Los almendros en flor (11 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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—Bueno, supongo que deberíamos... se... ser lo más auténticos que podamos. Me pregunto si a Granada Acoge le sería de ayuda que cada uno de nosotros escriba un artículo sobre la caminata.

—¿O sea que te gustaría acompañarme?

—Bu... bueno, si no te importa, claro. Sí, me encantaría.

Lo pensé un momento. Resultaría agradable tener compañía en ese viaje largo y agotador, y Michael era una persona seria y coincidía conmigo en los objetivos de la expedición y la filosofía subyacente.

—Por supuesto que sí. Sería estupendo.

De ese modo se concretó nuestra expedición. Dos escritores emprenderían camino tras las huellas de los marroquíes que habían pasado por mi finca, y recorrerían las hostiles montañas de Andalucía hasta la tierra prometida de El Ejido, en el este. Mediante ese desplazamiento pondríamos de relieve los aprietos por los que pasa el inmigrante ilegal y cuestionaríamos públicamente la autocomplacencia de los moradores de la Fortaleza Europa, o sea, nosotros. Era una idea emocionante, o al menos una forma de activismo que me sentía capaz de llevar a cabo.

Como de costumbre, resultó que Michael conocía exactamente a la persona que debíamos ver: un profesor de Ecología llamado Manolo, que trabajaba en la Universidad de Sevilla y era un experto en Los Alcornocales, el mayor parque natural de España: una franja de bosques que se extiende hacia el norte desde la zona costera donde suelen desembarcar las pateras. Acordamos visitarlo en su casa cerca de Sevilla, donde tuvo la amabilidad de proporcionarnos una brújula y mapas y de ofrecerse a llevarnos hasta Alcalá de los Gazules, punto de partida de nuestra caminata por la sierra.

En Alcalá llovía a cántaros y el agua que corría por las calles nos llegaba a los tobillos. Me compré un paraguas. «Vogue —ponía en él—. Resistente al viento.» No me pareció un buen augurio para emprender el viaje.

Auténtico hasta cierto punto

Como la lluvia arreciaba, nos metimos en un bar, pero había tanta gente refugiándose del aguacero que no pudimos abrir el mapa. Salimos a la terraza protegida por un toldo para que Manolo nos trazara la ruta, pero el mapa quedó empapado en cuestión de minutos debido a la humedad, y bastaba tocarlo con la punta del lápiz para agujerearlo.

Manolo conocía bien Los Alcornocales, pues había nacido en la región y antes de entrar en la Universidad de Sevilla había trabajado allí como guardabosque. Nos explicó con detalle la ruta que debíamos tomar.

—Cuando lleguéis a la primera bifurcación, junto a una gran roca, no debéis desviaros, sino seguir por el sendero principal hasta que gira a la izquierda y empieza a ascender. Lo importante es que en todo momento tengáis el pico del Aljibe a vuestra izquierda y el pico de las Yeguas a vuestra derecha, de esa forma no os equivocaréis de camino. —Hizo un par de agujeros mojados con el lápiz en lo que quedaba del mapa—. Ahora debo marcharme a casa con mi familia. Si tenéis algún problema, llamadme al móvil, ¿vale?

Y se alejó chapoteando hasta desaparecer en la oscura y húmeda noche.

No pude sino pensar que habíamos perdido cierta autenticidad. No muchos inmigrantes contarían con la ventaja de que un antiguo guardabosque les diera instrucciones para orientarse en la montaña. Y ninguno podría permitirse el lujo de pasar una noche de lluvia en el hostal que había encima del bar, como hicimos nosotros, aunque no era exactamente lujo asiático. En la habitación que nos ofrecieron, el agua que entraba por una gotera en el techo bajaba por el cable hasta la tenue y desnuda bombilla; el baño estaba verdoso a causa del moho y el suelo inundado; y tenía un interesante detalle decorativo consistente en una ventana que se abría a una pared de hormigón. Pero, cuando la vislumbramos a través de la puerta abierta, vimos que la habitación contigua aún tenía peor pinta: allí había un grupo de hombres en camiseta que, sentados ante un televisor, no paraban de toser. No parecía muy probable que fuéramos a tener una noche de sueño reparador, así que salimos a disfrutar de la última velada en la ciudad antes del viaje.

El camarero del bar de abajo nos informó del mejor sitio para comer en Alcalá: el Dominguito, y cuando la lluvia amainó nos dirigimos allí. Dominguito era un hombre un poco lúgubre con orejas de soplillo y gruesas gafas. Al llevarnos la bebida a la mesa, nos plantó una tapa delante. Michael, como siempre, se animó de golpe.

—El marisco debe de ser bu... buenísimo —comentó entusiasmado—. ¿Y si probamos las gambas...? También deben de tener un jamón fantástico, los bosques están llenos de ce... cerdos. ¿Qué tal una ración de jamón ibérico? Además, Cádiz produce vinos blancos interesantes, de modo que tomaremos una botellita o dos de Gadir Blanco...

