—¿Cuándo fue secuestrada?
La mujer se acomodó mejor en la silla antes de contestarle, tratando de reordenar sus ideas.
—Ya han pasado cuarenta y siete días.
Mila tenía razón: Sandra había sido raptada antes que las otras cinco. Y luego Albert la había usado para atraer a Debby Gordon, su hermana de sangre.
Las dos niñas se habían conocido una tarde en el parque mientras miraban a los caballos en el picadero. Un intercambio de palabras y en seguida había nacido una simpatía mutua. Debby se sentía triste porque estaba lejos de casa; Sandra, por la separación de sus padres. Unidas por sus respectivas tristezas, de inmediato se habían hecho amigas.
A ambas les habían regalado una vuelta a caballo. No había sido casual. Albert había provocado su encuentro.
—¿Cómo sucedió el secuestro de Sandra?
—Mientras iba al colegio —continuó Rosa.
Mila y Goran vieron cómo Mosca asentía. Todos estaban presentes —también Stern y Boris— en la amplia sala del archivo, en la primera planta del edificio de la policía federal. El capitán había elegido ese lugar inusual para evitar que se filtrara la noticia, y también para que aquella conversación no se pareciera a un interrogatorio.
La sala estaba desierta a esa hora. Del punto en que se encontraban se ramificaban largos pasillos de estantes repletos de archivadores. La única luz era la de la lámpara de la mesa de consultas alrededor de la cual se habían reunido. Las voces y los ruidos se perdían en la oscuridad de la estancia.
—¿Qué puedes decirnos de Albert?
—No lo he visto nunca y tampoco he oído su voz. No sé quién es.
—Por supuesto… —asintió Terence Mosca como si eso fuera un agravante para ella.
Formalmente, Sarah Rosa todavía no había sido sometida a ninguna medida restrictiva de libertad, pero pronto sería incriminada por complicidad en un secuestro y en el homicidio de una menor.
Había sido Mila quien la había descubierto indagando sobre el secuestro de Sabine en el tiovivo. Después de haber hablado con la madre de la niña, pensó que Albert podría haberse servido de una mujer para que el secuestro pasara inadvertido delante de toda aquella gente. Pero no una cómplice cualquiera, sino una a la que pudiera chantajear. La madre de la niña número seis, por ejemplo.
Mila obtuvo la confirmación de aquella increíble hipótesis mientras ojeaba en el portátil las fotos de aquella tarde en el parque de atracciones. Al fondo de una instantánea disparada por un padre de familia, reparó en una cabellera y un perfil que le provocaron un intenso cosquilleo en la nuca, seguido por un inequívoco nombre: ¡Sarah Rosa!
—¿Por qué Sabine? —le preguntó Mosca.
—No lo sé —dijo Rosa—. Me envió su fotografía y me hizo saber dónde la encontraría, eso es todo.
—Y nadie se dio cuenta de nada.
En el Pensatorio, Sarah Rosa había dicho: «Cada uno de los presentes sólo miraba a su propio hijo. A la gente no le importa nada, ésa es la realidad.» Y Mila se había acordado. Su colega lo sabía bien porque lo había vivido personalmente.
Mosca continuó:
—Entonces, él conocía los movimientos de las familias.
—Supongo que sí. Sus instrucciones para mí siempre eran muy detalladas.
—¿Cómo te hacía llegar las órdenes?
—Por correo electrónico.
—¿No has intentado localizar la procedencia?
Pero la pregunta del capitán ya tenía una respuesta: Sarah Rosa era experta en informática. Si ella no lo había logrado, entonces era imposible.
—En todo caso, he conservado todos los e-mails. —Después miró a sus colegas y añadió—: Es muy listo, ¿sabéis? Y muy hábil. —Lo dijo como si quisiera justificarse—. Y tiene a mi hija —agregó.
Su mirada no llegó a Mila.
Le había demostrado hostilidad desde el primer día porque ella era la única que podía descubrir de veras la identidad de la sexta niña, poniendo así en peligro su vida.
—¿Fue él quien te ordenó que te libraras en seguida de Vasquez?
—No, fue iniciativa mía. Ella podía molestar.
Quería manifestarle una vez más su desprecio. Pero Mila la perdonó. Su pensamiento se dirigió a Sandra, la niña que sufría de trastornos alimentarios —como le había contado Goran—, y que ahora se encontraba en manos de un psicópata, con un brazo amputado, padeciendo sufrimientos innombrables. Durante días había estado obsesionada con su identidad. Ahora por fin tenía un nombre.
—Así, seguiste a la agente Vasquez dos veces, para atemorizarla y obligarla a abandonar la investigación.
—Sí.
