—Pero había logrado convencer a Linda…
—La había sometido valiéndose de su miedo. Se había inventado a ese tipo malvado, Frankie, y le había asignado el papel del malo sólo para hacerse pasar por el bueno, por su «salvador». Además, el muy imbécil tampoco tenía mucha imaginación: ¡lo había llamado Frankie porque era el nombre de una tortuga que tenía de pequeño!
—Le funcionó.
Mila se tranquilizó.
—Con una niña aterrorizada y trastornada. Es fácil desbaratar el sentido de la realidad en esas condiciones. Cuando pienso que me encontraba en una mierda de sótano y que, en cambio, yo lo llamaba «la barriga del monstruo»… Encima de mí había una casa, y esa casa se encontraba en un barrio de la periferia con muchas otras casas alrededor, todas parecidas, todas normales. La gente pasaba por delante y no sabía que yo estaba allí abajo. Lo más atroz es que Linda, o Gloria, como la rebautizó él poniéndole el nombre de la primera chica que lo había rechazado, podía moverse libremente, pero ¡ni siquiera pensaba en irse, aunque la puerta de la entrada prácticamente siempre estaba abierta! ¡Él no cerraba con llave ni siquiera cuando salía a dar sus paseos, tan seguro estaba de la eficacia de la historia de Frankie!
—Tuviste suerte de salir con vida.
—Tenía el brazo casi necrosado. Durante muchos días los médicos hicieron lo indecible por salvarlo. Y además estaba muy desnutrida. Ese bastardo me daba papillas infantiles y me curaba con medicamentos caducados que cogía de la basura de una farmacia. ¡No necesitaba drogarme: mi sangre estaba tan envenenada por toda aquella mierda que era un verdadero milagro que siguiera consciente!
Fuera, la lluvia seguía cayendo, limpiando las calles de los restos de nieve. Ráfagas repentinas de aire golpeaban contra las persianas.
—Una vez me desperté de aquella especie de coma porque oí a alguien que pronunciaba mi nombre. Había tratado de llamar la atención, pero en aquel entonces Linda pareció convencerme de que me detuviera. Así, cambié mi salvación por la pequeña alegría de no estar sola. Pero no me equivocaba: arriba había realmente dos policías que estaban peinando la zona. ¡Todavía me buscaban! Si hubiera gritado más fuerte, quizá me hubieran oído. En el fondo sólo nos separaba un delgado suelo de madera. Con ellos había una mujer, y fue ella quien pronunció mi nombre. Pero no lo hizo con la voz, sino con la mente.
—Niela Papakidis, ¿verdad? Así fue como la conociste…
—Sí, fue entonces. Yo no le contesté, pero ella logró sentir algo de todos modos. Durante los días siguientes volvió y estuvo paseando por los alrededores de la casa con la esperanza de percibirme todavía…
—Así que no fue Linda quien te salvó…
Mila resopló.
—¿Ella? Siempre acudía a contárselo todo a Steve. Ya era su pequeña e involuntaria cómplice. Durante tres años él había sido todo su mundo. Por lo que sabía, Steve era el último adulto que quedaba sobre la faz de la Tierra. Y los niños siempre confían en los adultos. Pero, aparte de Linda, Steve ya quería deshacerse de mí: estaba convencido de que pronto moriría, así que había cavado un hoyo en la cabaña de las herramientas, detrás la casa.
Las fotos en los periódicos de ese hoyo en el terreno la habían marcado más que ninguna otra cosa.
—Cuando conseguí salir de la casa, estaba más muerta que viva. No me di cuenta ni de los enfermeros que me sacaban en camilla, subiendo la misma escalera por la que el torpe de Steve me hizo rodar cuando me encerró allí abajo. No podía ver las decenas de policías que se amontonaban alrededor de la casa. No oí los aplausos de la muchedumbre que se había congregado allí y que acogió mi liberación con alegría. Pero me acompañaba la voz de Niela, que seguía describiéndomelo todo en mi cabeza y me decía que no fuera hacia la luz…
—¿Qué luz? —preguntó Goran, curioso.
Mila sonrió.
—Ella estaba convencida de que había una luz. Quizá debido a su fe. Había leído en alguna parte, creo, que cuando morimos nos separamos del cuerpo y, después de haber recorrido rápidamente un túnel, se nos aparece una luz bellísima… Yo nunca le he dicho que, por el contrario, no vi nada. Sólo oscuridad. No quería desilusionarla.
Goran se inclinó sobre ella y le besó el hombro.
—Debió de ser terrible.
—Yo fui afortunada —dijo ella, y su pensamiento corrió en seguida a Sandra, la niña número seis—. Debería haberla salvado. En cambio, no lo he hecho. ¿Cuántas posibilidades le quedan de sobrevivir?
—No es culpa tuya.
—Sí, lo es.