Dejé encantado que eligiera Michael, que puede hablar de la gastronomía española como otros lo harían de fútbol. Pero volvió a asaltarme una sombra de preocupación al pensar que la pureza de nuestra expedición se viera minada por un festín de jamón y vino nada marroquí. Aun así, el jamón y el vino me gustan mucho, y como todos los marroquíes que conozco aprueban lo de darse un pequeño festín cuando surge la oportunidad, me dije que iba a concedérmelo por esa vez.

Esa noche, en nuestra habitación la electricidad no dejó de chisporrotear, incluso con la luz apagada. El agua se filtraba de manera irregular a través de la gotera del techo. Los hombres de la habitación contigua habían subido el volumen del televisor para oírlo por encima de sus toses. A los treinta segundos de posar la cabeza en la almohada, Michael se había quedado frito y roncaba como un cabrón. Me quedé allí tendido, escuchando todos esos sonidos y pensando, de forma algo inconexa, en el interesante ejercicio que supondría escribirlos mediante notación musical.

La mañana nos encontró de vuelta en el bar de Dominguito, que era el mejor de la ciudad para desayunar, según nos recomendó, una vez más, el camarero del hostal, que también tenía unas orejas de soplillo tremendas. Sospeché que era hermano de Dominguito.

—Lo que toman pa... para desayunar en esta región —explicó Michael— es manteca colorá. Es una maravilla. Deberías probarla untada en una tostada.

La manteca colorá es la grasa de cerdo naranja con la que en Andalucía el español típico se unta generosamente la tostada por la mañana. La acompañará con una o dos copas de coñac para empezar entonado la jornada. Yo siempre había mirado con recelo la manteca colorá —tiene un aspecto bastante sospechoso, sea blanca, grisácea o naranja—, y en todo el tiempo que llevaba en España no la había probado ni una sola vez. Pero cuando Michael se embutió aquella pasta repugnante en la boca sus ojos brillaron de placer.

—Va... vamos, pruébala —farfulló con la boca llena—. Nos dará fuerzas para la caminata que nos espera.

Con cautela, unté ligeramente una tostada y le di un mordisco. En cierta forma burda, atávica, estaba deliciosa. Me puse un poco más, y luego un montón, hasta que mi tostada crujió bajo el peso de aquella grasa naranja. Se me revolvió un poco el estómago, pero al mismo tiempo noté un subidón cuando me recorrió las venas la energía del cerdo muerto. Michael tenía razón: aquello era exactamente lo que se necesitaba antes de emprender una larga caminata. Pero, una vez más, no pude sino advertir que la manteca de cerdo no era el alimento con que contaban para empezar el día los verdaderos inmigrantes recién llegados del norte de África.

Había una docena de hombres en el bar. Michael los entretuvo contándoles los pormenores de nuestro proyecto y les pidió consejo. No me pareció buena idea, pues no haría más que añadir confusión a las ya intrincadas instrucciones que nos había dado Manolo. Y, en efecto, la cháchara que siguió dio al traste con la poca seguridad que tenía.

Pero al menos había parado de llover. Tras detenernos a comprar víveres en el supermercado (un queso cuyo aspecto le gustó a Michael, jamón, una bolsa de olivas y otra de dátiles), nos echamos a la espalda las pesadas bolsas y emprendimos la dura caminata. A decir verdad, el único que hizo eso fui yo, pues, en lugar de una bolsa de deporte auténtica, había llevado una mochila ad hoc, mientras que Michael había pedido prestado un petate de algodón rojo intenso, con unas tiras que no eran sino trozos de cuerda. Eso sí era auténtico, pero, aunque sólo llevaba un cepillo de dientes y un poco de comida, las tiras ya se le clavaban en los hombros.

Mientras caminábamos, el sol salió entre los densos y negros nubarrones, y en un abrir y cerrar de ojos el aire se llenó de enormes hormigas voladoras. Había tantas que era imposible evitar aspirarlas, pero como no cabían en los orificios nasales, al final acababan escapándose. Se trataba de una escena de lo más inquietante, y fue todavía peor cuando el sol secó la vegetación y la tierra empezó a humear.

No tardamos en llegar a una venta.

—Podríamos parar aquí a tomar un ca... café, ¿no? —sugirió Michael—. Y de paso preguntamos el camino...

—Pero, hombre, si sólo llevamos andando un cuarto de hora... Vale, ¿por qué no?

Así pues, nos detuvimos y dejamos caer las bolsas. Dentro no había nadie a excepción de un patán gordo que pasaba la fregona por el suelo con evidente desgana. El hombre nos miró sin interés, rodeó la barra arrastrando los pies y dejó salir un chorro de vapor de la cafetera. Michael sacó el mapa y la libreta donde Manolo había garabateado la ruta. A la cruda luz del día y en el sitio donde arrancaba el camino, parecía más incomprensible que nunca. Había unas líneas que parecían vías de tren muertas, un árbol (junto al que Manolo había escrito «pino») y una roca (catalogada como «tajo»), y luego una larga y serpenteante línea de puntos que cruzaba limpiamente la espiral de mi libreta hasta nuestro destino en la página opuesta.

—Hum —murmuró Michael con escepticismo.

