Desde el asiento del conductor tuvo una óptima visión de los agentes junto al coche patrulla. Uno tenía en la mano la carpeta con su documentación, y le dictaba al otro los datos, que luego éste repetía por radio.
«Dentro de poco vendrán aquí y me harán abrir el maletero», pensó.
El agente que le había hecho detenerse había sido muy cortés. Le había preguntado por el aguacero y había demostrado compasión diciéndole que no lo envidiaba por tener que conducir toda la noche con ese tiempo.
—Usted no es de por aquí —había afirmado tras leer la matrícula.
—No, en efecto —había contestado él—. Vengo de fuera.
La conversación había acabado ahí. Por un instante, incluso pensó en contárselo todo, pero luego cambió de idea. Aún no había llegado el momento. Después, el agente se había alejado hacia su compañero. Alexander Bermann no sabía lo que sucedería, pero por primera vez había aflojado la presión sobre el volante. Así, la sangre volvió a circular por sus manos, que recobraron su color.
Y se dio cuenta de que se había puesto a pensar en sus mariposas. Tan frágiles, tan ajenas a su encanto… El, en cambio, había detenido el tiempo para ellas, haciéndolas conscientes de los secretos de su atractivo. Los demás se limitaban a consumir su belleza; él las cuidaba. En el fondo, ¿de qué podían acusarlo?
Cuando vio que el policía se acercaba de nuevo a su ventanilla, sus pensamientos se desvanecieron de repente y la tensión, que había disminuido momentáneamente, aumentó de nuevo. Habían invertido demasiado tiempo, pensó. Mientras se aproximaba, el agente llevaba una mano apoyada en la cadera, a la altura del cinturón. Alexander sabía qué era aquel gesto: significaba que estaba listo para desenfundar su revólver. Cuando estuvo finalmente cerca, lo oyó pronunciar una frase que no esperaba:
—Debe usted seguirnos a comisaría, señor Bermann. Entre sus documentos falta el permiso de circulación.
«Qué extraño —había pensado él—. Estaba seguro de haberlo puesto ahí.» Pero después lo comprendió: se lo había robado el hombre del pasamontañas mientras él estaba inconsciente. Y ahora estaba allí, en aquella pequeña sala de espera, disfrutando del calor inmerecido de aquella brisa. Lo habían confinado a ese lugar después de haberle incautado el coche, ignorantes de que la amenaza de una sanción administrativa era la última de sus preocupaciones. Ellos se habían retirado a sus despachos para decidir cosas que para él ya no tenían importancia alguna. Reflexionó sobre esa curiosa condición: cómo cambian las prioridades para un hombre que no tiene nada que perder. Porque lo que más le preocupaba en ese momento era que no acabara la caricia de aquella brisa.
Alexander Bermann mantenía los ojos fijos en el aparcamiento y en el ir y venir de los agentes. Su coche estaba allí, a la vista de todos, con su secreto encerrado en el maletero. Y nadie se daba cuenta de nada.
Mientras reflexionaba sobre la singularidad de la situación, vio a una patrulla de agentes que volvían de la pausa para el café de media mañana. Tres hombres y dos mujeres con uniforme. Probablemente uno de ellos estaba contando una anécdota, pues caminaba gesticulando. Cuando acabó, los demás se rieron. El no había oído una sola palabra de su historia, pero el sonido de las risotadas tuvo un efecto contagioso y de pronto se encontró sonriendo. Duró poco. El grupo pasó cerca de su coche. Uno de ellos, el más alto, se detuvo de repente, dejando que los demás prosiguieran solos. Se había dado cuenta de algo.
Alexander percibió en seguida la expresión que había adoptado su rostro.
«El olor —pensó—. Debe de haber notado el olor.»
Sin decir nada a sus compañeros, el agente empezó a mirar a su alrededor. Olfateaba el aire como si todavía buscara la débil estela que por un instante había puesto en alerta sus sentidos. Cuando la encontró, se volvió hacia el coche que estaba a su lado. Dio algunos pasos en esa dirección y se detuvo frente al maletero cerrado.
Al ver la escena, Alexander dejó escapar un suspiro de alivio. Estaba . Agradecido por la coincidencia que lo había conducido allí, por la brisa que había recibido a modo de obsequio, y por el hecho de que no tendría que ser él quien abriera ese maldito maletero.
agradecido
La caricia del viento cesó. Alexander Bermann se levantó de su sitio frente a la ventana y se sacó del bolsillo el teléfono móvil.
Había llegado el momento de hacer una llamada.
«Debby. Anneke. Sabine. Melissa. Caroline.»
Mila repetía en su mente aquellos nombres mientras observaba desde detrás de un cristal a los familiares de las cinco víctimas identificadas, que habían sido reunidos para la ocasión en la morgue del Instituto de Medicina Legal. Se trataba de un edificio de estilo gótico con grandes ventanales y rodeado de un parque desnudo.
