Sobre la mesa de acero había otros diagramas acompañados por anotaciones confusas, como si el trabajo hubiera sido interrumpido de pronto. Probablemente, entre aquellas hojas se escondía, quizá para siempre, el epílogo que el asesino en serie había imaginado para su diseño.
Mila se volvió y se detuvo. La pared que hasta ese momento tenía a su espalda estaba completamente tapizada por fotos que retrataban a los miembros de la Unidad de Investigación de Crímenes Violentos mientras trabajaban. También estaba ella.
«Ahora sí que estoy realmente en la barriga del monstruo…»
Vincent siempre había seguido cuidadosamente sus movimientos. Pero en ese lugar no había nada que condujera al caso Wilson Pickett, y tampoco a Boris.
—¡Joder! ¿Es que nadie piensa echarme una mano? —protestó la voz del agente en la habitación de al lado.
—¿Qué pasa, Fred?
Por fin alguien se había movido en su ayuda.
—¿Cómo sé lo que estoy mirando? Y, sobre todo, ¿cómo clasifico esto si no sé lo que es?
—Enséñamelo…
Mila se apartó de la pared de las fotos, dispuesta a abandonar la casa. Estaba satisfecha no tanto por lo que había encontrado, sino por lo que no había.
No había rastro de Benjamín Gorka. Y no había rastro de Boris. Eso le bastaba.
Con la quinta niña habían pasado algo por alto. O bien se trataba de un despiste en toda regla. La prueba era que Vincent Clarisso, cuando se había dado cuenta de que las investigaciones estaban tomando una dirección diferente de la prevista, había llamado a Cinthia Pearl para saber más.
Mila pensaba hablarle de eso a Roche, y estaba segura de que el inspector jefe encontraría el modo de explotar esa información para exculpar a Boris y redimensionar la gloria de Terence Mosca.
Al pasar de nuevo por delante de la habitación del televisor, vio algo en la pantalla. Un lugar que el agente llamado Fred y su colega no lograban identificar.
—Es un apartamento, ¿qué más hay que decir?
—Sí, pero ¿yo qué escribo en el informe?
—Pues «lugar desconocido».
—¿Estás seguro?
—Sí. Ya se ocupará algún otro de descubrir dónde se encuentra ese sitio.
Pero Mila sí lo conocía.
Repararon en su presencia sólo entonces y se volvieron para mirarla, mientras ella no conseguía apartar los ojos de la filmación que reproducía el televisor.
—¿Podemos ayudarla en algo?
Mila no contestó y se alejó. Mientras atravesaba a paso rápido la sala de estar, buscó el móvil en su bolsillo y marcó el número de Goran.
Le contestó cuando ella ya estaba en el camino exterior.
—¿Qué sucede?
—¿Dónde estás ahora? —Su tono era de alarma. Él no se dio cuenta.
—Aún estoy en el Departamento, estoy intentando organizar una visita de Sarah Rosa a su hija en el hospital.
—¿Quién hay en tu casa en este momento? Goran empezó a preocuparse.
—La señora Runa está con Tommy. ¿Por qué?
—¡Tienes que ir allí en seguida!
—¿Por qué? —repitió, angustiado. Mila rebasó la concentración de policías.
—¡Vincent tenía una filmación de tu apartamento!
—¿Qué significa que tenía una filmación?
—Que había entrado allí… ¿Y si tuviera un cómplice? Goran guardó un instante de silencio. —¿Aún estás en la escena del crimen?
—Sí.
—Entonces estás más cerca que yo. Pídele a Terence Mosca que te proporcione a un par de agentes y ve a mi casa. Mientras tanto yo llamaré a la señora Runa y le diré que cierre la puerta con llave.
—De acuerdo.
Mila colgó, luego dio media vuelta para volver a la casa y hablar con Mosca.
«Esperemos que no me haga demasiadas preguntas.»
—¡Mila, la señora Runa no responde al teléfono! Ya amanecía.
—No te preocupes, nosotros casi hemos llegado, falta poco.
—Os estoy alcanzando, estaré ahí dentro de unos minutos.
El coche de la policía se detuvo con un chirrido de neumáticos en la tranquila calle de aquel bonito barrio. Los inquilinos de los edificios todavía dormían. Sólo los pájaros habían empezado a saludar al nuevo día, posados entre los árboles y sobre las cornisas.
Mila corrió hacia la puerta. Llamó al portero automático unas cuantas veces, pero nadie respondió. Luego probó con otro timbre.
—Sí, ¿quién es?
—Señor, somos la policía: abra en seguida, por favor.
La puerta se abrió con un zumbido eléctrico. Mila la empujó y se precipitó hacia la tercera planta seguida por los dos agentes que iban con ella. No usaron el montacargas que hacía las veces de ascensor, sino que tomaron la escalera para llegar antes.
«Por favor, haz que no haya sucedido nada… Haz que el niño esté bien…»
Mila invocaba a una entidad divina en la que había dejado de creer desde hacía mucho. Aunque era el mismo Dios que la había liberado de su torturador valiéndose de las dotes de Niela Papakidis, la agente se había encontrado demasiadas veces frente a un niño menos afortunado que ella como para poder conservar la fe.
