Lo único que nunca hacían era llamar a ese vacío por su nombre. Porque ese nombre había desaparecido de su vocabulario. Usaban otras maneras, otras expresiones. Era extraño. El hombre que se preocupaba de bautizar a cada asesino en serie que encontraba no sabía cómo llamar a aquella que durante un tiempo había sido su mujer, y había permitido al hijo «despersonalizar» a su madre. Era casi como un personaje de los cuentos que él le leía todas las noches.
Tommy era el único contrapeso que todavía lo mantenía atado al mundo. De otro modo, tardaría un instante en resbalar hacia el abismo que exploraba a diario allí fuera.
Después de cenar, Goran se retiró a su estudio, y Tommy lo siguió. Lo hacían todas las noches. El se sentaba en su sillón desvencijado y su hijo se tumbaba boca abajo sobre la alfombra, retomando sus diálogos imaginarios.
Goran observó su biblioteca. Los libros de criminología, antropología criminal y medicina legal quedaban muy bien en las estanterías: algunos, con el lomo de damasco y grabados en oro; otros, más simples, encuadernados sin cumplidos. Allí dentro estaban las respuestas, pero lo difícil —como decía siempre a sus alumnos— era encontrar las preguntas. Aquellos textos estaban llenos de fotos angustiantes: cuerpos heridos, llagados, atormentados, quemados, destrozados, todo rigurosamente sellado en brillantes páginas, anotado en precisas leyendas. La vida humana reducida a frío objeto de estudio.
Por eso, hasta hacía poco, Goran no permitía que Tommy entrase en esa especie de sagrario. Temía que su curiosidad actuara y que al abrir uno de aquellos libros descubriera lo violenta que podía ser la existencia. Una vez, sin embargo, Tommy había transgredido la orden. Lo encontró tumbado, como ahora, intentando hojear uno de aquellos volúmenes. Goran aún lo recordaba. Se había detenido sobre la imagen de una mujer joven sacada de un río, en invierno; estaba desnuda, la piel violeta, los ojos inmóviles.
No obstante, Tommy no parecía para nada afectado y, en vez de regañarlo, Goran se sentó junto a él con las piernas cruzadas: «¿Sabes qué es?»
Tommy esperó un buen rato, impasible. Después respondió, nombrando diligentemente todo lo que veía: las manos agarrotadas, los cabellos llenos de escarcha, la mirada perdida en quién sabía qué pensamientos. Al final empezó a fantasear sobre lo que hacía para vivir, sobre sus amigos y sobre el lugar donde vivía. Y entonces Goran se dio cuenta de que Tommy lo había captado todo de aquella foto, excepto una cosa: la muerte.
Los niños no ven la muerte porque su vida dura un día, desde que se despiertan hasta que se van a dormir.
En esa ocasión, Goran comprendió que, por mucho que se esforzara, nunca podría proteger a su hijo de los males del mundo. Como, años después, no había podido evitarle aquello que le había hecho su madre.
El sargento Morexu no era como los demás superiores de Mila. No le importaba nada la gloria, ni las fotos de los periódicos. Por eso la policía se esperaba una reprimenda por cómo había conducido la operación en casa del profesor de música.
Morexu era una persona apresurada tanto en los modos como en el humor. No conseguía mantener una emoción más de unos pocos segundos. Así, en un momento dado estaba airado o contrariado, y justo después, sonriente e increíblemente amable. Para no perder tiempo, entonces, juntaba los gestos. Por ejemplo, si tenía que consolarte, te ponía una mano sobre el hombro y mientras tanto te acompañaba a la puerta. O hablaba por teléfono mientras con el auricular se rascaba las sienes.
Pero esa vez no tenía prisa.
Dejó a Mila de pie frente a su escritorio, sin invitarla a sentarse. Después se la quedó mirando fijamente, con las piernas estiradas bajo la mesa y los brazos cruzados.
—No sé si te das cuenta de lo que ha pasado hoy…
—Lo sé, me he equivocado —dijo ella, adelantándose.
—Al contrario, has salvado tres vidas.
Esa afirmación la paralizó durante un larguísimo instante.
—¿Tres?
Morexu se echó hacia adelante en el sillón y posó los ojos sobre un papel que tenía frente a sí.
—Han encontrado una nota en casa del profesor de música. Parece que tenía intenciones de secuestrar a otra…
El sargento le tendió a Mila la fotocopia de la página de una agenda. Debajo del día y el mes, había un nombre.
—¿Priscilla? —preguntó ella.
—Priscilla —repitió Morexu.
—¿Y quién es?
—Una chica afortunada.
Y el sargento no dijo nada más. Porque no sabía más. No había un apellido, unas señas, una foto. Nada. Sólo ese nombre: Priscilla.
—Por tanto, deja de cargar con esa cruz —continuó Morexu y, antes de que Mila pudiera replicar, añadió—: Hoy te he visto en la rueda de prensa: parecía que no te importara nada.
—Es que, de hecho, no me importa.
