Goran estaba desconcertado.
—Pero, entonces, ¿cómo conseguiremos saber quién es? —Ya he pensado en eso, no te preocupes…
En toda su carrera, Mila Vasquez había resuelto ochenta y nueve casos de desapariciones. Le habían concedido tres medallas y muchas condecoraciones. Era considerada una experta en su campo, y a menudo la llamaban para consultorías, también en el extranjero.
La operación de esa mañana, en la que Pablo y Elisa habían sido liberados al mismo tiempo, había sido definida como un clamoroso éxito. Mila no había dicho nada, pero le fastidiaba. Hubiera querido admitir todos sus errores. Haberse introducido en la casa marrón sin esperar a los refuerzos. Haber infravalorado el escenario y las posibles trampas. Haberse puesto en peligro a sí misma y a los rehenes al permitir que el sospechoso la desarmara y la apuntara con una pistola en la nuca. En fin, no haber impedido el suicidio del profesor de música.
Pero todo eso fue omitido por sus superiores, que enfatizaron en cambio sus méritos mientras se hacían inmortalizar por la prensa con las fotos de costumbre.
Mila nunca aparecía en aquellas instantáneas. La razón oficial era que prefería salvaguardar el propio anonimato para las futuras investigaciones. Pero la verdad era que odiaba ser fotografiada. Ni siquiera soportaba ver su imagen reflejada en el espejo. No porque no fuera guapa, que no lo era: a sus treinta y dos años, horas y horas de gimnasio habían erradicado tenazmente todo rasgo de feminidad. Cada curva, cada suavidad. Como si ser mujer fuera un mal que aniquilar. Aunque a menudo vestía ropa masculina, tampoco era masculina. Sencillamente no tenía nada que hiciera pensar en una identidad sexual. Y era así como ella quería aparecer. Su ropa era anónima. Vaqueros no demasiado ceñidos, zapatillas de deporte bien rodadas, chaqueta de piel… Era ropa, y punto. Su función era mantenerla caliente y cubrirla. No perdía tiempo en elegirla, simplemente la compraba. Quizá parecía toda igual, pero no le importaba. Así deseaba ser.
Invisible entre los invisibles.
Quizá también por eso podía compartir el vestuario de la comisaría del distrito con los agentes varones.
Hacía diez minutos que Mila miraba su armario abierto, mientras recorría los acontecimientos de la jornada. Tenía algo que hacer, pero en ese momento su mente estaba en otro lugar. Luego, una punzada lacerante en el muslo la hizo volver en sí. La herida se había abierto, trató de taponar la sangre con una gasa y esparadrapo, pero resultó inútil. Los bordes de piel alrededor del tajo eran demasiado cortos y no logró hacer un buen trabajo con la aguja y el hilo. Quizá esa vez debería haber consultado a un médico, pero no le apetecía ir a un hospital: demasiadas preguntas. Decidió que se haría una nueva sutura y un vendaje más apretado, con la esperanza de que la hemorragia cesara. Pero, en todo caso, tendría que tomar un antibiótico para evitar que hubiera infección. Le pediría una receta falsa a un tipo que de vez en cuando le pasaba noticias sobre los nuevos sin techo que llegaban a la estación de tren…
Estaciones.
«Es extraño —pensó Mila—. Mientras que para el resto del mundo son sólo un lugar de paso, para algunos son un final. Se detienen allí y no vuelven a partir nunca más. Las estaciones son una especie de antiinfierno, donde las almas que se han perdido se amontonan a la espera de que alguien vaya a buscarlas.»
Cada día desaparecía una media de entre veinte y veinticinco individuos. Mila conocía bien la estadística. De repente, esas personas dejaban de dar noticias de sí mismas. Se desvanecían sin avisar, sin equipaje. Así, como si se hubieran disuelto en el vacío.
Mila sabía que, en la mayoría de los casos, se trataba de inadaptados, de gente que vivía de la droga, de fichados, siempre listos a mancharse con algún crimen, individuos que entraban y salían de la cárcel continuamente. Pero después estaban también los que —y ésa era una extraña minoría—, llegados a un cierto punto de sus vidas, decidían desaparecer para siempre. Como la madre de familia que se iba a hacer la compra al supermercado y nunca volvía a casa, o el hijo, o el hermano que subían a un tren sin llegar nunca a su destino.
Mila pensaba que cada uno de nosotros tiene un camino; un camino que lleva a casa, a las personas más queridas, a lo que estamos mayormente ligados. Generalmente el camino siempre es ése, se aprende cuando somos pequeños, y cada uno lo sigue durante toda la vida. Pero a veces ocurre que ese camino se quiebra. A veces empieza de nuevo en otro lugar. O, después de haber dibujado un tortuoso recorrido, vuelve al punto en el que se ha quebrado. O bien queda como suspendido.
A veces, en cambio, se pierde en la oscuridad.