—«Faltan dos —se repetía Mila de manera obsesiva—. Un padre y una madre que aún no hemos conseguido encontrar.»
Tenía que identificar el brazo izquierdo número seis. La niña con la que Albert más se había encarnizado, con aquellos cócteles de fármacos para ralentizar dolorosamente su muerte.
«Ha querido
disfrutar del espectáculo
.»
Recordó el último caso que había resuelto, el del profesor de música, cuando liberó a Pablo y a Elisa. «Al contrario, has salvado tres vidas», fue la frase que usó el sargento Morexu refiriéndose a la nota encontrada en la agenda del tipo. Aquel nombre…
Priscilla.
Su jefe tenía razón: la niña había sido afortunada. Mila notó una cruel unión entre ella y las seis víctimas.
Priscilla había sido escogida por su verdugo. Sólo por casualidad no se había convertido en una presa. ¿Dónde estaría ahora? ¿Cómo sería su vida? Quién sabía si tal vez una parte de ella, profunda y apartada, era consciente de haber huido de un horror semejante.
Desde el momento mismo en que había pisado la casa del profesor de música, Mila la había salvado. Y ella nunca lo sabría. Nunca podría apreciar el regalo de vivir una segunda vida que le había sido concedido.
Priscilla, como Debby, Anneke, Sabine, Melissa y Caroline. Predestinada, pero sin el mismo destino que ellas.
Priscilla, como la número seis, una víctima sin rostro. Pero al menos ella tenía un nombre.
Chang sostenía que era sólo cuestión de tiempo, que antes o después se descubriría la identidad de la sexta niña. Pero Mila no esperaba demasiado, y la idea de que se hubiera desvanecido para siempre le hacía difícil considerar cualquier otra opción.
No obstante, ahora debía estar lúcida. «Me toca a mí», se dijo mientras miraba más allá del cristal que la separaba de los padres de las niñas que ya habían sido identificadas. Observaba aquella especie de acuario humano, la coreografía de aquellas afligidas criaturas silenciosas. Dentro de poco tendría que ir a hablar con el padre y la madre de Debby Gordon. Debería entregar a aquellos padres el resto de su dolor.
El pasillo de la morgue, que se encontraba en la planta subterránea del edificio, era largo y oscuro. A él se accedía por una escalera o por un estrecho ascensor que generalmente no funcionaba. Había unas angostas ventanas a ambos lados del techo que dejaban filtrar algo de luz. Las baldosas esmaltadas de blanco que revestían las paredes no lograban reflejarla, y probablemente ése había sido el objetivo de quien las había puesto allí. El resultado era que la estancia resultaba oscura también de día, y los neones del techo siempre permanecían encendidos, llenando el espectral silencio del lugar con su incesante zumbido.
«Qué lugar tan horrible para afrontar la noticia de la pérdida de un hijo», consideró Mila mientras seguía observando a aquellos familiares apenados. Para reconfortarlos sólo había algunas anónimas sillas de plástico y una mesa con viejas revistas llenas de rostros sonrientes.
Debby. Anneke. Sabine. Melissa. Caroline.
—Mira allí —dijo Goran Gavila a su espalda—. ¿Qué ves?
Antes, en presencia de los demás, la había humillado. ¿Ahora, en cambio, la tuteaba?
Mila continuó observando durante un largo instante.
—Veo su sufrimiento.
—Mira mejor. No sólo hay eso.
—Veo a las niñas muertas. Aunque no estén ahí. Sus rostros son la suma de los rostros de sus padres. Por eso puedo ver a las víctimas.
—Yo veo, en cambio, cinco núcleos familiares. Todos con una extracción social distinta. Con distinta renta y tren de vida. Veo una pareja que, por motivos varios, sólo ha tenido un hijo. Veo a mujeres que han superado de sobras los cuarenta años y que, por tanto, no pueden esperar biológicamente otro embarazo… Yo veo eso. —Goran se volvió para mirarla—: Ellos son las verdaderas víctimas. Los ha estudiado, los ha elegido. Una sola hija. Ha querido arrebatarles toda esperanza de superar el luto, de intentar olvidar la pérdida. Tendrán que acordarse de lo que les ha hecho durante el resto de sus días. Ha aumentado su dolor robándoles el futuro. Los ha privado de la posibilidad de transmitir una memoria de sí mismos en los años venideros, de sobrevivir a la propia muerte… Y se ha alimentado de eso. Es la recompensa de su sadismo, la fuente de su placer.
Mila apartó la mirada. El criminólogo tenía razón: había una simetría en el mal que les habían infligido a aquellas personas.
—Un diseño —señaló Goran, corrigiendo sus pensamientos.