—¡Joder, Vasquez! Pero ¿no te das cuenta de lo agradecidas que deben de estar las personas a las que has salvado? ¡Eso, por no hablar de sus familias!
«Porque ellos no han visto la mirada de la madre de Elisa Gomes», hubiera querido decir Mila. En cambio, se limitó a asentir. Morexu la miró al tiempo que sacudía la cabeza.
—Desde que estás aquí, no he oído una sola queja sobre ti.
—¿Y eso es bueno o malo?
—Si no lo sabes, entonces tienes un problema, chiquilla… Por eso creo que te vendrá bien un poco de trabajo en equipo. Pero Mila no estaba de acuerdo.
—¿Por qué? Hago mi trabajo, y es lo único que me interesa. Estoy acostumbrada a hacerlo así. Tendría que adaptar mis métodos a los de otra persona. ¿Cómo le explicó que…?'
—Ve a hacer las maletas —la interrumpió Morexu, poniendo así fin a sus quejas.
—¿A qué viene tanta prisa?
—Sales esta misma noche.
—¿Es una especie de castigo?
—No es un castigo, pero tampoco unas vacaciones: quieren el consejo de una experta. Y tú eres muy popular. La agente de policía se puso seria. —¿De qué se trata?
—El caso de las cinco niñas secuestradas. Mila había oído hablar de ello en los noticiarios de la televisión.
—¿Por qué yo? —preguntó.
—Porque parece que hay una sexta, pero aún no saben quién es…
Habría querido más explicaciones, pero Morexu evidentemente había decidido que la conversación se había acabado. Volvía a tener prisa, y se limitó a darle un sobre con el que le señaló la puerta.
—Aquí dentro está también el billete de tren. Mila lo cogió y se dirigió a la salida. Pero antes de dejar la habitación, se volvió de nuevo hacia el sargento:
—Priscilla, ¿eh?
—Sí…
«The Piper at the Gates of Dawn», de 1967. «A Saucerful of Secrets», de 1968. «Ummagumma» era del 69, como la banda sonora de la película . En 1971 salió «Meddle», pero antes hubo otro… En 1970 estaba seguro. No recordaba el título, pero la portada sí. Esa en la que había una vaca…, ¿cómo se llamaba? «Tengo que echar gasolina», pensó.
More
El indicador ya estaba al mínimo, y el piloto había empezado a parpadear con un rojo perentorio. Pero él no quería detenerse.
Conducía desde hacía cinco horas largas y había recorrido casi seiscientos kilómetros. Sin embargo, haber interpuesto esa notable distancia con lo sucedido esa noche no lo hacía sentirse mejor. Tenía los brazos agarrotados sobre el volante; los músculos del cuello, tensos, le dolían.
Se volvió un instante.
«No pienses…, no pienses…»
Ocupaba su mente recuperando de la memoria recuerdos familiares, tranquilizadores. En los últimos diez minutos se había concentrado en la discografía de Pink Floyd. Pero en las cuatro horas precedentes habían sido los títulos de sus películas preferidas, los jugadores de las últimas tres temporadas del equipo de hockey del que era seguidor, los nombres de sus viejos compañeros de escuela, y también los profesores. Había llegado hasta la señora Berger. ¿Qué habría sido de ella? Le gustaría volver a verla. Cualquier cosa con tal de mantener alejado
ese
pensamiento. ¡Y ahora, su mente se había detenido en aquel álbum de la vaca de las narices en la portada!
Y el pensamiento había vuelto.
Tenía que deshacerse de él, devolverlo al rincón de su cabeza donde ya había conseguido confinarlo varias veces esa noche. De otro modo, empezaba a sudar, y a ratos estallaba en llanto, desesperándose por la situación, aunque no le duraba mucho. El miedo volvía a atenazarle el estómago. Pero él se obligaba a mantenerse lúcido.
«Atom Heart Mother.»
Ése era el título del disco. Por un instante se sintió feliz, pero fue una sensación pasajera. En su situación, había bien poco por lo que ser feliz.
Se volvió nuevamente para mirar atrás.
Después, otra vez: «Tengo que echar gasolina.»
De vez en cuando, de la alfombrilla que tenía debajo de él subía una vaharada rancia de amoníaco para recordarle que se lo había hecho encima. Los músculos de las piernas empezaban a entumecérsele, y se le había dormido una pantorrilla.
La tormenta que había golpeado la autopista durante casi toda la noche se había alejado más allá de las montañas. Pudo ver el resplandor verdoso en el horizonte, mientras en la radio un locutor proporcionaba el enésimo informe meteorológico. Dentro de poco llegaría el alba. Una hora antes había salido de la autopista y había cogido la carretera general. Ni siquiera se había detenido a pagar el peaje. Su objetivo por el momento era ir hacia adelante, cada vez más lejos.
Siguiendo al pie de la letra las instrucciones recibidas.
Por unos minutos permitió a su mente vagar por otros derroteros. Pero, inevitablemente, al final se dirigió al recuerdo de aquella noche.
