Levantó las manos y, después de un instante, las dejó caer encima de las teclas.
Mientras el Nocturno n.° 20 en do menor de Chopin se esparcía por la habitación, Mila respiraba con fuerza, la tensión se derramaba a través de los tendones y de los músculos del cuello. Los dedos del profesor de música se deslizaban con gracia y agilidad sobre el teclado. La dulzura de las notas obligó a Mila a contemplar aquella ejecución, como si estuviera hipnotizada.
Se esforzó en volver en sí y deslizó hacia atrás los talones descalzos, lentamente, hasta encontrarse de nuevo en el pasillo. Tomó aliento, tratando de ralentizar los latidos de su corazón. Luego empezó a buscar rápidamente por las habitaciones, perseguida por la melodía. Las inspeccionó una a una. Un estudio. Un baño. Una despensa.
Hasta llegar a la puerta cerrada.
Empujó la hoja con el hombro. La herida en el muslo le dolió y concentró el peso en el deltoides. La madera cedió.
La tenue luz del pasillo irrumpió en la habitación, cuyas ventanas parecían tapiadas. Mila siguió el reflejo en la oscuridad hasta cruzarse con dos ojos líquidos que le devolvieron la mirada, petrificados. Pablito estaba allí, en la cama, con las piernas acurrucadas contra el delgado tórax. Sólo llevaba puestos unos calzoncillos y una camiseta. Estaba tratando de adivinar si era alguien a quien tenerle miedo, si Mila formaba parte de su pesadilla. Ella le dijo lo que siempre decía cuando encontraba a un niño:
—Tenemos que irnos.
Él asintió, le tendió los brazos y se agarró a ella. Mila tenía el oído puesto en la música, que mientras tanto continuaba, la perseguía. Temía que esa pieza no durara lo suficiente y que no tuviera tiempo de salir de la casa. Una nueva ansiedad se adueñó de ella. Estaba arriesgando su vida y la del rehén. Y ahora tenía miedo. Miedo de equivocarse de nuevo. Miedo de tropezar en el último paso, el que la llevaría fuera de esa maldita madriguera. O de descubrir que la casa nunca la dejaría salir, que se cernería sobre ella como una telaraña y la mantendría prisionera para siempre.
Pero, en cambio, la puerta se abrió y se vieron fuera, a la luz pálida pero tranquilizadora del día.
Cuando ya los latidos de su corazón se ralentizaron, y pudo perder interés en el revólver que había dejado en la casa y apretar a Pablo contra sí, haciendo las veces de escudo con su cuerpo cálido para tranquilizarlo, el pequeño se acercó a su oído y le susurró:
—¿Y ella no viene?
Los pies de Mila se clavaron en el suelo, pesados de repente. Se tambaleó, pero no perdió el equilibrio.
Lo preguntó sin saber por qué, con la sola fuerza de una aterradora conciencia:
—¿Dónde está ella?
El niño levantó el brazo y con un dedo señaló la segunda planta. La casa la miraba con sus ventanas y se reía, socarrona, con la misma puerta abierta que poco antes los había dejado marchar.
Fue entonces cuando el miedo se desvaneció por completo. Mila recorrió los últimos metros que la separaban de su coche, acomodó al pequeño Pablo en el asiento y le dijo con el tono solemne de una promesa:
—Vuelvo en seguida.
Después volvió a dejarse engullir por la casa.
Se encontró al pie de la escalera. Miró hacia arriba, sin saber qué encontraría allí. Empezó a subir, agarrándose al pasamanos. Las notas de Chopin continuaban, impertérritas, siguiéndola también en esa exploración. Los pies se le hundían en los escalones, las manos se le pegaban a la balaustrada, que a cada paso parecía querer retenerla.
De pronto, la música cesó.
Mila se detuvo, con los cinco sentidos en alerta. Luego la seca percusión de un disparo, un estruendo sordo y las notas inarticuladas del piano, bajo el peso del cuerpo del profesor de música que se derrumbó sobre el teclado. Mila continuó subiendo más de prisa hasta el piso superior. No podía estar segura de que no se tratara de otro engaño. La escalera se curvó y el descansillo se dilató en un estrecho corredor revestido de una espesa moqueta. Al fondo, una ventana. Frente a ella, un cuerpo humano. Frágil, delgado, a contraluz: con los pies sobre una silla, el cuello y los brazos tendidos hacia un lazo que colgaba del techo. Mila la vio mientras intentaba meter la cabeza por la cuerda y gritó. También ella la vio, e intentó acelerar la operación. Porque así se lo había dicho él, porque así se lo había enseñado: «Si ellos vienen, debes matarte.»
«Ellos» eran los demás, el mundo exterior, los que no podían entender, los que nunca habrían perdonado.
Mila se lanzó hacia la chica con la desesperada intención de detenerla. Y cuanto más se acercaba, más le parecía correr hacia atrás en el tiempo.
Muchos años antes, en otra vida, aquella muchacha había sido una niña.
