—«
No hay nadie más aquí. Sólo tus compañeros y yo
.»
—«
El sólo viene por mí
.»
—«
Escúchame, Ron: me gustaría que dijeras que estás muy arrepentido por lo que le ha pasado a Bílly
.»
—«
… Estoy muy arrepentido por lo que le ha pasado a Billy
.»
—«
Espero que seas sincero… En todo caso, esto será un secreto entre tú, yo y el
Señor.»
—«
Está bien
.»
—«
No debes decírselo a nadie.
»
—«
Está bien
.»
—«
Yo te absuelvo de tus pecados. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 'Amén.
»
—«
Amén
.»
—Estamos buscando a un tal Ronald Dermis —anunció Roche a la nutrida platea de flashes y micrófonos—. Debe de tener alrededor de treinta y seis años. Pelo castaño, ojos marrones y tez clara.
Luego mostró a los presentes una elaboración gráfica sacada de la foto en que estaba posando junto a sus compañeros. Representaba a un hipotético Ron adulto, y Roche la sostuvo en alto mientras se sucedían los flashes.
—Tenemos razones para creer que este hombre está implicado en el secuestro de las niñas desaparecidas. Quienquiera que lo conozca, tenga noticias acerca de él o haya tenido contacto con él en los últimos treinta años, se ruega que lo comunique a la policía. Gracias.
Esa última palabra dio paso a un coro de ruegos y preguntas por parte de los periodistas:
—¡Señor Roche!… ¡Inspector jefe!… ¡Una pregunta!…
Roche los ignoró, saliendo de escena por una puerta secundaria.
Había sido un movimiento inevitable. Era necesario dar la alarma.
Al descubrimiento hecho por Boris y Mila habían seguido dos horas febriles. La situación ahora estaba clara.
El padre Rolf había grabado la confesión de Ron en la grabadora de Billy. Luego la había enterrado con él, como cuando se planta una semilla a sabiendas de que antes o después dará sus frutos, con la esperanza de que la verdad, algún día, lo redimiría todo. Quién, a pesar de la inocencia de su edad, había cometido aquella abominación. Quién la había padecido. Y quién se había apresurado a esconderlo a dos metros bajo tierra.
«…
En todo caso, esto será un secreto entre tú, yo y el Señor.»
—¿Cómo podía Albert saber nada de esta historia? —dijo Goran—. El padre Rolf y Ron eran los únicos que conocían el secreto. Por tanto, la única explicación posible es que Ron y Albert sean la misma persona.
Quizá también la elección de implicar a Alexander Bermann tenía que ser releída desde ese punto de vista. El criminólogo no recordaba quién había dicho que su asesino en serie era un pedófílo porque probablemente había sufrido abusos de pequeño. Quizá había sido Sarah Rosa. Pero Stern había descartado en seguida esa hipótesis, y Gavila había estado de acuerdo con él. Ahora tenía que admitir que tal vez se había equivocado.
—Las víctimas preferidas de los pedófilos son los huérfanos y los chicos desorientados, porque nadie puede defenderlos.
Goran estaba enfadado consigo mismo por no haberse dado cuenta antes, a pesar de haber tenido todas las piezas del puzzle delante de sus narices desde el principio. Sin embargo, se había dejado seducir por la idea de que Albert fuera un sutil estratega.
«El asesino en serie, con sus actos, nos cuenta una historia: la de su conflicto interior», les repetía continuamente a sus estudiantes. ¿Por qué, entonces, se había dejado despistar por una hipótesis diferente?
«Me ha engañado con el orgullo. He creído que sólo quería desafiarnos. Y me gustaba pensar que me enfrentaba a un adversario que trataba de ser más listo que yo.»
Después de haber asistido por televisión a la rueda de prensa de Roche, el criminólogo reunió de nuevo al equipo en la lavandería del orfanato, donde habían hallado a Anneke. Le pareció el sitio más adecuado para reanudar la investigación. Aquel breve mea culpa había servido para ahuyentar toda duda sobre el hecho de que todavía eran un equipo, y no sólo el laboratorio para los experimentos del doctor Gavila.
El cadáver de la segunda niña había sido retirado hacía tiempo, la tina de mármol vaciada de lágrimas. Únicamente quedaban los focos halógenos y el zumbido del generador. Dentro de poco, también se llevarían todo aquello.
Goran solicitó la presencia del padre Timothy. El cura llegó jadeante y en evidente estado de agitación: aunque nada en aquella sala recordaba la escena del crimen, se sentía terriblemente mal de todos modos.
—No encuentro al padre Rolf —empezó el joven cura—. Y creo que…
—El padre Rolf seguramente está muerto —lo interrumpió bruscamente Goran—. De otro modo, después del comunicado de Roche, habría dado señales de vida.
El padre Timothy pareció turbado.
—Entonces, ¿qué puedo hacer por ustedes?
Goran se tomó su tiempo para elegir bien las palabras. Después se dirigió a todos los presentes:
—Os parecerá raro, lo sé…, pero querría que pronunciáramos una plegaria.