Había llegado en coche al hotel Modigliani el día anterior, hacia las once de la mañana. Había hecho su trabajo de representante comercial en la ciudad durante toda la tarde y luego, por la noche, tal como tenía previsto, había cenado con algunos clientes en el bistrot del hotel. Pasadas las diez, se había retirado a su habitación.
Tras cerrar la puerta, lo primero que hizo fue aflojarse la corbata frente al espejo y, en ese momento, el reflejo le devolvió, junto a su semblante sudado y los ojos inyectados, el verdadero rostro de su obsesión. Eso era lo que sucedía cuando el deseo le sacaba ventaja.
Mientras se miraba se preguntó, asombrado, cómo había conseguido esconderles tan bien a los comensales la naturaleza real de sus pensamientos durante toda la noche. Había hablado con ellos, escuchado los insulsos discursos sobre golf y sobre esposas demasiado exigentes, reído chistes malos sobre sexo. Pero su mente estaba en otra parte. Saboreaba por adelantado el momento en que, de vuelta a su habitación y una vez aflojado el nudo de la corbata, le permitiría a ese bolo ácido que le cerraba la garganta remontar y estallarle en la cara, en forma de sudor, resuello y mirada pérfida.
El verdadero rostro bajo la máscara.
Encerrado en su habitación pudo por fin dar desahogo a aquel deseo que le oprimía el pecho y los pantalones, temiendo que estallase de un momento a otro. No obstante, eso no había sucedido; había conseguido controlarse.
Porque dentro de poco se habría marchado.
Como siempre, se había jurado a sí mismo que ésa sería la última vez. Como siempre, esa promesa se había repetido antes y después. Y, como siempre también, sería incumplida y renovada la próxima ocasión.
Había dejado el hotel hacia la medianoche en el colmo de la excitación y había empezado a dar vueltas sin sentido, haciendo tiempo. Esa tarde, entre un recado y otro, efectuó inspecciones para cerciorarse de que todo fuera según sus planes, para que no surgieran obstáculos. Hacía dos meses que se preparaba, que cortejaba a su «mariposa» con cuidado. La espera era el justo adelanto de todo placer, y él la disfrutaba. Había cuidado los detalles, porque eran siempre éstos los que te traicionaban. Pero a él no le ocurriría. A él nunca le ocurriría. Aunque ahora, tras el hallazgo del cementerio de brazos, debía tomar algunas precauciones adicionales. Había mucha policía por allí, y todos parecían estar alertas. Pero él era bueno haciéndose invisible. No tenía nada que temer. Sólo debía relajarse. Dentro de poco vería la mariposa en la carretera, en el punto acordado el día anterior. Siempre temía que pudieran cambiar de idea, que algo en la parte que les tocaba interpretar se torciera. Y entonces él se pondría triste, con aquella tristeza podrida que se necesitan días para librarte de ella y, lo que es peor, que no puede esconderse. Pero seguía repitiéndose que también esa vez saldría bien.
La mariposa acudiría.
La haría subir de prisa, acogiéndola con sus habituales formalidades, aquellas que no sólo gustan, sino que además ahuyentan las dudas generadas por el miedo. La conduciría al lugar que había elegido para ellos esa tarde, desviándose por un caminito desde el que se veía el lago.
El perfume de las mariposas era siempre muy penetrante: chicle, zapatillas de deporte, y sudor. Eso le gustaba. Ese olor ya formaba parte de su coche.
También ahora lo percibió, mezclado con el de la orina. Lloró de nuevo. Cuántas cosas habían pasado desde aquel momento. Fue brusco el paso de la excitación y la felicidad a lo que sucedió a continuación.
Miró hacia atrás.
«Tengo que echar gasolina.»
Pero luego lo olvidó y, con una bocanada de aquel aire viciado, volvió a sumirse en el recuerdo de lo que ocurrió después…
Estaba inmóvil en el coche, a la espera de la mariposa. De vez en cuando la luna opaca asomaba la cabeza por entre las nubes. Para engañar a su ansiedad, repasó el plan. Al principio hablarían, pero él sobre todo escucharía. Porque sabía que las mariposas siempre necesitaban recibir lo que no encontraban en otro lugar: atención. Sabía interpretar bien ese papel. Escuchar pacientemente a la pequeña presa que, abriéndole el corazón, se debilitaba sola. Bajaba la guardia, y lo dejaba pasar tranquilamente a territorios profundos.
Cerca de la superficie del alma.
Él siempre decía algo extremadamente apropiado. Siempre lo hacía. Así era como se convertía en su maestro. Era bonito instruir a alguien sobre sus propios deseos. Explicarle bien lo que se quiere, hacerle ver cómo se hace. Era algo importante. Convertirse en su escuela, en su zona de prácticas. Proporcionar un adiestramiento sobre lo que es agradable.
Pero justo mientras estaba componiendo esa lección mágica que le abriría todas las puertas de su intimidad, miró distraídamente por el espejo retrovisor.