Lobos (54 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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—Estaba diciéndole a Goran que querría que ustedes también estuvieran presentes en la rueda de prensa que se celebrará mañana por la mañana. El capitán Mosca está de acuerdo conmigo. Nunca lo habríamos capturado sin su ayuda. Tenemos que agradecérselo.

Mila no lograba contener su estupor, y vio que Roche parecía confuso por su reacción.

—Señor, con todo el respeto… Creo que estamos cometiendo una equivocación.

Roche se dirigió a Goran:

—¿Qué cono está diciendo ésta ahora?

—Mila, todo está en orden —dijo el criminólogo, sereno.

—No, no lo está. Ése no es Albert, hay demasiadas incongruencias, yo…

—Supongo que no se le ocurrirá decir eso en la rueda de prensa —protestó el inspector jefe—. Si es así, su participación queda excluida.

—También Stern estará de acuerdo.

Roche blandió una hoja de papel que estaba sobre el escritorio.

—El agente especial Stern ha presentado su dimisión con efectos inmediatos.

—¿Cómo? Pero ¿qué está pasando?

—Mila no comprendía nada—.

Ese Vincent no coincide con el perfil.

Goran intentó explicárselo y, por un instante, ella vio de nuevo en sus ojos la misma dulzura con la que le había besado las cicatrices.

—Hay decenas de pruebas que indican que él es nuestro hombre. Cuadernos repletos de notas sobre los secuestros de las niñas y sobre cómo colocar sucesivamente sus cadáveres, copias de los proyectos del sistema de seguridad de Cabo Alto, un plano del colegio de Debby Gordon y manuales de electrónica e informática que Clarisso había empezado a estudiar cuando todavía estaba en la cárcel…

—¿Y también habéis encontrado todas las conexiones con Alexander Bermann, Ronald Dermis, Feldher, Rockford y Boris? —preguntó Mila, exasperada.

—Hay un equipo entero de investigadores en esa casa, y siguen encontrando pruebas. Verás cómo pronto aparecerá también algo sobre esas conexiones.

—No es suficiente, creo que…

—Sandra lo ha identificado —la interrumpió Goran—. Nos ha dicho que fue él quien la secuestró.

Mila pareció calmarse durante un instante. —¿Cómo está?

—Los médicos son optimistas.

—¿Ya está más contenta? —intervino Roche—. Si tiene intención de armar follón, mejor vuélvase a su casa ahora mismo.

En ese momento, la secretaria informó al inspector jefe por el intercomunicador de que el alcalde quería verlo con urgencia. Roche recuperó su chaqueta del respaldo de una silla y se encaminó hacia la puerta, no sin antes advertirle a Goran:

—¡Explícale que la versión oficial es ésa: o la suscribe o que ni se le ocurra tocarme las pelotas! —Después salió dando un portazo.

Mila esperaba que, al quedarse a solas, Goran le diría algo diferente. En cambio, él remachó:

—Los errores, por desgracia, son solamente nuestros.

—¿Cómo puedes decir algo así?

—Ha sido un fracaso total, Mila. Creamos una pista falsa y la seguimos a ciegas. Yo soy el principal responsable: todas aquellas conjeturas eran mías.

—¿Por qué no te preguntas cómo conoció Vincent Clarisso a todos esos otros criminales? ¡Él fue quien nos hizo descubrirlos!

—Ésa no es la cuestión… La cuestión, en cambio, es por qué nosotros no reparamos en ellos durante tanto tiempo.

—No creo que estés siendo objetivo en este momento, y creo intuir la razón. En el caso Wilson Pickett, Roche salvó tu reputación y te echó una mano para mantener en pie el equipo cuando sus jefes querían desarticularlo. ¡Ahora tú estás devolviéndole el favor: si aceptas esta versión de los hechos, le quitarás un poco de mérito a Terence Mosca y salvarás el puesto del inspector jefe!

