—Una última cosa: la número seis, la que sigue sin identificar, conocía a la que desapareció en primer lugar, Debby.
—¿Y tú cómo cono lo sabes? —preguntó Rosa.
Mila sacó del informe las fotos de los brazos uno y seis.
—Hay un puntito rojo en las yemas de ambos índices… Eran «hermanas de sangre».
El Departamento de Ciencias de la Conducta de la policía federal se ocupaba sobre todo de los crímenes violentos. Roche estaba al mando desde hacía ocho años y había sido capaz de revolucionar el estilo y los métodos empleados. Había sido él, de hecho, el que había abierto las puertas a los civiles como el doctor Gavila, que, por sus estudios e investigaciones, era unánimemente considerado el más innovador de todos los criminólogos en circulación.
En la unidad de investigación, Stern era el agente de información; era el más viejo y el de mayor grado. Su cometido era recabar las noticias que luego servirían para construir los perfiles, y trazar los paralelismos con otros casos. Él era la «memoria» del grupo.
Sarah Rosa era la agente con funciones logísticas y la experta en informática. Pasaba gran parte del tiempo poniéndose al día sobre las nuevas tecnologías y recibiendo adiestramientos específicos sobre la planificación de las operaciones de la policía.
Por último estaba Boris, el agente examinador. Su tarea consistía en interrogar a las personas implicadas en los casos, además de hacer confesar al eventual culpable. Estaba especializado en múltiples técnicas para alcanzar ese objetivo, y habitualmente lo conseguía.
Roche impartía las órdenes, pero no conducía materialmente al equipo: eran las intuiciones del doctor Gavila las que dirigían las investigaciones. El inspector jefe era sobre todo un político, y sus elecciones eran a menudo dictadas por razones de carrera. Le gustaba aparecer en los medios y apropiarse del mérito en las investigaciones que acababan bien. En las que no obtenía éxito, en cambio, cargaba las responsabilidades en todo el grupo o, como a él le gustaba decir, «el equipo de Roche». Una fórmula que le había hecho ganarse la antipatía y a menudo el desprecio de sus subordinados.
En la sala de juntas del piso más alto del edificio que albergaba la sede del Departamento, en el centro de la ciudad, estaban todos reunidos.
Mila se dirigió a la última fila. En el baño se había curado de nuevo la herida de la pierna, cerrándola con dos capas de tiritas. Después se había cambiado los vaqueros por otro par igual.
Tomó asiento y dejó la bolsa en el suelo. En seguida reconoció al inspector jefe Roche en un hombre larguirucho. Discutía animadamente con un tipo de aspecto modesto que irradiaba una extraña aura a su alrededor; una luz gris. Mila estaba segura de que fuera de aquella habitación, en el mundo real, ese hombre se desvanecería como un fantasma, pero allí dentro su presencia tenía un sentido. Seguramente era el doctor Gavila, del que Boris y Rosa le habían hablado en el coche.
Sin embargo, ese hombre tenía algo que hacía olvidar de inmediato su ropa ajada y su melena despeinada: sus ojos, grandísimos y atentos.
Mientras seguía hablando con Roche, se acercó a ella, pillándola desprevenida. Entonces Mila apartó la mirada, torpe, y al poco él hizo lo mismo y fue a sentarse un poco más lejos. Desde ese momento la ignoró por completo y, minutos después, la reunión empezó oficialmente.
Roche subió al entarimado y tomó la palabra con un gesto solemne de la mano, como si estuviera habiéndole a toda una platea, y no a un auditorio de cinco personas.
—Acabo de estar con los de la científica: nuestro Albert no ha dejado ningún indicio a sus espaldas. Ha sido verdaderamente cuidadoso. Ni un rastro, ni una huella en el pequeño cementerio de brazos. Nos ha dejado sólo seis niñas que encontrar, seis cuerpos… Y un nombre.
Luego el inspector cedió la palabra a Goran, que, en cambio, no se reunió con él sobre la tarima, sino que se mantuvo en su sitio, con los brazos cruzados y las piernas estiradas bajo el asiento de delante.
—Desde el principio, nuestro Albert sabía bien cómo se desarrollarían los acontecimientos. Ha previsto hasta el más mínimo detalle. Él es quien controla el tiovivo. Y, además, el seis es ya un número completo en la cabala de un asesino en serie.
—666, el número del diablo —intervino Mila.
Todos se volvieron para mirarla con expresiones de reprobación.
—No recurramos a ese tipo de banalidades —repuso Goran, y ella sintió que se hundía—. Cuando hablamos de un número completo nos referimos al hecho de que el sujeto ya ha completado una o más series.
Mila entornó imperceptiblemente los ojos y Goran intuyó que no lo había entendido, así que se explicó mejor:
—Definimos como asesino en serie a alguien que ha matado al menos tres veces de un modo similar.
—Dos cadáveres hacen sólo a un pluriasesino —añadió Boris.