«Pero tú haz que no pase de nuevo, haz que no pase esta vez…»
Al llegar al descansillo de la escalera, Mila empezó a llamar con insistencia a la puerta cerrada.
«A lo mejor sólo es que la señora Runa tiene el sueño pesado —pensó—. Ahora vendrá a abrir y todo estará bien…» Pero nada ocurría. Uno de los policías se le acercó.
—¿Quiere que la echemos abajo?
Le faltaba el aliento para contestar, y simplemente asintió. Los vio tomar un breve impulso y dar juntos una patada. La puerta se abrió.
Silencio. Pero no un silencio normal, sino un silencio vacío, opresor. Un silencio sin vida.
Mila sacó su revólver y precedió a los policías.
—¡Señora Runa!
Su voz se esparció por las habitaciones, pero nadie le devolvió una respuesta. Luego les hizo una seña a los dos agentes para que se separaran. Ella se dirigió hacia los dormitorios.
Mientras avanzaba lentamente por el pasillo, notó que la mano derecha le temblaba apretada alrededor de la empuñadura del revólver. Sintió las piernas torpes y los músculos de la cara contraídos, mientras que los ojos empezaban a arderle.
Llegó a la habitación de Tommy y vio que la puerta estaba entornada. La empujó con la mano abierta, hasta que la estancia se reveló. Las contraventanas estaban cerradas, pero la lámpara en forma de payaso sobre la mesilla de noche giraba proyectando sobre las paredes figuras de animales del circo. En la cama apoyada contra la pared, intuyó bajo las mantas un cuerpecito.
Estaba acurrucado en posición fetal. Mila se acercó a pequeños pasos.
—Tommy… —le dijo en voz baja—. Tommy, despierta…
Pero el cuerpecito no se movía.
Al llegar junto a la cama, dejó su revólver junto a la lámpara. Se sentía mal. No quería apartar las mantas, no quería descubrir lo que ya sabía. En cambio, tenía ganas de dejarlo todo y salir de inmediato de aquella habitación. ¡De no tener también que afrontar aquello, maldita sea! Porque lo había visto en demasiadas ocasiones, y ya temía que sería así siempre.
No obstante, se esforzó en mover la mano hacia el borde de la manta. Lo agarró y tiró de él hacia atrás con un golpe seco.
Durante algunos segundos se quedó con la manta levantada, mirando a los ojos a un viejo oso de peluche que le sonreía con expresión candida e inmutable.
—Disculpe…
Mila, aturdida, se sobresaltó. Los dos agentes estaban en la puerta y la observaban.
—Allí hay una puerta cerrada con llave.
Mila estaba a punto de ordenarles que la echaran abajo cuando oyó la voz de Goran que entraba en casa y llamaba a su hijo:
—¡Tommy! ¡Tommy!
Fue a su encuentro.
—No está en su habitación.
Goran estaba desesperado.
—¿Cómo que no está? Entonces, ¿dónde está?
—Ahí hay una habitación cerrada con llave, ¿es normal?
Confuso y angustiado, Goran no la entendía.
—¿Cómo?
—La habitación que está cerrada con llave… El criminólogo se detuvo…
—¿Has oído?
—¿El qué?
—Es él…
Mila no entendía a qué se refería. Goran la apartó y se dirigió velozmente hacia el estudio.
Cuando vio a su hijo escondido debajo del escritorio de caoba, no pudo contener las lágrimas. Se agachó bajo la mesa, y lo estrechó fuertemente contra su pecho.
—Papá, he tenido miedo…
—Sí, lo sé, mi amor. Pero ahora todo ha terminado.
—La señora Runa se ha ido. Me he despertado y no estaba…
—Pero ahora ya estoy yo, ¿no?
Mila se había quedado en el umbral y devuelto el revólver a su funda, alentada por las palabras de Goran, agachado debajo del escritorio.
—Ahora vayamos a desayunar. ¿Qué te gustaría comer? ¿Quieres unas tortitas?
Mila sonrió. El susto había pasado.
—Ven, te cogeré en brazos… —dijo entonces Goran.
Y lo vio salir de debajo del escritorio, haciendo un esfuerzo para ponerse de nuevo de pie.
Pero entre sus brazos no había ningún niño.
—Te presento a una amiga mía. Se llama Mila…
Goran esperaba que a su hijo le gustara. Generalmente era siempre un poco retraído con quien no conocía. Pero Tommy no dijo nada, sino que se limitó a señalarle el rostro de ella. Entonces Goran la miró mejor: estaba llorando.
Las lágrimas llegaron de quién sabía dónde, inesperadas. Pero, esta vez, el dolor que las había provocado no era de origen físico. La herida que se había abierto no estaba sobre la carne.
—¿Qué te pasa? ¿Qué sucede? —le preguntó Goran, comportándose como si sostuviera de verdad un peso humano entre los brazos.
