Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
Nunca había soldado nada, pero la idea siempre me había atraído. Alguien se había dejado un soldador eléctrico en casa tras realizar unas reparaciones, y me figuré que no sería muy difícil de utilizar, de manera que puse en marcha el generador, corté los travesaños a la medida requerida y procedí a soldarlos. Enseguida advertí que aquello era más complicado de lo que parecía a simple vista. Para empezar, no hay forma de ver lo que estás haciendo; el cristal de la máscara de soldar es completamente negro, como debe ser, de modo que no se ve nada hasta que empiezan a brotar chispas cegadoras cuando el electrodo entra en contacto con el metal. Y, cuando al fin consigues ver algo, invariablemente te encuentras con que estás soldando donde no toca: tratas de mover el electrodo, pero se pega al metal y por mucho que lo intentes no hay manera de soltarlo. Pero eso es sólo el principio. Lo más difícil llega cuando logras colocar la chispa en el sitio correcto y las dos piezas de metal se sueldan; llegados a ese punto, por alguna razón misteriosa, se supone que debes aporrear la soldadura con un martillo.
Golpeé el espetón con el martillo, como había visto hacer a los soldadores, y la soldadura se rompió; al caer al suelo, las piezas produjeron un ruido metálico. En ese momento, me llegaron las carcajadas de los primeros juerguistas valle abajo; tendrían que esperar, pues ni siquiera había empezado a asar los corderos; se lo merecían, por llegar tan temprano. Me sumergí otra vez en las tinieblas de la máscara de soldar.
Fffzzzsapp
, emitió el electrodo, y entre las barras se formó un buen coágulo de metal fundido que las enlazó. Satisfecho, me quité la máscara, levanté el martillo y di un golpecito. Con un tintineo, la barra y el travesaño se soltaron otra vez.
De pronto apareció un invitado demasiado puntual.
—Hola, Chris. ¿Qué haces? —preguntó con tono simpático.
—¿Qué demonios te parece que hago? —gruñí.
—Vaya, veo que estás de humor para fiestas —respondió, y se alejó.
Empezaba a estar cabreado por mi incompetencia. Una vez más, dispuse la barra y el travesaño, y encajé un nuevo electrodo en la pinza. Esta vez funcionó. Conseguí un buen pegote de metal fundido en torno a la unión y, para acabar, di un martillazo. Para mi gran alegría, se mantuvieron unidos. Apoyé el espetón acabado contra la pared y me dispuse a soldar el segundo.
Justo en ese momento, Ana apareció a mi lado.
—Pero ¿qué narices estás haciendo? —preguntó incrédula—. Ya está aquí todo el mundo, y ni siquiera has empezado a asar los corderos.
—Tranquila. Está todo controlado. En cuanto acabe de soldar este espetón, me pongo con el asado.
—¿Me llevo éste al fuego? —Tendió una mano hacia el que estaba listo.
—¡No! ¡No lo toques, está ardiendo...!
Demasiado tarde: Ana ya lo había cogido; dio un grito y lo soltó. Al caer al suelo, produjo un ruido metálico y volvió a su estado anterior de dos piezas de hierro separadas.
—¡Dios! ¡Mira lo que has hecho! —exclamé.
Ana me fulminó con la mirada e, indignada, fue al encuentro del creciente número de invitados.
Tras pasar otra media hora renegando y maldiciendo, decidí sujetar los condenados travesaños con alambre. Cuando bajé al valle, ya habían llegado todos los invitados, y estaban dando cuenta de la última ensalada. Habían cocido pan ácimo sobre las piedras del fuego, y con él se habían cepillado todas las delicias de Oriente Medio que les había preparado.
Ahora el único hambriento era yo. Me sentí un poco despechado, y con razón; al fin y al cabo, era mi cumpleaños y, mientras había estado ocupado con el soldador, me había perdido las actuaciones de los músicos y el titiritero y hasta la última migaja de las guarniciones. Para empeorar las cosas, todo el mundo estaba cantando las alabanzas de un fabuloso plato de «sushi» —unos rollos ligeramente picantes de pasta de aguacate y verduras en vinagre, envueltos en algas y cortados en rodajas— que habían traído los crudo-vegetarianos. Por suerte, me habían guardado unos cuantos, apartándolos a tiempo de las hordas hambrientas. Me los zampé del peor humor posible.