Mila recordaba que después de la persecución en coche había ido al Estudio, donde no había nadie. Boris la había avisado con un sms para que se encontraran todos en casa de Yvonne Gress. Y ella los había alcanzado. Sarah Rosa estaba preparándose junto a la autocaravana de la unidad móvil, y Mila no se había preguntado por qué no se encontraba ya en la casa con los demás. Su retraso no la hizo sospechar. O quizá la mujer había sido más lista, metiéndose con ella para no darle tiempo a pensar y sembrando dudas sobre su relación con Goran.
«Por otra parte, él se burló de ti… porque yo voté en contra.»
Pero no lo había hecho, porque se habría arriesgado a atraer sospechas sobre sí misma.
Terence Mosca no tenía prisa: escribía las respuestas de Rosa en el bloc de notas y pensaba un rato antes de proceder con la siguiente pregunta.
—¿Qué más has hecho por él?
—Entré a hurtadillas en la habitación de Debby Gordon en el colegio. Robé su diario de la caja de latón, forzando el candado de modo que nadie se diera cuenta. Luego quité de la pared las fotos donde también aparecía mi hija. Y dejé el transmisor GPS que os condujo luego al segundo hallazgo en el orfanato…
—¿No pensaste nunca que, antes o después, alguien podría descubrirte? —le hizo notar Mosca.
—¿Acaso tenía elección?
—Fuiste tú quien puso en el Estudio el cadáver de la quinta niña…
—Sí.
—Entraste con tu llave y fingiste que habían forzado la puerta blindada.
—Para que no sospechara nadie.
—Ya… —Mosca la miró durante un largo instante—. ¿Por qué te hizo llevar ese cuerpo al Estudio?
Ésa era la respuesta que todos esperaban. —No lo sé.
Mosca inspiró profundamente por la nariz, un gesto que indicaba que su conversación había concluido. Luego el capitán se dirigió a Goran.
—Creo que es suficiente. A menos que usted también tenga preguntas…
—Ninguna —dijo el criminólogo.
Mosca volvió a dirigirse a la mujer:
—Agente especial Sarah Rosa, dentro de diez minutos llamaré por teléfono al procurador, que formulará oficialmente las acusaciones contra ti. Como acordamos, esta conversación quedará entre nosotros, pero te aconsejo que no abras la boca si no es en presencia de un buen abogado. Una última pregunta: ¿alguien más, además de ti, está implicado en este caso?
—Si está refiriéndose a mi marido, él no sabe nada. Estamos a punto de divorciarnos. En cuanto Sandra desapareció, lo eché de casa con una excusa para mantenerlo al margen de todo. Últimamente nos hemos peleado a menudo porque quería ver a nuestra hija y creía que yo se lo impedía.
Mila los había visto mientras discutían acaloradamente delante del Estudio.
—Bien —dijo Mosca mientras se levantaba. Después se dirigió a Boris y a Stern al tiempo que señalaba a Rosa—: Mandaré en seguida a alguien para que formalice la detención.
Los dos agentes asintieron. El capitán se inclinó para recobrar su portafolios de cuero. Mila lo vio colocar el bloc de notas junto a una carpeta amarilla; bajo la cubierta se entrevieron algunos papeles con una inscripción escrita a máquina: «W»… «on» y «P».
«Wilson Pickett», pensó ella.
Terence Mosca se encaminó lentamente hacia la salida, seguido por Goran. Mila se quedó con Boris y Stern junto a Rosa. Los dos hombres permanecían en silencio, evitando mirar a la colega que no había confiado en ellos.
—Lo siento —dijo ella con lágrimas en los ojos—. No tenía elección… —repitió.
Boris no contestó, a duras penas lograba contener la rabia. Stern le dijo solamente:
—Está bien, ahora tranquilízate. —Pero no fue muy convincente.
Entonces Sarah Rosa los miró, suplicante: —Encontrad a mi pequeña, os lo ruego…
Muchos creen, injustamente, que los asesinos en serie se mueven siempre por una motivación sexual. También Mila lo pensaba antes de encontrarse implicada en el caso de Albert.
En realidad, según sus objetivos finales, existen diversos tipos.
Están los «visionarios», que cometen los asesinatos dominados por un álter ego con el que se comunican y del que reciben instrucciones, a veces bajo la forma de visiones o simples «voces». Su comportamiento a menudo desemboca en la psicosis.
Los «misioneros» se ponen una meta inconsciente y están dominados por una autoimpuesta responsabilidad para mejorar el mundo que los rodea, que pasa inevitablemente por la eliminación de algunas categorías de personas: homosexuales, prostitutas, infieles, abogados, inspectores del fisco, etcétera.
Los «buscadores de poder» poseen una escasa autoestima. Su satisfacción procede del control sobre la vida y la muerte de sus víctimas. El asesinato se acompaña con el acto sexual, pero sólo como instrumento de humillación.
Finalmente están los «hedonistas», que únicamente matan por el placer de hacerlo. Entre éstos —y sólo como subcategoría— se encuentran también aquellos que tienen un objetivo sexual.
Benjamín Gorka encajaba en los cuatro tipos.