Ella no sabía qué contestarle. No parecía que él estuviera fingiendo. Goran realmente creía que llevaba en brazos a su hijo.
Los dos policías, que habían llegado entretanto, lo miraban asombrados, listos para intervenir. Mila les hizo una seña para que se quedaran donde estaban.
—Esperadme abajo.
—Pero nosotros no…
—Id abajo y llamad al Departamento, decidles que manden aquí al agente Stern. Si oís un disparo, no os preocupéis: habré sido yo.
Ambos hombres, aunque reacios, obedecieron.
—¿Qué está sucediendo, Mila? —En el tono de la pregunta de Goran ya no había resistencia. Parecía tan asustado por la verdad que no lograba reaccionar de ningún modo—. ¿Por qué quieres que venga Stern?
Mila se llevó un dedo a los labios, indicándole así que guardara silencio.
Luego se volvió y salió al pasillo. Se dirigió hacia la habitación de la puerta cerrada. Disparó a la cerradura haciéndola añicos, luego empujó la hoja.
La habitación estaba a oscuras, pero pudo percibir los restos de los gases de la descomposición. Sobre la gran cama de matrimonio había dos cuerpos.
Uno más grande, el otro más pequeño.
Los esqueletos ennegrecidos, envueltos todavía por restos de piel que caían como trozos de tela, estaban fundidos en un abrazo.
Goran entró en la habitación. Notó el olor. Vio los cuerpos.
—Oh Dios mío… —dijo sin entender a quién pertenecían aquellos dos cadáveres en su dormitorio. Se volvió hacia el pasillo para impedirle a Tommy que entrara…, pero no lo vio.
Miró de nuevo la cama. Aquel cuerpecito… La verdad le cayó encima con una fuerza despiadada. Y entonces lo recordó todo.
Mila lo encontró junto a la ventana. Miraba afuera. Después de días de nieve y lluvia, el sol volvía a resplandecer.
—Esto era lo que Albert quería decirnos con la quinta niña. Goran no dijo nada.
—Tú desviaste la investigación hacia Boris. Te bastó con sugerirle a Terence Mosca en qué dirección indagar: el informe sobre el caso Wilson Pickett que vi en su portafolios se lo diste tú… Y siempre eras tú el que tenía acceso a las pruebas del caso Gorka, así sustrajiste las braguitas de Rebecca Springher del depósito judicial para colocarlas en casa de Boris durante el registro.
Goran asintió.
El aire era como un cristal que se rompía cada vez que ella respiraba y lo dejaba entrar en sus pulmones.
—¿Por qué? —preguntó Mila con un hilo de voz.
—Porque, después de haberse ido, ella volvió a esta casa. Porque no volvió para quedarse. Porque quería llevarse lo único que todavía me quedaba para amar. Y porque él quería irse con ella…
—¿Por qué? —repitió Mila, sin poder contener las lágrimas que ya brotaban libremente.
—Porque una mañana desperté y oí la voz de Tommy que me llamaba desde la cocina. Fui y lo vi sentado en su lugar habitual. Me pedía el desayuno. Y yo estaba tan feliz que olvidé que, en cambio, él ya no estaba…
—¿Por qué? —suplicó ella.
Y esta vez él lo pensó bien antes de contestarle:
—Porque los quería.
Y, sin que ella pudiera impedírselo, Goran abrió la ventana y se arrojó al vacío.
Siempre había deseado un poni.
Recordaba haber atormentado a su madre y a su padre para que le regalaran uno, sin tener en cuenta que donde vivían ni siquiera había un lugar apto para tenerlo. El patio trasero era demasiado estrecho, y junto a la cochera había apenas una franja de tierra donde su abuelo cultivaba el huerto.
Sin embargo, ella insistía. Sus padres pensaron que se cansaría antes o después de aquel absurdo capricho, pero en cada cumpleaños y en cada carta a Papá Noel siempre expresaba ese deseo.
Cuando Mila salió de la barriga del monstruo para volver a casa, al final de sus veintiún días de reclusión y tres meses de hospital, un bonito poni blanco y marrón la esperaba en el patio.
Su deseo había sido atendido. Pero ella no consiguió alegrarse por ello.
Su padre había pedido favores, apelado a sus modestos contactos para conseguir un buen precio de compra. Su familia no nadaba en dinero y en su casa siempre habían hecho grandes sacrificios. De hecho, ella era hija única sobre todo por motivos económicos.
Sus padres no podían permitirse darle un hermano o una hermana; en cambio, le habían comprado un poni. Y ella no era feliz.
Había fantaseado muchas veces con conseguir por fin ese regalo. Hablaba continuamente de ello. Imaginaba que lo cuidaba, que le trenzaba borlas de colores en la crin, que lo cepillaba bien. A menudo obligaba a su gato a sufrir los mismos tratos. Quizá también era por eso por lo que Houdini la odiaba y se mantenía alejado.
Hay una razón por la que los ponis gustan tanto a los niños, y es porque no crecen nunca, porque permanecen inmortalizados en el hechizo de la infancia. Una condición envidiable.