Rosa no logró disimular su estupor. Tampoco Boris, que en seguida intercambió una mirada con ella. Mila estaba descolocada. No así Stern, que era muy religioso. El fue el primero en acoger la propuesta de Goran. Se situó en el centro de la sala y extendió los brazos a la altura de sus caderas para cogerles las manos a los demás y formar así un círculo. Mila fue la primera en acercarse. Rosa la siguió de mala gana. Boris era el más reacio, pero no logró rechazar la petición del doctor Gavila. El padre Timothy asintió, por fin sereno, antes de tomar lugar entre ellos.
Goran no sabía rezar, aunque quizá tampoco había oraciones adecuadas para ese momento. Pero lo intentó de todos modos, en tono afligido.
—En estos últimos tiempos hemos tenido que asistir a acontecimientos terribles. Lo que ha ocurrido aquí, además, no tiene nombre. No sé si existe un Dios; sin embargo, siempre lo he deseado. Sé con certeza que existe el mal, porque el mal puede ser demostrado. El bien, nunca. A su paso, el mal deja huellas tras de sí. Cuerpos de niños inocentes, por ejemplo. El bien sólo se puede testimoniar. Pero eso no nos basta a los que buscamos pruebas concretas… —Goran hizo una pausa—. Si hubiera un Dios, me gustaría preguntarle… ¿por qué tuvo que morir Billy Moore? ¿De dónde procedía el odio de Ronald Dermis? ¿Qué le ha ocurrido en estos años? ¿Cómo ha aprendido a matar? ¿Cuál es la razón que lo empujó a preferir el mal? ¿Y por qué no pone fin a tanto horror?
Las preguntas de Goran quedaron suspendidas en el silencio que los rodeaba.
—Cuando usted quiera, padre… —dijo el intachable Stern después de un momento.
Y el padre Timothy tomó la palabra en aquella pequeña asamblea. Juntó las manos y empezó a entonar un himno sagrado. Su voz, segura y bellísima, se apoderó del eco del entorno y comenzó a revolotear a su alrededor. Mila cerró los ojos y se dejó transportar por las palabras. Estaban en latín, pero su sentido también habría resultado evidente al más sordo de los hombres. Con ese canto, el padre Timothy estaba reconduciendo la paz hacia donde estaba el caos, limpiándolo todo de los infames excrementos del mal.
La carta iba dirigida al Departamento de Ciencias de la Conducta. Habría sido clasificada como la misiva de un mitómano si la caligrafía no hubiera presentado algunas correspondencias con la de unos deberes que Ronald Dermis escribió de niño en clase.
Había sido trazada en una página de cuaderno, con un bolígrafo normal y corriente. El remitente no se preocupó de las huellas que había dejado en la hoja.
Por lo que parecía, Albert ya no necesitaba artificios.
El texto estaba escrito en el centro de la hoja en una única frase sin casi puntuación.
A los que me están dando caza.
Billy era un bastardo ¡un BASTARDO! Y he hecho bien en matarlo Lo odiaba nos habría hecho daño porque habría tenido una familia y nosotros no. Lo que me hicieron a mí era peor y NADIE ha venido a salvarme NADIE. Siempre he estado aquí delante de vuestros ojos y no me veíais después llego ÉL. Él me entendía, me ha enseñado habéis sido vosotros los que queríais verme así ¿no me veíais y ahora me veis? Peor para vosotros al final será sólo culpa vuestra yo soy lo que soy. NADIE puede impedir todo esto NADIE.
Ronald
Goran se llevó una copia para estudiarla mejor. Pasaría esa noche en casa, junto a Tommy. Le apetecía pasar una velada con su hijo. Hacía días que no lo veía.
Cruzó la puerta de casa y en seguida lo oyó llegar.
—¿Cómo ha ido, papá?
Goran lo cogió al vuelo, levantándolo en un abrazo feliz. —No puedo quejarme. ¿Y tú? —Yo estoy bien.
Eran las tres palabras mágicas. Su hijo había aprendido a usarlas cuando se habían quedado solos los dos. Como para decirle que Goran no tenía motivo alguno para preocuparse, porque él «estaba bien». No echaba de menos a mamá. Estaba aprendiendo a no echarla en falta.
Ese, sin embargo, también era el límite. Con esas tres palabras se cerraba el tema. Todo se apaciguaba: «Bueno, hemos recordado cuánto nos duele estar sin ella. Ahora podemos seguir adelante.»
Y eso era precisamente lo que ocurría.
Goran traía consigo una bolsa que Tommy exploró, impaciente.
—¡Guau! ¡Comida china!
—He pensado que te gustaría variar un poco del menú de la señora Runa.
Tommy puso cara de disgusto.
—¡Odio sus albóndigas! ¡Les echa demasiada menta: saben a dentífrico!