Mila sabía que más de la mitad de aquellos que desaparecen vuelven atrás y cuentan una historia. Algunos, en cambio, no tienen nada que contar, y retoman la misma existencia de antes. Otros son menos afortunados y de ellos sólo queda un cuerpo mudo. Pero luego están aquellos de los que nunca se sabrá nada más.
Entre éstos siempre hay un niño.
Muchos padres darían su vida por saber qué ha pasado, en qué se han equivocado. Qué distracción ha dado inicio a ese drama de silencio. Qué fin ha tenido su cachorro. Quién se lo ha arrebatado, y por qué. Hay quien interroga a Dios para saber por qué pecado ha sido castigado; quien se atormenta durante el resto de sus días en busca de respuestas, o se deja morir mientras persigue esas preguntas. «Hazme saber al menos si está muerto», dicen. Algunos llegan a desearlo porque ya sólo quieren llorar. Su único deseo no es resignarse, sino dejar de esperar. Porque la esperanza mata más lentamente.
Sin embargo, Mila no creía en la historia de la «verdad liberadora». Lo había aprendido en su propia piel la primera vez que había encontrado a alguien. Y lo había experimentado de nuevo esa misma tarde, después de haber acompañado a casa a Pablo y a Elisa.
Para el niño hubo gritos de alegría en todo el barrio, cláxones festivos y caravanas de coches.
Para Elisa, no: había pasado demasiado tiempo.
Después de haberla salvado, Mila la había conducido a un centro especializado donde los asistentes sociales se habían ocupado de ella. Le habían dado algo de comer y ropa limpia. Quién sabe por qué esas prendas siempre resultaban una o dos tallas más grandes, pensó Mila. Quizá porque los individuos a los que iban destinadas se habían consumido durante aquellos años de olvido y habían sido encontrados antes de que se desvanecieran por completo.
Elisa guardó silencio todo el tiempo. Se dejó cuidar, aceptando todo lo que le hicieron. Después, Mila le anunció que la llevaría a casa. Tampoco entonces ella dijo nada.
Mientras miraba su armario, la joven policía no podía dejar de volver a ver las caras de los padres de Elisa Gomes cuando se presentó con ella en su puerta. Estaban desprevenidos, y también algo molestos. Quizá pensaban que les devolverían a una niña de diez años, no a aquella chica ya crecida con la que no tenían nada en común.
Elisa había sido una chiquilla inteligente y muy precoz. Había empezado pronto a hablar. La primera palabra que había dicho fue
May
, el nombre de su osito de peluche. Su madre, sin embargo, también recordaría la última: «mañana», que completaba la frase «nos vemos mañana», pronunciada en la puerta de su casa antes de ir a dormir a casa de una amiga. Pero ese día nunca había llegado. El mañana de Elisa Gomes aún no había llegado, porque su «ayer» era un larguísimo día que no parecía acabar.
En ese día prolongado en el tiempo, para sus padres, Elisa seguía viviendo como una niña de diez años, con su camita llena de muñecas y los regalos de Navidad que se amontonaban junto a la chimenea. Ella seguiría siendo siempre como la recordaban, inmortalizada en una foto de su memoria como prisionera de un hechizo.
Y, aunque Mila la había encontrado, ellos continuarían esperando a la niña que habían perdido. Sin hallar nunca la paz.
Tras un abrazo salpicado de lágrimas y una emoción incluso demasiado breve, la señora Gomes las había hecho entrar en casa y les había ofrecido té y pastas. Se había comportado con su hija como si se tratara de una huésped, quizá con la secreta esperanza de que volvería a marcharse al final de esa visita, dejándolos a ella y a su marido con su ya confortable sentimiento de carencia.
Mila siempre comparaba la tristeza con esos viejos armarios de los que querrías deshacerte pero que, al final, se quedan en su sitio y después de un tiempo desprenden un olor característico, que impregna toda la habitación. Con el tiempo te acostumbras, y terminas tú también perteneciendo a su olor.
Elisa había vuelto, por lo que sus padres tendrían que abandonar el luto y devolver toda la compasión de la que habían sido objeto en esos años. Ya no tendrían motivo para seguir estando tristes. ¿Con qué ánimo podían contar al resto del mundo esa nueva infelicidad de tener a una extraña vagando por la casa?
Después de una hora de formalidades, Mila se despidió de ellos, y le pareció descubrir en la mirada de la madre de Elisa una invocación de ayuda. «Y ahora, ¿qué hago?», gritaba muda aquella mujer en la angustia de tener que enfrentarse a la nueva realidad.
También Mila tenía una verdad que afrontar: la de que Elisa Gomes había sido encontrada por pura casualidad. Si su captor, después de todos esos años, no hubiera sentido la necesidad de aumentar la «familia» secuestrando también a Pablito, nadie hubiese sabido nunca cómo habrían acabado las cosas. Y Elisa hubiera permanecido encerrada en ese mundo creado sólo para ella y para la obsesión de su carcelero; primero, como hija; después, como esposa fiel.
Mila cerró el armario con esos pensamientos. «Olvídalo —se dijo—. Ésa es la única medicina.»