—Por eso dos víctimas son dos series.
—¿Es una especie de convención? —preguntó Mila.
—No. Quiere decir que si matas por tercera vez ya no te detienes nunca —intervino Rosa, zanjando el asunto.
—Los frenos inhibidores se relajan, el sentido de culpa se apacigua y ya matas de forma mecánica —concluyó Goran, y volvió a dirigirse a todo el mundo—: Pero ¿por qué aún no sabemos nada del cadáver número seis?
—Ahora sabemos una cosa —intervino Roche—. Por cuanto me ha sido referido, nuestra diligente colega nos ha provisto de un indicio que creo importante. Ha relacionado la víctima sin identificar con Debby Gordon, la número uno. —Roche lo dijo como si la idea de Mila fuera, en realidad, mérito suyo—. Por favor, agente: diga en qué consiste su intuición investigativa.
Mila se encontró de nuevo en el centro de la atención. Bajó la cabeza sobre sus apuntes, intentando asignarles un orden a sus pensamientos antes de enfrentarse al discurso. Roche, mientras tanto, le hacía gestos para que se pusiera en pie.
Mila se levantó.
—Debby Gordon y la niña número seis se conocían. Naturalmente, aún es sólo una suposición, pero eso explicaría el hecho de que las dos presenten una señal idéntica en el índice…
—¿De qué se trata exactamente? —preguntó Goran, curioso.
—Bueno…, es ese ritual de pincharse la punta de un dedo con un imperdible y mezclar la sangre uniendo las yemas: una versión juvenil del pacto de sangre. Generalmente se hace para consagrar una amistad.
También Mila lo había hecho con su amiga Graciela, aunque ellas usaron un clavo oxidado porque el imperdible les pareció una cosa de niñas. Ese recuerdo volvió a su mente de pronto. Graciela había sido su compañera de juegos. Cada una conocía los secretos de la otra y, una vez, habían compartido incluso a un chico sin que él lo supiera. Le habían dejado creer que era él el listillo que conseguía estar con ambas amigas sin que ellas se dieran cuenta. ¿Qué habría sido de Graciela? Hacía años que no sabía nada de ella. Habían perdido el contacto demasiado pronto, para no reencontrarse nunca más. Sin embargo, se habían prometido amistad eterna. ¿Por qué había sido tan fácil olvidarse de ella?
—Si eso es así, la niña número seis debería tener la misma edad que Debby.
—El análisis de los cuerpos de Barr efectuado sobre el sexto miembro avala esa tesis: la víctima tenía doce años —intervino Boris, que no veía la hora de ganar puntos a ojos de Mila.
—Debby Gordon iba a un colegio exclusivo. No es plausible que su hermana de sangre fuera una compañera de la escuela porque no falta ningún estudiante más.
—Por tanto, debió de conocerla fuera del ámbito escolar —terció Boris de nuevo.
Mila asintió.
—Debby estaba en ese colegio desde hacía ocho meses. Debía de sentirse muy sola tan lejos de casa. Juraría que tenía dificultades para relacionarse con sus compañeras. Supongo entonces que conoció a su hermana de sangre en otras circunstancias.
—Quiero que vaya a echar un vistazo a la habitación de la chica en el colegio —intervino Roche—, a ver si se nos ha escapado algo.
—También querría hablar con los padres de Debby, si es posible.
—Claro, haga lo que crea conveniente.
Antes de que el inspector jefe pasara a otra cosa, llamaron a la puerta. Tres golpes rápidos. Justo después entró un tipo bajo con una bata blanca al que nadie invitó a pasar. Tenía el cabello hirsuto y unos ojos almendrados muy singulares.
—Ah, Chang —lo saludó Roche.
Era el médico forense que se ocupaba del caso. Mila descubrió casi en seguida que no era oriental, sino que, por alguna misteriosa razón genética, había heredado esos rasgos. Se llamaba Leonard Vross, pero todo el mundo lo llamaba Chang.
El hombrecillo se quedó de pie al lado de Roche. Llevaba consigo una carpeta que abrió de inmediato, aunque no necesitó leer su contenido, puesto que lo conocía de memoria. Probablemente, tener aquellas hojas delante le daba seguridad.
—Querría que escucharais con atención lo que ha descubierto el doctor Chang —dijo el inspector jefe—, aunque sé que para algunos de vosotros será difícil comprender ciertos detalles.
Se refería a ella, Mila estaba más que segura.
Chang se puso un par de gafitas que llevaba en el bolsillo de la bata y tomó la palabra aclarándose la voz:
—El estado de conservación de los restos, a pesar de haber estado sepultados, era óptimo.
Eso confirmaba la tesis según la cual no había pasado mucho tiempo entre la creación del cementerio de brazos y su recuperación. Luego, el patólogo se extendió sobre algunos detalles, pero cuando finalmente tuvo que ilustrar cómo habían muerto las seis niñas, Chang no se anduvo por las ramas.
