Lobos (20 page)

Read Lobos Online

Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
13.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

El segundo estadio es el de la «organización» o «planificación». Es cuando la fantasía madura, pasando a una fase ejecutiva, que empieza inevitablemente con la elección de la víctima.

—Ya sabemos que él no elige a las niñas, sino a las familias. Los padres son su verdadero blanco, los que han querido un solo hijo. Quiere castigarlos por su egoísmo… Aquí, la identificación de la víctima con un símbolo no aparece. Las niñas son diferentes entre sí, y tienen edades distintas, aunque por poco. Físicamente no hay un rasgo que las una, como el pelo rubio o las pecas, por ejemplo.

—Por eso no las toca —sugirió Boris—. Desde ese punto de vista no le interesan.

—¿Por qué niñas entonces, y no también niños? —preguntó Mila.

Nadie supo contestar a esa pregunta. Goran asintió, reflexionando acerca de ese detalle.

—Yo también he pensado en ello, pero el problema es que no sabemos dónde se origina su fantasía. A menudo la explicación es mucho más banal de lo que se pueda pensar. Tal vez fuera humillado en la escuela por una compañera, quién sabe… Sería interesante conocer la respuesta, pero todavía no tenemos los elementos necesarios, así que nos centraremos en lo que hay.

El modo en que Goran había estigmatizado su intervención enojó a Mila, que, sin embargo, estaba convencida de que el criminólogo no se la tenía jurada. Era como si, de alguna manera, estuviera frustrado porque no conocía todas las respuestas.

La tercera fase es la del «engaño».

—¿Cómo han sido seducidas las víctimas? ¿Qué artificio ha tenido que poner en marcha Albert para secuestrarlas?

—Debby, fuera de la escuela. Anneke, en el bosque donde se había aventurado con su bicicleta de montaña.

—Se llevó a Sabine de un tiovivo, a la vista de todo el mundo —dijo Stern.

—Porque cada uno de los presentes sólo miraba a su propio hijo —añadió Rosa con una pizca de acritud—. A la gente no le importa nada, ésa es la realidad.

—En cada caso lo ha hecho delante de un montón de personas. ¡Es tremendamente hábil, el muy cabrón!

Goran le hizo un gesto a Stern para que se calmara; no quería que la rabia por haber sido burlados tan aparatosamente les sacara ventaja.

—A las dos primeras las secuestró en lugares apartados: constituían una especie de ensayo general. Cuando adquirió seguridad, secuestró a Sabine.

—Con ella elevó el nivel de desafío.

—No olvidemos que entonces todavía nadie lo estaba buscando: sólo con Sabine se relacionaron las desapariciones de las niñas y cundió el pánico…

—Sí, pero queda el hecho de que Albert logró secuestrarla delante de los padres. La hizo desaparecer como en un truco de magia. Y yo no creo, como dice Rosa, que a quien estaba allí no le importara nada… No, los engañó también a ellos.

—Muy bien, Stern, sobre eso es sobre lo que tenemos que trabajar —dijo Goran—. ¿Cómo lo consiguió Albert?

—¡Ya lo tengo: es invisible!

El chiste de Boris arrancó una breve sonrisa en los presentes, pero para Gavila había un trasfondo de verdad en su comentario.

—Eso nos dice que tiene el aspecto de un hombre común con muy buenas cualidades para el mimetismo: se hizo pasar por un padre de familia cuando bajó a Sabine del caballo de feria para llevársela. Y todo ello, ¿en cuánto tiempo?, ¿cuatro segundos?

—Escapó en seguida, confundiéndose entre la muchedumbre.

—¿Y la niña no lloró? ¿No protestó? —replicó Boris, incrédulo.

—¿Conoces a muchos niños de siete años que no se enfaden cuando los bajas de un tiovivo? —subrayó Mila.

—Aunque llorase, era una escena habitual a los ojos de los presentes —dijo Goran, retomando el hilo de su discurso—. Después viene Melissa…

—La alarma ya había saltado. Le habían impuesto el toque de queda, pero ella hizo caso omiso para reunirse a hurtadillas con sus amigas en la bolera.

Stern se levantó de su silla y se acercó a la foto de la pared desde la que sonreía Melissa. La imagen había sido extraída del anuario de la escuela. Aunque era la mayor, su físico aún inmaduro conservaba los rasgos de la infancia y, además, no era muy alta. Dentro de poco hubiera cruzado el umbral de la pubertad, su cuerpo habría revelado suavidades inesperadas, y los chicos por fin habrían reparado en ella. Por el momento, la leyenda junto a la foto del anuario exaltaba solamente sus dotes de atleta y su participación en calidad de redactora jefe en el periódico de la escuela. Su sueño era llegar a ser reportera, pero ya nunca se realizaría.

—Albert estaba esperándola. Ese bastardo… Mila lo miró: el agente especial parecía afectado por sus propias palabras.

—En cambio, a Caroline la secuestró en su cama, en su propia casa.

—Todo calculado…

Goran se acercó a la pizarra, cogió un rotulador y empezó a trazar una serie de puntos velozmente.