Sufría de visiones que lo empujaban a matar sólo a prostitutas después de haberlas violado porque no lograba mantener relaciones con el sexo contrario, y el tema le gustaba bastante.
Se demostró que había acabado con la vida de treinta y seis mujeres, aunque solamente asumió la plena responsabilidad por la muerte de ocho de ellas. Se temía que hubiera matado a muchas más y luego hubiera hecho desaparecer hábilmente los restos. Estuvo en activo durante veinticinco años antes de que lo capturaran.
La dificultad para localizarlo dependió en gran parte de la variedad y la lejanía de los lugares en los que actuaba.
Fue hallado por Gavila y por el equipo después de tres años de intensa caza. Insertaron los datos de los diferentes homicidios en un ordenador que elaboró un esquema circular. A continuación, tras superponerlo a un mapa de carreteras, se dieron cuenta de que las líneas del esquema correspondían exactamente al ciclo de distribución de las mercancías.
Benjamín Gorka, en efecto, era camionero.
Su captura se llevó a cabo una noche de Navidad en una área de descanso de la autopista. Pero, por un error de la acusación durante el proceso, consiguió un atenuante por enfermedad mental y una habitación en un manicomio de alta seguridad. Lugar del que, sin embargo, nunca saldría.
Desde el momento de su detención, el país descubrió el nombre de uno de los asesinos más brutales de su historia. En todo caso, para Goran y sus hombres, Benjamín Gorka sería para siempre Wilson Pickett.
Después de haberse presentado dos policías para detener a Sarah Rosa, Mila había esperado a que también Boris y Stern se fueran: quería quedarse sola en el archivo. Luego se había puesto a consultar los ficheros y había encontrado la copia del informe.
Después de hojearlo, no había descubierto el motivo por el cual el criminólogo había bautizado al homicida con el nombre del famoso cantante. En compensación, había hallado la foto de aquella chica tan guapa que había visto ya anteriormente colgada en la pared, el día en que estuvo por primera vez en el Estudio.
Se llamaba Rebecca Springher. Y fue la última víctima de Gorka.
En realidad, en el informe no había mucho más. Mila se preguntaba por qué aquel caso todavía era una herida abierta para los miembros de la unidad, y entonces recordó las palabras de Boris cuando le pidió explicaciones.
«Fue mal. Hubo errores, y alguien amenazó con disolver el equipo y despedir al doctor Gavila. Fue Roche quien nos defendió y presionó para que nos quedáramos en nuestros puestos.»
Algo se había torcido. Pero el informe que tenía entre las manos no hablaba de ningún error, sino que más bien describía la operación como «ejemplar», «llevada a cabo a la perfección».
No obstante, no debía de ser así si Terence Mosca tenía motivos para interesarse.
Mila sacó el acta de la declaración dejada por Goran frente al tribunal que tenía que juzgar al asesino en serie. En aquella ocasión, el criminólogo había definido a Benjamín Gorka como «un psicópata puro, de una naturaleza tan escasa como la de un tigre albino».
Para luego añadir: «Estos individuos son difíciles de descubrir. Aparentemente son hombres normales, comunes. Pero al excavar bajo la superficie de esa normalidad, aparece su "yo" interior. Eso que muchos de ellos llaman "la bestia". Gorka la ha alimentado con sus sueños, la ha nutrido de sus deseos. A veces ha tenido que saldar cuentas con ella. Quizá incluso la haya combatido durante un cierto período de su vida. Al final, en cambio, ha pactado con ella. Ha entendido que sólo había un modo de hacerla callar: contentarla. De otro modo, lo habría devorado desde dentro.»
Mientras analizaba aquellas páginas, Mila casi pudo oírlas leídas por la voz de Goran.
«Luego, un día hubo una fractura entre la realidad y lo onírico. Fue entonces cuando Benjamín empezó a planear algo con lo que antes únicamente fantaseaba. El instinto de matar está en cada uno de nosotros. Pero, gracias al cielo, también estamos dotados de un dispositivo que nos permite tenerlo bajo control, inhibirlo. Siempre existe, sin embargo, un punto de inflexión.»
«Un punto de inflexión», reflexionó Mila. Siguió adelante y se detuvo en otro pasaje.
«… pero pronto el acto tiene que ser repetido. Porque el efecto se desvanece, el recuerdo ya no es suficiente y aparece un sentido de insatisfacción y de disgusto. Las fantasías ya no son suficientes y hay que repetir el ritual. La necesidad debe ser saciada. Hasta el infinito.»
¡Hasta el infinito!
Lo encontró fuera, sentado en uno de los peldaños de acero de la escalera de incendios. Se había encendido un cigarrillo y se lo llevaba a los labios, sujetándolo en vilo entre los dedos.
—No se lo digas a mi mujer —le pidió Stern en cuanto la vio salir por la puerta cortafuegos.
—No te preocupes, quedará entre tú y yo —lo alentó Mila mientras iba a sentarse junto a él.