—¡Se ha acabado! —sentenció Goran.

Durante algunos segundos, ninguno dijo nada. Luego el criminólogo se dirigió hacia la puerta.

—Dime una cosa… ¿Boris ha confesado ya? —casi no tuvo tiempo de preguntarle Mila.

—Todavía no —dijo él sin volverse.

Se quedó sola en la habitación. Los puños cerrados a los lados del cuerpo, maldiciendo ese momento y a sí misma. Vio la carta de dimisión de Stern, y la ojeó. En aquellas pocas líneas formales no había ni rastro de los verdaderos motivos de su decisión. Pero para ella estaba claro que el agente especial debía de haberse sentido traicionado de alguna manera, primero por Boris y ahora también por Goran.

Cuando estaba a punto de devolver la carta a su sitio sobre el escritorio, Mila reparó en un registro telefónico a nombre de Vincent Clarisso. Probablemente Roche lo había solicitado para comprobar si entre los conocidos del maníaco había algún pez gordo al que proteger. Puesto que en el asunto ya estaba de por medio alguien como Joseph B. Rockford, nunca se sabía.

Pero el asesino en serie no debía de tener una gran vida social, porque sólo había una llamada y se remontaba al día anterior.

Mila leyó el número y le pareció extrañamente familiar. Extrajo su móvil del bolsillo, tecleó el número y de pronto apareció el nombre y el apellido.

41

El teléfono sonaba pero nadie contestaba.

—¡Vamos, despierta, carajo!

Las ruedas del taxi levantaban el agua que se acumulaba en el asfalto, pero por suerte había dejado de llover. Las calles estaban alegres como el escenario de un musical, parecía que de un momento a otro pudieran aparecer bailarines vestidos con esmoquin y peinados con brillantina.

La línea se cortó y Mila marcó el número de nuevo. Era la tercera vez que lo intentaba. Al decimoquinto timbrazo, por fin alguien contestó.

—¿Quién narices es a estas horas? —la voz de Cinthia Pearl sonaba pastosa por el sueño.

—Soy Mila Vasquez, ¿se acuerda? Nos vimos anteayer…

—Sí, me acuerdo de usted… Pero ¿no podríamos hablar mañana? ¿Sabe?, me he tomado un somnífero.

No debía asombrarse de que la superviviente de un asesino en serie, además del alcohol, utilizara fármacos para dormir. Pero Mila no podía esperar: tenía que conseguir sus respuestas en seguida.

—No, Cinthia, lo siento: la necesito ahora. Pero no será muy largo…

—Está bien.

—Ayer, hacia las ocho de la mañana recibió una llamada telefónica…

—Sí, estaba a punto de irme a trabajar. Ese tipo consiguió que mi jefe me gritara por haber llegado tarde.

—¿Quién la llamó?

—Dijo que era un inspector del seguro. Presenté una solicitud de indemnización, ¿sabe?, por lo que me sucedió…

—¿No le dijo su nombre?

—Spencer, creo. Debí de anotarlo…

Era inútil: Vincent Clarisso se había presentado con un nombre falso y había usado un pretexto para no levantar sospechas. Mila prosiguió:

—Da igual, no importa. ¿Qué quería de usted ese hombre?

—Que le contara por teléfono mi historia. Y también la de Benjamín Gorka.

Mila se sorprendió: ¿por qué Vincent Clarisso quería conocer el caso Wilson Pickett? En el fondo, había dejado el quinto cadáver en el Estudio para desvelar al mundo que había sido Boris y no Benjamín Gorka el verdadero asesino de Rebecca Springher…

—¿Por qué quería conocer su historia?

—Para completar el informe, me dijo. Los de las aseguradoras son muy meticulosos.

—¿Y no le preguntó o le refirió nada más?