Goran se rió: efectivamente, no se equivocaba. —Venga, ve a lavarte las manos…
Tommy corrió al baño. A la vuelta empezó a poner la mesa. Goran había trasladado gran parte de los objetos de la cocina de los estantes superiores a los que estaban a su altura: quería hacer que se sintiera partícipe de su nuevo menage familiar. Hacer las cosas juntos significaba que ahora tenían que ocuparse el uno del otro y, por tanto, ninguno de los dos podía «rendirse». Ninguno de los dos tenía el derecho de entregarse a la tristeza.
Tommy cogió una bandeja donde dispuso los wanton fritos y la salsa agridulce, mientras su padre vertía el arroz cantones en dos cuencos. También tenían palillos y, en sustitución del helado frito, Goran había comprado un bote de helado de vainilla.
Mientras cenaban hablaron de sus respectivas jornadas. Tommy le contó cómo iba la organización del campamento de verano con los boy scouts. Él le preguntó por la escuela y descubrió, con orgullo, que su hijo había sacado la nota más alta en educación física.
—Yo era un desastre en casi todos los deportes —admitió Goran.
—¿En cuál eras bueno, entonces? —En el ajedrez.
—Pero ¡el ajedrez no es un deporte! —¿Cómo que no? ¡Si hasta participan en las olimpiadas! Tommy no parecía demasiado convencido, pero había aprendió que su padre nunca mentía. Había sido una dura lección, en realidad, porque la primera vez que le había preguntado por su madre, Goran le había contado la verdad. Nada de rodeos. «Nada de bromas», como decía Tommy cuando buscaba la lealtad de alguien. Y el padre lo había complacido en seguida. No por venganza o para castigar a su madre. Las mentiras —o peor, las medias verdades— acrecentarían la ansiedad del niño. Tendría que enfrentarse solo a dos grandes mentiras: la de su madre que se había ido y la de su padre que no tenía el valor de decírselo.
—¿Un día me enseñarás a jugar al ajedrez?
—Claro.
Y con esa solemne promesa, Goran lo acostó. Luego fue a encerrarse a su estudio. Cogió la carta de Ronald, y la leyó por enésima vez. De todo el texto, una cosa lo había golpeado ya desde el principio. Se trataba de la frase «después llegó EL. EL me entendía, me ha enseñado», donde la palabra «EL» había sido escrita intencionadamente en mayúsculas. Goran había oído esa extraña referencia anteriormente. En la cinta de la confesión de Ronald al padre Rolf: «Él sólo viene por mí.»
Se trataba de un claro ejemplo de disociación de la personalidad, donde el Yo negativo aparece siempre separado del Yo agente. Y se convierte en Él. «He sido YO. Pero ha sido ÉL quien me ha dicho que lo hiciera. La culpa de lo que soy es SUYA.»
En ese contexto, todos los demás se convierten en «NADIE», también eso escrito con letras mayúsculas.
«NADIE ha venido a salvarme.» «NADIE puede impedir todo esto.»
Ron quería ser salvado. Pero todos se habían olvidado de él y del hecho de que, en el fondo, sólo era un niño.
Se había alejado para comprar algo de comer. Y después de un vano peregrinar por tiendas y cafeterías que cerraban antes de la hora a causa del mal tiempo, Mila tuvo que conformarse con una sopa precocinada que compró en una tienda de comestibles. Pensaba calentarla en el microondas que había visto en la cocina del Estudio, pero recordó demasiado tarde que no estaba segura de que funcionara.
Volvió al piso antes de que el frío punzante de la noche le paralizara los músculos y le impidiera caminar. Le habría gustado tener allí el chándal y sus zapatillas de jogging: hacía días que no se movía, y el ácido láctico se le acumulaba en las articulaciones, haciéndole pesados los movimientos.
Mientras se disponía a subir, vio a Sarah Rosa en la acera de enfrente, discutiendo animadamente con un hombre. El trataba de calmarla, aunque no parecía tener mucho éxito. Mila pensó que debía de ser su marido, y sintió compasión por él. Antes de que aquella arpía pudiera reparar en ella y tener así un motivo más para odiarla, Mila entró en el edificio.
En la escalera se cruzó con Boris y Stern que bajaban.
—¿Adonde vais?
—Al Departamento, para controlar cómo va la caza del hombre —contestó Boris metiéndose un cigarrillo entre los labios—. ¿Quieres venir?
—No, gracias.
Boris se fijó en su sopa.
—Entonces, que aproveche.
Mila continuó subiendo y oyó cómo le decía al colega de más edad:
—Deberías volver a fumar.
—Tú harías mejor pasándote a éstos…
Mila reconoció el sonido de la cajita de caramelos de menta de Stern y esbozó una sonrisa.
En el Estudio ahora sólo estaba ella. Goran pasaría la noche en casa, con su hijo. Eso la disgustaba un poco: se había acostumbrado a su presencia, y encontraba interesante su método de investigación, oración del día anterior aparte. Si su madre hubiera estado viva y la hubiera visto participar en ese ritual, no habría dado crédito a sus ojos.