—De lo que estamos seguros... —lo tranquilicé—. En realidad, lo único de lo que estamos seguros es de que el pico del Aljibe tiene que quedar a nuestra derecha todo el rato.

—N... no, a la izquierda.

—Estoy seguro de que dijo a la derecha, Michael.

—N... no. Lo que dijo fue que nos mantuviéramos a la derecha de él... o sea, que qued... quedara a nuestra izquierda.

—No lo tengo muy claro. Pero ¿cómo vamos a saber cuál es el Aljibe?

—Tiene una cúpula de rad... radar en la cima.

—No, ésa es la sierra de las Yeguas, y debe quedar siempre a nuestra derecha o a nuestra izquierda...

Michael observó el mapa con aire indeciso y se rascó la cabeza.

—¿Y el pino? ¿Qué hace ahí?

—No recuerdo qué dijo Manolo sobre el pino. Está muy bien dibujado. A lo mejor sólo es un pino especialmente bonito.

Nos acabamos el café y Michael trató de preguntarle el camino al patán, pero no sacó nada en claro. Aun así, con el corazón henchido de infundado optimismo, nos internamos en el parque natural. Al cabo de una hora habíamos perdido todo rastro del sendero y avanzábamos dando tumbos por el bosque entre la exuberante vegetación, que nos llegaba al pecho.

Contemplar un bosque de alcornoques, con su exótica maraña de jaras en flor, escaramujos y aulagas, puede ser una experiencia muy agradable, pero cuando hay que abrirse paso por él es un paraje horrible. El problema ya no era tener un pico u otro a derecha o izquierda; no veíamos más allá del árbol siguiente, y mucho menos más allá del bosque. Llevábamos una gruesa costra de barro en las suelas y estábamos llenos de arañazos sangrantes, además de confusos y un poco irritados por cómo estaban saliendo las cosas.

Llegamos a lo alto de una ladera y pudimos ver por encima de los árboles.

—Me cago en la leche —soltó Michael—. Parece que estemos en plena selva de Tasmania.

Era algo extraño que estableciera ese paralelismo, pues ninguno de los dos había ido nunca a Tasmania, y lo que estábamos viendo eran alcornoques. Pero entendí a qué se refería. Nos rodeaba un bosque interminable, sin claros ni interrupciones, por no hablar de caminos. Una pequeña bandada de buitres describía caprichosos círculos sobre una montaña lejana. Un poco desilusionados, volvimos a internarnos en el bosque y, en la medida de lo posible, intentamos dirigirnos hacia el nordeste, donde al cabo de unos sesenta kilómetros la espesura llegaría a su fin.

Saltamos con cuidado las alambradas de púas, salvamos barrancos llenos de maleza y ascendimos trabajosamente por laderas escarpadas, siempre bajo una densa bóveda de árboles. Me detuve un momento para hacer mis necesidades y luego corrí para alcanzar a Michael; cuando salí de un macizo de adelfas vi que se había parado y miraba al frente.

—¿Qué pasa?

Sin mediar palabra, me señaló un letrero clavado a un árbol: «Toros bravos», rezaba.

—No podemos pa... pasar por aquí, imposible... —siseó—. Me dan pánico los toros bravos.

—No te preocupes —dije, pasándole un brazo por los hombros—. Ese letrero sólo está para asustarnos.

—No lo creo, Chris —contestó con fingida calma—. Creo que está ahí para que, si nos cornean hasta la muerte, no podamos culpar a nadie.

—Mira —dije para tranquilizarlo—, no hay toros a la vista; además, esto está lleno de árboles... Si pasa algo, trepamos a un árbol y asunto arreglado. Es lo que hay que hacer con los toros.

La verdad es que, si se lo provoca, el toro bravo es uno de los animales más agresivos del planeta —no los seleccionan por otra cosa—, y acaban corneando a mucha más gente en el campo que en las plazas de toros. De manera que los temores de Michael eran más que fundados. Aun así, teníamos que pasar por allí; por otro lado, es verdad que a menudo hay letreros de advertencia sobre la presencia de toros bravos cuando en realidad no hay ninguno. Michael seguía sin querer moverse, pero cuando cambié de táctica y sugerí que lo más probable era que los toros aparecieran en las inmediaciones del letrero junto al que estábamos, accedió a continuar. Avanzábamos penosamente y temblando de miedo cuando me pregunté si sería un buen momento para mencionar el inapropiado color de su petate, que, como recordarán, era de un rojo subido.

Los toros brillaron por su ausencia, ¿y quién podía culparlos? Pues, aunque el parque de Los Alcornocales es muy apreciado por su gran belleza, sus agrestes parajes y la variedad de su flora y fauna, en el rincón que habíamos decidido recorrer había pocas cosas dignas de mención, aparte de un barro espeso, una agresiva vegetación y una aparente ausencia de senderos.

Al cabo de lo que parecieron horas de abrirnos paso a regañadientes por el desangelado paisaje, llegamos a una finca. Un hombre bajo con bigote y boina apareció de detrás de un árbol y nos miró con cara de pocos amigos.

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