—Las mató cortándoles el brazo.
Las lesiones tienen un lenguaje propio, y con él se comunican. Mila lo sabía bien. Cuando el médico forense levantó la carpeta abierta mostrando la imagen ampliada de uno de los brazos, la agente reparó de inmediato en el halo rojizo alrededor del corte y en la fractura del hueso. La infiltración de la sangre en los tejidos es la primera señal que se busca para establecer si la lesión ha sido o no letal. Si ha sido infligida en un cadáver, no hay actividad de bombeo cardíaco y, por tanto, la sangre permanece estancada en los vasos seccionados, sin fijarse en los tejidos circundantes. Si, en cambio, el golpe es infligido cuando la víctima todavía está viva, la presión sanguínea de las arterias y los capilares sigue propagándose porque el corazón empuja la sangre a los tejidos perjudicados, en la desgraciada empresa de cicatrizarlos. En las niñas, ese mecanismo salvavidas sólo se detuvo cuando el brazo fue seccionado.
—La lesión se produjo en la zona media de los bíceps braquiales —continuó Chang—. El hueso no está astillado, la fractura es limpia. Debió de emplear una sierra de precisión: no hemos encontrado limaduras de hierro en los márgenes de la herida. La sección uniforme de los vasos sanguíneos y de los tendones nos dice que la amputación fue realizada con una pericia casi quirúrgica. La muerte sobrevino por desangramiento. —Y añadió—: Fue una muerte horrible.
Al oír esa frase, Mila tuvo el impulso de bajar los ojos en señal de respeto, pero se dio cuenta en seguida de que habría sido la única.
Chang continuó:
—Diría que las mató en seguida: no tenía interés en mantenerlas con vida más allá de lo necesario, y no titubeó. El tipo de muerte es idéntica para todas las víctimas. Excepto para una…
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire durante un instante, para luego caer sobre los presentes como una ducha helada.
—¿Qué significa eso? —preguntó Goran.
Con un dedo, Chang se empujó hacia arriba las gafas, que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz; después miró al criminólogo:
—Que para una de ellas aún fue peor.
En la habitación se hizo un silencio absoluto.
—Los exámenes toxicológicos han revelado restos de un cóctel de fármacos en la sangre y en los tejidos. En concreto: antiarrítmicos como la disopiramida, inhibidores de la ACE y atenolol, que es un betabloqueante…
—Redujo su ritmo cardíaco, bajándole a la vez la presión —añadió Goran Gavila, que lo había comprendido todo.
—¿Por qué? —preguntó Stern, que, en cambio, no lo tenía nada claro.
A los labios de Chang asomó una mueca, parecida a una amarga sonrisa.
—Ralentizó el desangramiento para que muriera lentamente… Quiso «disfrutar del espectáculo».
—¿De qué niña se trata? —preguntó Roche, aunque ya todos conocían la respuesta.
—De la número seis.
Esta vez, Mila no tenía la necesidad de ser una profesional de los asesinatos en serie para comprender lo que había pasado. En la práctica, el médico forense acababa de afirmar que el asesino había modificado su modus operandi, lo que significaba que había adquirido seguridad en lo que hacía. Estaba experimentando un nuevo juego, y le gustaba.
—Ha cambiado porque estaba contento con el resultado. Le iba cada vez mejor —concluyó Goran—. Por lo que parece, le ha cogido el gusto.
Mila notó una extraña sensación. Eran aquellas cosquillas en la nuca que advertía siempre que estaba acercándose a la solución de uno de sus casos de desaparición. Algo difícil de explicar. Luego, la mente se abría, revelándole una verdad insospechada. Generalmente aquella percepción duraba más, pero esa vez desapareció antes de que pudiera agarrarla. Fue una frase de Chang la que la alejó.
—Una cosa más… —El médico forense se dirigió directamente a Mila: aunque no la conocía, ella era el único rostro extraño en aquella sala, y ya debía de estar al corriente de las razones de su presencia—. Ahí fuera están los padres de las niñas desaparecidas.
Desde la ventana de la comisaría de la policía de tráfico, apartada entre las montañas, Alexander Bermann pudo gozar de una vista completa del aparcamiento. Su coche estaba al fondo, estacionado en batería. Desde ese punto de observación le parecía muy lejano.
El sol, ya alto, hacía resplandecer las carrocerías de los vehículos. Después de la tormenta de aquella noche nunca se habría imaginado un día como ése. Parecía que se hubiera adelantado la primavera, y casi hacía calor. De la ventana abierta llegaba una débil brisa que traía una sensación de paz. Alexander se sentía extrañamente contento.
Cuando lo habían detenido al alba en el control de carretera, no se turbó, ni le entró el pánico. En cambio, había permanecido en el interior del vehículo, con aquella fastidiosa sensación de humedad entre las piernas.