencia como ésa…
—¿Y eso la autoriza a tenérmela jurada?
—Como recién llegada, además de única otra «hembra» de la manada, eres el blanco más fácil para ella. Está claro que no puede desahogarse con Boris o con Stern, pues los conoce desde hace años…
Mila se sirvió un poco de agua mineral, luego dirigió su curiosidad hacia los demás colegas.
—Querría conocerlos suficientemente como para saber cómo debo comportarme con ellos —dijo.
—Bueno, en mi opinión, de Boris no hay mucho que decir: es justo lo que parece.
—En efecto —admitió Mila.
—Podría decirte que estuvo en el ejército, donde se convirtió en un profesional de las técnicas de interrogatorio. Lo he visto a menudo en acción, pero cada vez me deja de nuevo con la boca abierta. Sabe entrar en la cabeza de cualquiera.
—No creía que fuera tan bueno.
—Pues lo es. Hace un par de años arrestaron a un tipo porque era sospechoso de haber matado y ocultado los cadáveres de la pareja de tipos con los que vivía. Deberías haberlo visto: estaba frío, calmado. Después de dieciocho horas de interrogatorio en el que cinco agentes se habían relevado para mantenerlo bajo presión, no había admitido nada. Entonces llega Boris, entra en la habitación, se queda con él veinte minutos y el tipo lo confiesa todo.
—¡Vaya! ¿Y Stern?
—Stern es un buen hombre. Es más, creo que esta expresión ha sido acuñada a propósito para él. Está casado desde hace treinta y siete años. Tiene dos hijos varones, gemelos, ambos reclutas en la marina.
—Me parece un tipo tranquilo. Me he dado cuenta de que también es muy religioso.
—Va a misa todos los domingos, y canta en el coro.
—¡Además, en mi opinión, sus trajes son lo más: hacen que parezca el protagonista de un telefilme de los setenta!
Goran se rió, estaba de acuerdo. Luego se puso serio cuando añadió:
—Su mujer, Marie, ha estado durante cinco años en diálisis, a la espera de un riñón que no llegaba. Hace dos años, Stern le dio uno de los suyos.
Sorprendida y admirada, Mila se quedó sin palabras.
Goran prosiguió:
—Ese hombre ha renunciado a una buena mitad del tiempo que le quedaba de vida para que ella tuviera al menos una esperanza.
—Debe de estar muy enamorado.
—Sí, creo que sí… —dijo Goran, con una pizca de amargura que no evitó.
En ese momento llegaron los platos. Ambos comieron en silencio, sin que la falta de diálogo pesara en absoluto, como dos personas que se conocen tan bien que no necesitan llenar constantemente los vacíos de palabras para no sentirse incómodos.
—Tengo que decirte algo —retomó Mila hacia el final de la cena—. Pasó cuando llegué, la segunda noche que estuve en el motel donde estaba antes de trasladarme al Estudio.
—Te escucho…
—Quizá no fuera nada, o puede que sólo se tratara de una sensación mía, pero… me pareció que alguien me seguía mientras cruzaba la plaza.
—¿Qué significa que te pareció?
—Que copiaba mis pasos.
—¿Y por qué iba a seguirte alguien?
—Por eso no se lo he dicho a nadie. También a mí me parece absurdo. Quizá sólo lo imaginé…
Goran registró esa información y guardó silencio.
Entonces llegó el café y Mila miró el reloj.
—Me gustaría ir a un sitio —dijo.