Cinthia no contestó en seguida, y Mila temió que hubiera vuelto a dormirse. Sin embargo, sólo estaba pensando:

—No, nada más. Pero fue muy amable. Al final me confió que mi solicitud estaba en un estado bastante avanzado. Tal vez finalmente acaben dándome ese dinero, ¿sabe?

—Me alegro por usted, y le pido disculpas por haberla molestado a estas horas.

—Si lo que le he dicho le sirve para hallar a la niña que está buscando, entonces no ha sido una molestia.

—En realidad, ya la han encontrado.

—¿Cómo? ¿De verdad?

—¿No ve la televisión?

—Suelo acostarme a las nueve de la noche.

La joven quería saber más, pero Mila no tenía tiempo. Fingió tener otra llamada en espera y colgó.

Incluso antes de hablar con Cinthia, en su mente había empezado a abrirse paso una nueva intuición.

Quizá le hubieran tendido una trampa a Boris.

—Un poco más adelante ya no se puede seguir —le advirtió el taxista volviéndose hacia ella.

—No pasa nada, ya hemos llegado.

Pagó y se bajó del coche. Delante tenía un cordón policial y decenas de coches con las sirenas encendidas. Las furgonetas de varias cadenas de televisión estaban alineadas a lo largo de la calle. Los cámaras habían dispuesto sus aparatos de manera que siempre tenían al fondo un buen plano de la casa.

Mila llegó al lugar donde todo había empezado. El escenario del crimen que ahora tenía el nombre distintivo de «lugar número cero».

La casa de Vincent Clarisso.

Aún no sabía cómo superaría los controles para introducirse en la vivienda. Se limitó a sacar la tarjeta de identificación para colgársela del cuello, con la esperanza de que nadie se percatara de que no pertenecía a esa jurisdicción.

A medida que avanzaba, reconoció los rostros de colegas que había visto por los pasillos del Departamento. Algunos improvisaban reuniones alrededor del capó de un coche. Otros aprovechaban para hacer una pausa y tomar un sandwich y un café. También localizó la furgoneta del médico forense: Chang estaba redactando un informe sentado en el estribo y no levantó la mirada cuando Mila pasó por delante.

—Eh, ¿adonde va usted?

Se volvió y vio a un policía obeso que corría tras ella jadeando. No tenía una excusa preparada, tendría que haber pensado en ella antes pero no lo había hecho, y ahora probablemente eso le pasaría factura.

—Está conmigo.

Krepp avanzaba en su dirección. El experto de la científica llevaba una tirita en el cuello de la que sobresalían la cabeza y las garras de un dragón alado, probablemente su último tatuaje.

—Déjela entrar-le dijo al policía—. Tiene autorización.

El agente aceptó sus palabras y giró sobre sus talones para volver por donde había venido.

Mila miró a Krepp sin saber qué decirle. El hombre le guiñó el ojo, luego continuó su camino. En el fondo no era tan extraño que la hubiera ayudado, se dijo. Aunque de manera diferente, ambos llevaban impresa en la carne una parte de su historia personal.

El camino que conducía a la casa era empinado. Sobre el adoquinado todavía descansaban los casquillos del tiroteo que le había costado la vida a Vincent Clarisso. La puerta de entrada estaba desencajada de las bisagras para permitir un acceso más fácil.

Nada más entrar, Mila notó un fuerte olor a desinfectante. La sala de estar tenía muebles de fórmica al estilo de los años sesenta. Un sofá de tapicería arabesca, pero revestido todavía con el plástico protector. Una chimenea con un fuego falso. Un mueble bar que hacía juego con la moqueta amarilla. El dibujo del papel pintado eran unas enormes y estilizadas flores marrones que parecían dragones.

En lugar de focos halógenos, el interior estaba iluminado por lámparas apantalladas. También eso era una señal del nuevo cariz impreso por Terence Mosca. Ninguna «escena» para el capitán. Todo tenía que mantenerse sobrio. La querida vieja escuela de los policías de antaño, pensó Mila. Y entonces vio precisamente a Mosca, que, en la cocina, mantenía una pequeña reunión con sus más estrechos colaboradores. Evitó ir en esa dirección: era mejor pasar inadvertida.