Mila se incorporó, sentándose en el borde de la cama. Goran alargó un brazo hacia ella, pero ahora ya no podía tocarla. Su caricia se quedó en el límite de la piel, sin alcanzarla, ya que ella estaba lejos de nuevo.
Él se dio cuenta, y la dejó ir.
—Voy a ducharme —dijo—. Tengo que volver a casa, Tommy me necesita.
Mila permaneció inmóvil, todavía desnuda, hasta que oyó el agua que empezaba a correr en el baño. Hubiera querido vaciar la mente de aquellos recuerdos grotescos, volver a tenerla en blanco para llenarla de pensamientos livianos como los de los niños, un privilegio del que había sido privada por la fuerza.
El hoyo en la cabaña de las herramientas detrás de la casa de Steve no había quedado vacío. Dentro había terminado su propia capacidad para sentir empatía.
Alargó una mano hacia la mesilla de noche y cogió el mando a distancia del televisor. Lo encendió con la esperanza de que, como el agua de la ducha de Goran, conversaciones e imágenes insignificantes expulsaran de su cabeza los restos del mal.
En la pantalla, una mujer aferraba un micrófono, mientras el viento y la lluvia trataban de llevárselo por los aires. A su derecha se veía el logo de un telediario. Debajo de ella corría el anuncio de una edición especial. Al fondo, a lo lejos, una casa rodeada por decenas de coches de la policía, con las sirenas encendidas iluminando la noche.
«… y dentro de una hora, el inspector jefe Roche hará una declaración oficial. Mientras tanto podemos confirmarles que la noticia es real: el maníaco que ha aterrorizado y convulsionado a todo el país con el secuestro y la masacre de varias niñas inocentes ha sido localizado…»
Mila no lograba moverse, tenía los ojos clavados en la pantalla.
«… se trata del recluso que se encontraba en libertad vigilada que esta mañana ha abierto fuego sobre los dos policías judiciales que se habían presentado en su casa para un control de rutina…»
Era la historia que Terence Mosca le había contado en la salita contigua a la habitación donde se desarrollaba el interrogatorio de Boris. Mila no daba crédito.
«… después de la muerte en el hospital del policía herido, las unidades especiales enviadas al lugar han decidido irrumpir en la casa. Sólo después de haber abatido al condenado y haber entrado en la propiedad, han hecho el inesperado y sorprendente descubrimiento…»
—¡La niña, di algo de la niña!
«… lo recordamos para todos aquellos espectadores que acaben de incorporarse a nuestra emisión: el nombre del condenado era Vincent Clarisso…»
«Albert», corrigió Mila en su cabeza.
«… fuentes del Departamento nos informan de que la sexta niña aún se encuentra en la vivienda a mis espaldas; todavía está siendo asistida por un equipo médico que le está practicando los primeros auxilios. No tenemos confirmación de la noticia, pero parece ser que la pequeña Sandra sigue con vida…»
40GRABACIÓN AMBIENTAL N.º 7
23 de diciembre del año en curso
3.25 horas
Duración: 1 minuto y 35 segundos
Detenido RK-357/9:… saber, estar listos, prepararse… "sigue una palabra incomprensible para el transcriptor"…merecedores de nuestra cólera… hacer algo… confianza antes que nada… "frase incomprensible" demasiado bueno, condescendiente… no hace falta dejarse tomar el pelo… saber, estar listos, prepararse "palabra incomprensible" siempre hay quien se aprovecha de nosotros… el castigo necesario… expiar la culpa… no es suficiente entender las cosas, a veces hace falta actuar en consecuencia… saber, estar listos, prepararse… "palabra incomprensible" también para matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar, matar.
Departamento de Ciencias de la Conducta 25 de febrero
Vincent Clarisso era Albert.
El hombre salido de la cárcel hacía menos de dos meses, después de haber cumplido una parte de su condena por atraco a mano armada.
Una vez en libertad, había empezado su diseño.
Ningún precedente por crímenes violentos. Ningún síntoma de enfermedad mental. Nada que hiciera pensar en él como en un potencial asesino en serie.
El atraco a mano armada había sido un «accidente», según los abogados que defendieron a Vincent en el proceso. La tontería de un chico afligido por una grave dependencia de la codeína. Clarisso procedía de una buena familia burguesa, su padre era abogado, y su madre profesora. Había estudiado y se había graduado como enfermero. Durante un tiempo había trabajado en una clínica como asistente de quirófano. Allí, probablemente, había adquirido los conocimientos necesarios para mantener con vida a Sandra después de haberle amputado el brazo.
La hipótesis del equipo de Gavila, que Albert pudiera ser un médico, no estaba tan lejos de la verdad.
Vincent Clarisso había dejado sedimentar todas aquellas experiencias en una capa embrionaria de su personalidad para luego transformarse en un monstruo.
Pero Mila no se lo creía.
«No es él», seguía repitiéndose mientras llegaba en taxi al edificio de la policía federal.