—A las dos primeras, sencillamente, las hace desaparecer. A su favor obra el hecho de que hay decenas de menores que se escapan de su casa a diario porque han obtenido malas notas o se han peleado con sus padres. Por eso nadie relaciona las dos desapariciones… La tercera debe aparecer claramente como un secuestro, así que dispara la alarma… En el caso de la cuarta, él ya sabía que Melissa no resistiría el impulso de irse de fiesta con sus compañeras… Y, finalmente, para la quinta había estudiado desde hacía tiempo los lugares y las costumbres de su familia, para poder introducirse en su casa con tranquilidad… ¿Qué deducimos de ello?

—Que el suyo es un engaño sofisticado —sugirió Mila—. Dirigido, más que a las víctimas, a sus custodios: los padres o las fuerzas del orden. No necesita detalladas puestas en escena para obtener la confianza de las niñas: se las lleva a la fuerza y punto.

Mila recordó entonces que Ted Bundy, en cambio, iba enyesado para inspirar confianza en las universitarias cuando las seducía. Era un modo de parecer vulnerable a sus ojos. Hacía que lo ayudaran a transportar objetos pesados y así las convencía de que subieran a su furgoneta. Todas se percataban demasiado tarde de que de su lado faltaba la manija de la puerta…

Cuando Goran hubo acabado de escribir, anunció el cuarto estadio. El del «asesinato».

—Hay un «ritual» en el hecho de administrar la muerte que el asesino en serie repite cada vez. Con el tiempo puede perfeccionarlo, pero a grandes rasgos permanece inalterable. Es su marca de fábrica. En cada ritual, luego, se acompaña de un particular simbolismo.

—Por el momento sólo tenemos seis brazos y un cadáver. Las mata cortándoles el brazo, excepto a la última, como sabemos —añadió Sarah Rosa.

Boris recuperó el parte médico del patólogo y leyó:

—Chang dice que las mató en seguida, justo después de haberlas secuestrado.

—¿Por qué tanta prisa? —se preguntó Stern.

—Porque no le interesan las niñas, por tanto, no necesita mantenerlas con vida.

—Él no las ve como seres humanos —intervino Mila—. Para Albert son sólo objetos.

«También la número seis», pensaron todos, pero ninguno tuvo el coraje de decirlo. Era evidente que a Albert no le importaba si sufría o no. Sólo tenía que mantenerla con vida hasta que alcanzara su objetivo.

El último estadio es el de la «disposición de los restos».

—Primero, el cementerio de brazos; después, Albert introduce un cadáver en el maletero de un pedófilo. ¿Nos está mandando un mensaje?

Goran interrogó con la mirada a los presentes.

—Nos está diciendo que él no es como Alexander Bermann —afirmó Sarah Rosa—. Es más, quizá quiere sugerirnos que fue víctima de abusos cuando era pequeño. Es como si dijera: «¡Soy como soy porque alguien ha hecho de mí un monstruo!»

Stern sacudió la cabeza.

—Le gusta desafiarnos, dar espectáculo. Pero hoy las primeras páginas de los periódicos sólo eran para Bermann. Dudo que quiera compartir la gloria con alguien más. No ha elegido a un pedófilo por venganza, sino que debe de tener otros motivos…

—Yo veo raro también algo más… —dijo Goran, recordando la autopsia que presenció—. Lavó y arregló el cuerpo de Debby Gordon, y luego la vistió con las mismas ropas.

«La arregló para Bermann», pensó Mila.

—No sabemos si ha hecho lo mismo con todas y si ese comportamiento ha pasado a formar parte de su ritual. Pero es extraño…

La extrañeza a la que se refería el doctor Gavila —y Mila, incluso no siendo una experta, lo sabía bien— era que a menudo los asesinos en serie se llevan algo de las víctimas. Un fetiche, o un recuerdo, para revivir en privado aquella experiencia.

Para ellos, poseer el objeto equivale a poseer a la persona.

—No se llevó nada de Debby Gordon.

En cuanto Goran hubo pronunciado esa frase, a Mila le vino a la mente la llave colgada del brazalete de Debby, que abría la cajita de latón en la que creyó que guardaba su diario secreto.

—Hijo de puta… —exclamó casi sin darse cuenta. Una vez más, fue el centro de atención.

—¿Quieres compartirlo con nosotros o…?

Mila miró a Goran.

—Cuando estuve en la habitación de Debby en el colegio, escondida bajo el colchón encontré una cajita de latón; pensé que en el interior estaría su diario, pero no era así.

—¿Y bien? —inquirió Rosa con suficiencia.

—La cajita estaba cerrada con un candado. La llave la llevaba Debby colgada de la muñeca, por lo que era natural pensar que, si sólo podía abrirla ella, entonces quizá ese diario no existiera… ¡Pero me equivoqué: el diario tenía que estar allí!

Boris se puso en pie de repente.

—¡Estuvo allí! ¡Ese bastardo fue a la habitación de la niña!

—¿Y por qué iba a correr un riesgo semejante? —objetó Sarah Rosa, que obviamente no quería darle la razón a Mila.