La comisaría del distrito se estaba vaciando, y ella tenía ganas de volver a casa. Se daría una ducha, abriría una botella de oporto y asaría castañas en la cocina. Después se pondría a contemplar el árbol frente a la ventana del salón. Y, quizá, con un poco de suerte, se dormiría temprano en el sofá.
Pero mientras se disponía a premiarse con esa velada solitaria, uno de sus colegas se asomó al vestuario.
El sargento Morexu quería verla.
Una brillante capa de humedad revestía las calles en esa tarde de febrero. Goran bajó del taxi. No tenía coche, no tenía carnet, dejaba que algún otro se ocupara de llevarlo a donde tuviera que ir. No es que no hubiera intentado conducir, porque sabía hacerlo, pero para alguien que tenía la costumbre de perderse en las profundidades de sus propios pensamientos no era aconsejable ponerse al volante. Así que Goran había renunciado a ello.
Tras pagar al conductor, la primera cosa que hizo después de plantar sus zapatos del cuarenta y cuatro en la acera fue extraer de la chaqueta el tercer cigarrillo del día. Lo encendió, le dio dos caladas y lo tiró. Era una costumbre consolidada desde que había decidido dejarlo; una especie de compromiso consigo mismo para engañar la necesidad de nicotina.
Mientras estaba allí de pie, se encontró con su imagen reflejada en un escaparate. Se contempló durante unos instantes. La barba incipiente que le enmarcaba el rostro cada vez más cansado; las gafas y los cabellos despeinados. Era consciente de que no cuidaba mucho de sí mismo, pero quien solía ocuparse de ello había renunciado a ese papel hacía tiempo.
Lo que más llamaba la atención de Goran —todos lo decían— eran sus largos y misteriosos silencios.
Y sus ojos, muy grandes y atentos.
Ya era casi la hora de cenar. Subió lentamente la escalera de su casa, entró en su apartamento y se detuvo a escuchar. Pasaron unos segundos y, cuando se habituó a ese nuevo silencio, reconoció el sonido familiar y acogedor de la voz de Tommy que jugaba en su habitación. Fue hasta allí pero se quedó observándolo desde la puerta, sin atreverse a interrumpirlo.
Tommy tenía nueve años y carecía de preocupaciones. Tenía los cabellos castaños y le gustaba el color rojo, el baloncesto y los helados, también en invierno. Su amigo del alma se llamaba Bastían, y con él organizaba fantásticos «safaris» en el jardín de la escuela. Ambos estaban en los boy scouts, y ese verano irían juntos de acampada; últimamente no hablaban de otra cosa.
Tommy se parecía increíblemente a su madre, pero poseía un rasgo de su padre.
Dos ojos grandísimos y atentos.
Cuando se dio cuenta de la presencia de Goran, se volvió y le sonrió.
—Es tarde —lo regañó.
—Lo sé. Lo siento —se defendió Goran—. ¿Hace mucho rato que se ha ido la señora Runa?
—Su hijo ha venido a buscarla hace media hora.
Goran se molestó. La señora Runa era su ama de llaves desde hacía ya unos cuantos años, por lo que tenía que saber que no le gustaba que Tommy se quedara solo en casa. Y ése era uno de los pequeños inconvenientes que a veces parecían convertir en imposible la empresa de seguir adelante con la propia existencia a pesar de todo. Goran no podía con todo; era como si la única persona que poseía ese misterioso poder hubiera olvidado dejarle el manual con las fórmulas mágicas antes de irse.
Debería aclarar las cosas con la señora Runa y quizá ser un poco duro con ella. Le diría que por las tardes se quedara siempre, hasta que él llegara. Tommy percibió algo de esos pensamientos y se entristeció. Por eso Goran trató de distraerlo en seguida, preguntándole:
—¿Tienes hambre?
—Me he comido una manzana y una barrita de cereales, y me he bebido un vaso de agua.
Goran sacudió la cabeza, divertido. —Como cena, no es mucho.
—Era mi merienda. Pero ahora me gustaría algo más…
—¿Espaguetis?
Tommy aplaudió la propuesta. Goran le acarició la cabeza.
Prepararon juntos la pasta y pusieron la mesa, como en un aceptado menage, donde cada uno tenía sus tareas y las llevaba a cabo sin consultar al otro. Su hijo aprendía de prisa, y Goran estaba orgulloso.
Los últimos meses no habían sido fáciles para ninguno de los dos.
Su vida amenazaba con deshilacharse, y él intentaba mantener juntos los cabos, volver a anudarlos con paciencia. Superaba la ausencia con el orden: comidas regulares, horarios precisos, costumbres consolidadas. Desde ese punto de vista, nada había cambiado respecto a . Todo se repetía del mismo modo, y eso le proporcionaba seguridad a Tommy.
Al final habían aprendido juntos, el uno del otro, a convivir con ese vacío, sin por eso negar la realidad. Es más, cuando uno de los dos tenía ganas de hablar de ello, se hablaba.