Después de haber oído la noticia en la televisión, Goran había hablado por teléfono durante unos veinte minutos con Stern, que lo informó sobre los últimos acontecimientos. El criminólogo había caminado adelante y atrás por la habitación del hotel, bajo la mirada ansiosa de Mila. Después se habían separado. Él había llamado a la señora Runa para que se quedara con Tommy también aquella noche, y luego se apresuró hacia el lugar del hallazgo de Sandra. Mila habría querido ir con él, pero su presencia no habría estado justificada. Así que quedaron en verse más tarde en el Departamento de Ciencias de la Conducta.
Ya era más de medianoche, pero había un gran alboroto en las calles. La gente había salido, despreocupándose de la lluvia, para celebrar el final de una pesadilla. Parecía como si estuvieran en fin de año, tocando las bocinas y saludándose todos con grandes abrazos. Para complicar la situación del tráfico estaban los puestos de control para interceptar a eventuales cómplices de Clarisso en fuga, pero también para mantener alejados a los curiosos del lugar donde se había desarrollado el epílogo de aquella historia.
En el taxi que avanzaba a paso de hombre, Mila pudo escuchar en la radio un nuevo informe. Terence Mosca era el personaje del día. El caso se había solucionado por un golpe de suerte, pero, como ocurría a menudo, sólo se beneficiaba directamente de ello el jefe de las operaciones.
Cansada de esperar que la fila de coches avanzara, Mila decidió hacer frente a la intensa lluvia y bajarse del taxi. El edificio de la policía federal distaba un par de manzanas. Se cubrió la cabeza con la capucha de la parka y continuó a pie, absorta en sus razonamientos.
La figura de Vincent Clarisso no coincidía con el perfil de Albert trazado por Gavila.
Según el criminólogo, su hombre usaba los cadáveres de las seis niñas como una especie de indicadores. Los había colocado en lugares específicos para revelar horrores que nunca habían emergido a la luz, de los que él, en cambio, tenía conocimiento. Valoraba la hipótesis de que fuera un socio oculto de aquellos criminales, y que todos se lo hubieran encontrado en el transcurso de sus vidas.
«Son como lobos, y los lobos a menudo cazan en manada. Cada manada tiene un jefe, y Albert nos está diciendo precisamente eso: él es su líder», había afirmado Goran.
La convicción de Mila de que Vincent no era Albert quedó confirmada cuando oyó la edad del asesino en serie: treinta años.
Demasiado joven para conocer a Ronald Dermis de niño en el orfanato y también a Joseph B. Rockford: el equipo había deducido que debía de tener entre cincuenta y sesenta años. Además, no se parecía en nada a la descripción trazada por Niela después de haberlo visto en la mente del millonario.
Y, mientras caminaba bajo la lluvia, Mila también encontró otro motivo que acentuaba su escepticismo: ¡Clarisso estaba en la cárcel mientras Feldher asesinaba a Yvonne Gress y a sus hijos en la casa de Cabo Alto, por lo que no había podido presenciar la matanza dejando su perfil recortado en la sangre de la pared!
«No es él, están cometiendo un error. Aunque seguro que Goran se habrá dado cuenta y estará explicándoselo.»
Cuando llegó al edificio de la policía federal notó que había cierta euforia en los pasillos. Los agentes se daban palmaditas en la espalda, muchos todavía llegaban de la escena del crimen con el uniforme de las unidades de asalto y contaban las últimas novedades. El relato, pues, circulaba de boca en boca y se enriquecía con nuevos detalles.
Mila fue interceptada por un policía que la informó de que el inspector jefe Roche quería verla con urgencia.
—¿A mí? —preguntó, sorprendida.
—Sí, la espera en su despacho.
Mientras subía la escalera, pensó que Roche la había convocado porque se había dado cuenta de que algo no encajaba en la reconstrucción de los hechos. Quizá toda aquella excitación pronto se apagaría o se redimensionaría.
En el Departamento de Ciencias de la Conducta estaban presentes sólo unos pocos agentes de civil, y ninguno de ellos estaba celebrando nada. La atmósfera era la de cualquier día laborable, salvo porque ya era de noche y aún se encontraban todos de servicio.
Tuvo que esperar un buen rato antes de que la secretaria de Roche la hiciera pasar a su despacho. Desde el otro lado de la puerta, Mila pudo captar algunas palabras del inspector jefe, que probablemente mantenía una conversación telefónica. Sin embargo, cuando colgó, descubrió para su sorpresa que no estaba solo. Con él se encontraba Goran Gavila.
—Pase, pase, agente Vasquez —Roche la invitó a acercarse con un gesto de la mano. Tanto él como Goran estaban de pie, frente a frente junto al escritorio.
Mila avanzó acercándose a Gavila. Él apenas se volvió hacia ella, con un gesto vago. La intimidad compartida una hora antes había desaparecido repentinamente.