Mila recordaba su foto a la perfección. La había estudiado bien, rasgo a rasgo, recorriendo con la mente cada pliegue, cada línea de expresión, catalogando y repitiendo cada señal particular, hasta la más mínima imperfección de la piel.
Y aquellos ojos. De un azul jaspeado, vivaz, capaces de conservar intacta la luz del flash. Los ojos de una niña de diez años, Elisa Gomes. La foto se la había hecho su padre. Una imagen robada en un día de fiesta, mientras ella estaba ocupada en abrir un regalo y no la esperaba. Mila también había imaginado la escena, con el padre llamándola para que se volviera y sacarle así la foto por sorpresa. Y Elisa volviéndose hacia él, sin tiempo a sorprenderse. En su expresión se había inmortalizado un instante, algo que a simple vista es imperceptible. El origen milagroso de una sonrisa, antes de que se abra y brote de los labios o se ilumine en la mirada como una estrella naciente.
Por eso la policía no se había asombrado cuando los padres de Elisa Gomes le dieron precisamente esa foto cuando Mila les pidió una imagen reciente. No era la foto más adecuada, porque la expresión de Elisa no era natural, y eso la hacía casi inservible para imaginar cómo podría cambiar su cara con el paso del tiempo. Los demás colegas asignados a la investigación se quejaron, pero a Mila no le importó porque en aquella foto había algo, una energía, y eso era lo que debía buscar. No un rostro entre los rostros, una niña entre muchas. Sino aquella niña, con aquella luz en los ojos. Siempre que mientras tanto no hubiera alguien decidido a apagarla…
Mila la agarró a tiempo, rodeándole las piernas con los brazos antes de que se dejara caer de la cuerda con todo su peso. Ella pataleó, se sacudió, intentó gritar…, hasta que Mila la llamó por su nombre.
—Elisa —dijo con infinita dulzura.
Y ella se reconoció a sí misma.
Había olvidado quién era. Años de prisionera le habían extirpado la identidad, un pedacito cada día. Hasta que se convenció de que aquel hombre era su familia, porque el resto del mundo la había olvidado. El resto del mundo nunca la habría salvado.
Elisa miró a Mila a los ojos con estupor. Se calmó y se dejó salvar.
Seis brazos. Cinco nombres.
Con ese enigma, el equipo dejó el claro del bosque y se trasladó a la unidad móvil dispuesta en la carretera estatal. La presencia de café recién hecho y bocadillos parecía desentonar con la situación, pero sirvió para proporcionar una apariencia de control. En todo caso, nadie en esa fría mañana de febrero tocaría el bufet.
Stern se sacó del bolsillo una cajita de caramelitos de menta. La agitó y dejó caer un par en una mano, que luego se metió directamente en la boca. Decía que lo ayudaban a pensar.
—¿Cómo es posible? —preguntó entonces, más para sí mismo que para los demás.
—Joder… —soltó Boris, pero lo dijo en voz tan baja que nadie lo oyó.
Rosa buscaba un punto en el interior de la caravana donde concentrar su atención. Goran se dio cuenta. La entendía, ella tenía una hija de la edad de aquellas niñas. En eso es en lo primero que piensas cuando te encuentras frente a un crimen perpetrado contra un menor. En tus hijos. Y te preguntas qué habría pasado si…, pero no consigues acabar la frase, porque sólo pensarlo ya duele.
—Hará que nos las encontremos a pedazos —señaló el inspector jefe Roche.
—Entonces, ¿ésa será nuestra tarea? ¿Recoger cadáveres? —inquirió Boris. Él, que era un hombre de acción, no soportaba verse relegado al papel de sepulturero. Buscaba a un culpable. Y también los demás, que de hecho no tardaron en asentir a sus palabras.
Roche los tranquilizó.
—Lo prioritario siempre es el arresto del culpable, pero no podemos evitar la desgarradora búsqueda de los restos. —Ha sido intencionado.
Todos miraron a Goran, en vilo frente a esa última frase.
—El labrador que olfatea el brazo y cava el hoyo: forma parte del «diseño». Nuestro hombre tenía controlados a los dos crios del perro: sabía que lo llevaban al bosque, por eso ha enclavado ahí su pequeño cementerio. Una idea simple. Ha completado su «obra» y nos la ha mostrado. Está todo aquí.
—¿Quiere decir que no lo cogeremos? —preguntó Boris, incapaz de creerlo y furioso por eso mismo.
—Vosotros sabéis mejor que yo cómo van estas cosas…
—Pero lo hará, ¿verdad? Matará de nuevo… —esta vez era Rosa la que no quería resignarse—. Le ha salido bien y repetirá.
Quería que desmintieran sus palabras, pero Goran no tenía una respuesta. Y, aunque hubiera tenido una opinión, no habría sabido traducir en términos comprensivamente aceptables la crueldad de tener que dividirse entre el pensamiento de aquellas muertes terribles y el cínico deseo de que el asesino volviera a golpear. Porque —y eso lo sabían todos— la única posibilidad de atraparlo era que no se detuviera.