—Porque él siempre corre riesgos. Eso le excita —explicó Goran.

—Pero también hay otro motivo —añadió Mila, que se sentía cada vez más segura de aquella teoría—. Me fijé en que habían desaparecido algunas fotos de las paredes: probablemente de Debby junto a la niña número seis. ¡Ese tipo quiere impedir a toda costa que sepamos quién es!

—Por eso también se llevó el diario… Y cerró la caja con el candado… ¿Por qué? —Stern no se calmaba.

Para Boris, en cambio, estaba claro.

—¿No lo veis? El diario ha desaparecido pero la caja está cerrada, y la llave siempre ha estado en la muñeca de Debby… Nos está diciendo: «Sólo yo podía cogerlo.»

—¿Y por qué quiere que lo sepamos?

—Porque ha dejado algo… ¡Algo para nosotros! La «señal» que estaban buscando.

Una vez más, el Pensatorio había dado sus frutos, demostrándole a Goran la validez de aquel método inductivo.

Acto seguido, el criminólogo se dirigió a Mila:

—Tú has estado allí, has visto qué había en la habitación…

Ella intentó recordar, pero no consiguió revivir nada que hiciera disparar una alarma en su cabeza.

—¡Sin embargo, tiene que haber algo! —señaló Goran—. No nos equivocamos.

—Hurgué en cada rincón de aquella habitación sin que nada llamara mi atención.

—¡Debe de tratarse de algo evidente, no puede habérsete pasado por alto!

Pero Mila no recordaba nada. Entonces Stern decidió que volverían todos a aquel lugar para hacer un registro más minucioso. Boris se puso al teléfono para comunicar al colegio su llegada, mientras que Sarah Rosa advertía a Krepp que se les uniera en cuanto fuera posible para sacar huellas.

Fue en ese momento cuando Mila tuvo su pequeña epifanía.

—Es inútil —anunció, encontrando toda la seguridad que parecía haber perdido poco antes—. Fuera lo que fuese, ya no está en esa habitación.

Cuando llegaron al colegio, las compañeras de Debby estaban alineadas en el salón, que generalmente era utilizado para las asambleas y para la entrega oficial de los diplomas. Las paredes estaban revestidas de caoba taraceada. Los rostros severos de los docentes, que en el transcurso de los años habían convertido la escuela en una institución ilustre, miraban la escena desde lo alto, protegidos por valiosos marcos, la expresión del rostro inmóvil en el retrato que los encarcelaba.

Fue Mila quien habló. Trató de ser lo más amable que pudo porque las chicas ya estaban bastante asustadas. La directora del colegio les aseguró a todas la más completa impunidad. Sin embargo, a juzgar por el temor que se reflejaba en sus rostros, era evidente que no se fiaban demasiado de esa promesa.

—Sabemos que algunas de vosotras habéis visitado la habitación de Debby después de su muerte. Estoy convencida de que sobre todo os ha movido la intención de poseer un recuerdo de vuestra amiga trágicamente desaparecida.

Mientras lo decía, Mila cruzó la mirada con la estudiante que había sorprendido en el baño de la habitación, con las manos llenas de objetos. Si ese pequeño accidente no hubiera sucedido, nunca se le habría ocurrido hacer lo que estaba haciendo.

Sarah Rosa la observaba desde un rincón de la sala, segura de que no conseguiría nada. En cambio, tanto Boris como Stern confiaban en ella. Goran se limitaba a esperar.

—Querría no tener que pedíroslo, pero sé cuánto queríais a Debby. Por eso necesito que devolváis sus cosas ahora, y que las traigáis aquí.

Mila trató de mostrarse firme en su petición.

—Os ruego que no olvidéis nada, incluso el objeto más insignificante podría revelarse útil. Estamos convencidos de que entre ellos hay un elemento que hemos pasado por alto en la investigación. Estoy segura de que cada una de vosotras quiere que el asesino de Debby sea capturado. Y como también sé que ninguna será incriminada por haber sustraído pruebas, confío en que cumpliréis con vuestro deber.

Esa última amenaza, aunque irrealizable a la vista de la edad de las niñas, le sirvió a Mila para subrayar la gravedad de su comportamiento, así como para concederle el tanto del desempate a Debby, tan poco considerada en vida y, en cambio, convertida de repente en objeto de atención, después de morir a manos de un salvaje depredador.

Mila esperó, calibrando la duración de aquella pausa para dejarles tiempo para reflexionar. El silencio sería su mejor instrumento de persuasión, y sabía que para ellas cada segundo se haría más pesado. Vio que algunas de las niñas intercambiaban miradas. Nadie quería ser la primera, era normal. Luego, un par de ellas acordaron con un gesto salir de la fila, cosa que hicieron casi simultáneamente. Otras cinco las siguieron. Las restantes permanecieron inmóviles donde estaban.

Other books

Twist of Fate by Witek, Barbara
El mercenario de Granada by Juan Eslava Galán
Brain Storm by Richard Dooling
Hidden Bodies by Caroline Kepnes
Learning-to-Feel by N.R. Walker
Enslaving the Master by Ann Jacobs