Todos llevaban cubrezapatos y guantes de látex. Mila se los puso a su vez y luego empezó a mirar alrededor, confundiéndose con los presentes.

Un detective estaba extrayendo los volúmenes de una librería. Uno cada vez. Los cogía, los hojeaba rápidamente y los dejaba en el suelo. Otro estaba revolviendo entre los cajones de una cómoda. Un tercero clasificaba los adornos colocados encima de los muebles. Donde los objetos todavía no habían sido movidos y examinados, todo parecía guardar un orden obsesivo.

No había polvo y era posible catalogarlo todo con la mirada, como si el lugar asignado a cada cosa fuera «exactamente» aquél. Parecía estar en el interior de un puzzle ya completado.

Mila no sabía qué buscar. Estaba allí sólo porque ése era el punto de partida natural. Lo que la movía era la duda ligada a la extraña llamada que Vincent Clarisso le había hecho a Cinthia Pearl.

Si había querido escuchar la historia de boca de la única superviviente, quizá Clarisso no sabía quién era Benjamín Gorka. Y si no lo sabía, tal vez el quinto cadáver encontrado en el Estudio no era para Boris.

Sin embargo, esa constatación lógica no sería suficiente para exculpar a su colega, pues también había un sólido indicio de que Boris había matado a Rebecca Springher: las braguitas de la víctima sustraídas del depósito judicial y halladas durante el registro de su casa.

Pero, en todo caso, algo no cuadraba.

Mila descubrió el origen del olor a desinfectante cuando vio la habitación al final del breve pasillo.

Era un entorno aséptico, con una cama de hospital rodeada por una cámara hiperbárica. Había fármacos en grandes cantidades, batas estériles y aparatos médicos. Era el quirófano donde Vincent había practicado la amputación a sus pequeñas pacientes, finalmente transformado en la habitación para la estancia de Sandra.

Al pasar por delante de otra habitación, vio a un agente que trasteaba con un televisor de plasma en el que estaban insertados los enchufes de una videocámara digital. Delante de la pantalla había un sillón con los altavoces de un sistema de audio surround a su alrededor. Junto al televisor, una pared entera de cintas MiniDV, clasificadas sólo con la fecha. El detective las iba introduciendo en la videocámara una tras otra para visualizar su contenido.

En ese momento, se veían las imágenes de un parque infantil. Risas infantiles en un día de sol invernal. Mila reconoció a Caroline, la última niña secuestrada y asesinada por Albert.

Vincent Clarisso había estudiado meticulosamente a sus víctimas.

—Eh, ¿venís a echarme una mano con esto? ¡Yo soy un negado para la electrónica! —dijo el agente mientras intentaba detener la filmación.

Cuando se dio cuenta de que Mila estaba en el umbral, tuvo por un instante la feliz sensación de haber sido atendido, salvo porque luego se dio cuenta de que no la había visto nunca antes. Antes de que pudiera decir algo, Mila pasó de largo.

La tercera era la habitación más importante.

En su interior había una mesa alta de acero y las paredes estaban revestidas de tableros llenos de notas, post-it de diferentes colores y demás. Parecía que estuviera en el Pensatorio. En aquel material estaban reunidos, al detalle, los planes de Vincent. Planos, mapas de carreteras, horarios y desplazamientos. La planimetría del colegio de Debby Gordon y también la del orfanato. Estaba la matrícula del coche de Alexander Bermann y las etapas de sus viajes de trabajo. Las fotos de Yvonne Gress y sus hijos y una imagen del vertedero de Feldher. Había recortes de revistas que hablaban de la suerte de Joseph B. Rockford. Y, obviamente, las instantáneas de todas las niñas secuestradas.

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