El inspector jefe Roche retomó la palabra:
—Si encontramos los cuerpos de esas niñas, al menos podremos dar a sus familias un funeral y una tumba sobre la que llorar.
Como siempre, Roche dio la vuelta a los términos de la cuestión, presentándola del modo más políticamente correcto. Era el ensayo general de lo que le diría a la prensa para endulzar la historia en beneficio de la propia imagen. Antes del luto, el dolor, para ganar tiempo. Luego, la investigación y los culpables.
Pero Goran sabía que la operación no saldría bien, y que los periodistas se abalanzarían sobre cada bocado, descarnando ávidamente el suceso y sazonándolo con los detalles más sórdidos. Y, sobre todo, que a partir de ese momento no les dejarían pasar ni una. Cada gesto, cada palabra adquiriría el valor de una promesa, de un empeño solemne. Roche estaba convencido de poder mantener controlados a los cronistas, dándoles cada vez un poco de lo que quisieran oír. Y Goran le permitió al inspector jefe su frágil ilusión de control.
—Me da que tendríamos que darle un nombre a ese tío…, antes de que lo haga la prensa —dijo Roche.
Goran estaba de acuerdo, pero no por el mismo motivo que el inspector jefe. Como todos los criminólogos que trabajaban para la policía, el doctor Gavila tenía sus propios métodos. Ante todo había que atribuirle al criminal unos rasgos, de modo que se transformara de una figura indefinida en algo humano. Porque, frente a un mal tan feroz y gratuito, se tiende siempre a olvidar que el autor, como la víctima, es un ser humano, con una existencia a menudo normal, un trabajo y quizá también una familia. Como argumento de su tesis, el doctor Gavila les hacía notar a sus alumnos de la facultad que casi siempre que se detenía a un asesino en serie sus vecinos y parientes eran los primeros sorprendidos. «Los llamamos "monstruos" porque los sentimos lejos de nosotros, porque los queremos "distintos" —decía Goran en sus seminarios—. En cambio, se nos parecen en todo. No obstante, preferimos desechar la idea de que alguien como nosotros sea capaz de hacer algo así. Y eso, para absolver en parte a nuestra naturaleza. Los antropólogos lo definen como "despersonalización del culpable", y a menudo constituye el mayor obstáculo para la identificación de un asesino en serie. Porque un hombre tiene puntos débiles y puede ser capturado. Un monstruo, no.»
Por ese motivo, en sus clases Goran siempre tenía colgada de la pared la foto en blanco y negro de un niño. Un pequeño, gordito e indefenso cachorro de hombre. Sus estudiantes la veían a diario y acababan por cogerle apego a la imagen. Cuando —más o menos hacia la mitad del semestre— alguien encontraba el coraje de preguntarle quién era, él lo desafiaba a adivinarlo. Las respuestas eran de lo más variadas y fantasiosas. Y él se divertía frente a sus expresiones cuando les desvelaba que aquel niño era Adolf Hitler.
En la posguerra, el líder del nazismo se convirtió en un monstruo, en el imaginario colectivo, y durante años las naciones que salieron vencedoras del conflicto se opusieron a una visión diferente. Por eso nadie conocía las fotos de infancia del Führer. Un monstruo no podía haber sido niño, no podía haber tenido sentimientos diferentes del odio y una existencia parecida a la de sus coetáneos, que luego se convertirían en sus víctimas. «Para muchos, humanizar a Hitler significa "explicarlo" de algún modo —decía entonces Goran a la clase—. Pero la sociedad pretende que el mal extremo no pueda ser explicado, y no pueda ser comprendido. Intentarlo quiere decir buscarle también una justificación.»
En la caravana de la unidad móvil, Boris propuso para el artífice del cementerio de brazos el nombre de «Albert», en recuerdo de un viejo caso. La idea fue acogida con una sonrisa de los presentes. Y la decisión fue tomada.
Desde ese momento, los miembros del equipo se referirían al asesino con ese nombre. Y, día tras día, Albert empezaría a adquirir una fisonomía. Una nariz, dos ojos, un rostro, una vida propia. Cada uno le atribuiría su propia visión, y ya sólo lo verían como una sombra huidiza.
—Albert, ¿eh? —Al término de la reunión, Roche aún estaba sopesando el valor mediático del nombre. Lo repetía entre dientes, buscando su sabor. Podía funcionar.
Pero había algo más que atormentaba al inspector jefe. Se lo confío a Goran:
—Si quieres saber la verdad, estoy de acuerdo con Boris. ¡Dios santo! ¡No puedo obligar a mis hombres a recoger cadáveres mientras un psicópata nos obliga a quedar como verdaderos imbéciles!
Goran sabía que, cuando Roche hablaba de «sus» hombres, en realidad se refería sobre todo a sí mismo. Él era quien tenía miedo de no poder colgarse ninguna medalla. Y siempre era él quien temía que alguien invocara la ineficacia de la policía federal por no haber logrado detener al culpable.
Además, aún estaba la cuestión del brazo número seis.
—He pensado no difundir por el momento la noticia de la existencia de una sexta víctima.