Mila pensó de nuevo en la niña número seis. Aún no había nadie que la llorara a ella, pero tenía derecho a esas lágrimas al igual que todas las demás. El sufrimiento tiene un objetivo: sirve para recomponer los lazos entre los asuntos de los vivos y los de los muertos. Es un lenguaje que reemplaza a las palabras, que cambia los términos de la cuestión. Y eso era lo que estaban haciendo los padres al otro lado del cristal. Reconstruir minuciosamente, con el dolor, un jirón de aquella existencia que ya no estaba. Entrelazando los frágiles recuerdos, atando los blancos hilos del pasado con los tenues del presente.
Mila hizo acopio de fuerzas y cruzó el umbral. De inmediato, las miradas de los padres se desplazaron hacia ella y se hizo el silencio.
La policía se encaminó hacia la madre de Debby Gordon; estaba sentada junto a su marido, que había posado una mano sobre su hombro. Los pasos de la agente resonaron siniestros mientras desfilaba por delante de los demás.
—Señor y señora Gordon, necesitaría hablar con ustedes un momento…
Con un gesto del brazo, Mila les señaló el camino. Luego dejó que la precedieran hacia una segunda salita, donde había una máquina expendedora de café y un distribuidor de bollos, un sofá raído adosado al muro, una mesa con sillas de plástico azul y una papelera llena de vasos desechables.
Mila hizo acomodar a los Gordon en el sofá y cogió una de las sillas. Cruzó las piernas, notando aún una pequeña punzada de dolor en la herida del muslo. Sin embargo, ya no era tan fuerte: se estaba curando.
La policía reunió ánimos y empezó presentándose. Habló de la investigación, sin añadir detalles a lo que ellos ya sabían. Su intención era que se sintieran cómodos antes de hacerles las preguntas que verdaderamente le interesaban.
Los Gordon no habían dejado de mirarla ni un instante, como si de alguna manera ella tuviera el poder de detener aquella pesadilla. Marido y mujer tenían un aspecto elegante. Ambos, abogados, de los que se pagan por horas. Mila los imaginaba en su casa perfecta, rodeada de amistades selectas, con su existencia dorada. Tanto como para permitirse mandar a su única hija a estudiar a una prestigiosa escuela privada. Mila lo sabía: marido y mujer debían de ser dos tiburones en su oficio. Gente que en el propio campo sabe cómo gestionar las situaciones más críticas, que está acostumbrada a hundir los dientes en el adversario y a no desanimarse nunca ante la adversidad. Ahora, sin embargo, ambos estaban absolutamente desvalidos frente a una tragedia como ésa.
Cuando terminó de exponer el caso, pasó al punto crucial: —Señores Gordon, ¿saben si Debby había entablado amistad con alguna niña de su misma edad de fuera del colegio?
Ambos se miraron como si, antes que una respuesta, buscaran una razón plausible para aquella pregunta. Pero no la encontraron.
—No, que nosotros sepamos —contestó el padre de Debby.
Mila no podía contentarse con aquella respuesta descarnada.
—¿Están seguros de que su hija nunca mencionó al teléfono a alguien que no fuera una compañera suya de la escuela?
Mientras la señora Gordon se esforzaba en recordar, Mila se encontró observando su perfil: aquel vientre tan plano, los músculos de las piernas tan tonificados. Comprendió en seguida que la elección de tener un solo hijo había sido considerada cuidadosamente. Aquella mujer no habría cargado su físico con una segunda maternidad. Pero de todos modos ya era demasiado tarde: su edad, próxima a los cincuenta, no le permitiría tener más bebés. Goran tenía razón: Albert no había elegido a sus víctimas por casualidad…
—No… Pero últimamente parecía mucho más serena cuando hablaba con nosotros por teléfono —dijo la mujer.
—Imagino que les había pedido que la dejaran volver a casa…
Había tocado una tecla dolorosa, pero no podía dejar de hacerlo si quería llegar a la verdad. Con la voz rota por el sentimiento de culpa, el padre de Debby admitió:
—Es verdad: se sentía desplazada, decía que nos echaba de menos y que añoraba a … —Mila lo miró, desconcertada, y el hombre precisó—: Su perro… Debby quería volver a casa, a su antigua escuela. Bueno, en realidad nunca lo dijo. Quizá tenía miedo de desilusionarnos, pero… resultaba evidente por su tono de voz.
Sting
.
Mila supo lo que sucedería: aquellos padres se reprocharían para siempre no haber prestado atención a la hija que les suplicaba que la dejaran volver. Pero los Gordon habían antepuesto su ambición, como si eso pudiera transmitirse genéticamente. Bien mirado, no había nada malo en su comportamiento: querían lo mejor para su única hija. En el fondo, simplemente se habían comportado como padres. Y si las cosas hubieran ido de otra manera, quizá algún día Debby les habría estado agradecida por ello. Pero ese día, desafortunadamente para ellos, nunca llegaría.
—Señor y señora Gordon, siento tener que insistir, imagino por lo que están pasando, pero debo pedirles que vuelvan a pensar en las conversaciones mantenidas con Debby: sus encuentros fuera del colegio podrían revelarse muy importantes para la solución del caso. Se lo ruego, piensen en ello, y si recuerdan algo…