Los corderos tardaron mucho en hacerse, pero a medida que la fragancia de la carne asada se mezclaba con el aire de la noche y yo bebía a pequeños sorbos un cava Barranco Oscuro, empecé a relajarme y disfrutar del ambiente de cordialidad creciente. La mayoría de los invitados se habían marchado, pero aún quedaban mi familia, unos amigos que tocaban la guitarra y unos cuantos carnívoros españoles alrededor del fuego. La luna se alzó sobre la Serreta y una bruma leve procedente del río se arremolinó entre los tamariscos y las rocas mientras seguíamos allí sentados, murmurando y masticando en la noche.
Últimamente, Chloé ya no pasa las veladas de los sábados enfrascada en edificantes conversaciones con sus padres. Se va al pueblo, y a menudo acaba pernoctando allí, con una amiga del colegio. Es en el pueblo donde pasan las cosas, y tenemos que llevarla y traerla cada vez con mayor frecuencia. Como yo no tenía muy clara la naturaleza exacta de esas «cosas» y pretendía ser un padre responsable, una noche que nos dirigíamos a Órgiva le pregunté:
—¿Qué hacéis exactamente tus amigas y tú una noche de sábado?
—Oh, nada especial, la verdad...
Siguió un silencio, durante el cual cavilé sobre aquella sorprendente información. Me había contado que el fin de semana anterior no se habían acostado hasta las tres de la madrugada.
—Pero algo haréis, digo yo —insistí—. No puedes estar levantada hasta las tres de la madrugada sin hacer nada, ¿o sí?
—No, supongo que no. —Chloé jugueteó con las teclas de su aborrecible teléfono móvil.
—Entonces, ¿qué? —continué pinchándola.
—¿Qué qué?
—¿Qué hacéis?
—Bueno... pasamos el tiempo por ahí.
—¿Por dónde?
Hubo una breve pausa mientras llevaba a cabo alguna maniobra digital.
—Ahora mismo nuestro sitio es el peldaño del banco.
—¿De qué banco?
—Del Banco del Espíritu Santo, en la parte alta de la plaza. Pero queremos trasladarnos a un sitio más cerca del centro.
Empecé a verlo todo con claridad. Era un fenómeno que había observado muchas veces en Órgiva. A últimas horas de la tarde, los peldaños de las distintas tiendas y bancos se ven ocupados por grupitos de chicas adolescentes que comen pipas y contemplan el mundo con regia indiferencia. Las titulares de cada peldaño reciben visitantes, en su mayor parte jovencitos cargados de testosterona hasta las cejas, con cortes de pelo tipo monstruos del espacio y ciclomotores de 49 cc a los que han quitado el silenciador. En ocasiones, otros grupitos, o pandillas, abandonan temporalmente sus puestos para rendir homenaje a un grupito rival, y entonces la acera, ocupada por chicas escasas de ropa, una cuadrilla de motociclistas arrimados al bordillo y los crecientes montones de cáscaras de pipas, se vuelve prácticamente intransitable.
Aunque había reparado en ese tipo de escenas, nunca imaginé que formaran parte de la vida de Chloé. Me había parecido un asunto más bien desesperado: aquellas pobres chicas apiñadas en el umbral de las tiendas hiciera el tiempo que hiciese, viendo pasar la vida, o lo que se supone que es vida en un pueblo perdido como Órgiva.
—Bueno, y ¿adónde queréis trasladaros? —pregunté, continuando con mi investigación.
—Esperamos hacernos con la zapatería que hay al lado del dentista, aunque sé que Claudia y sus amigas también le han echado el ojo. Mari y Lourdes van a moverse. Han conseguido uno de los mejores peldaños, el de la academia de conducir al otro lado del semáforo. Está a sólo un paso del mejor sitio del pueblo, el peldaño de la chuchería. —En la tienda de golosinas.
—¿Y cómo es que cambiáis tanto de sitio? Si un grupo tiene el mejor peldaño, sin duda no querrá dejarlo y cedérselo a nadie, ¿no?
Chloé me fulminó con la mirada.
—Oh, papá, no entiendes nada...
—Es posible que no, pero me encantaría entenderlo. Estoy intrigado.
—Sandra y sus amigas... ya sabes, las que están ahora en el peldaño de la chuchería... bueno, ya casi tienen la edad para que las dejen entrar en la discoteca.
—Bueno, ¿y qué hacéis toda la noche en un peldaño? —No estaba dispuesto a rendirme.
—Charlamos... de cosas.
—¿De qué cosas?
—Oh, de cosas y ya está. Ya sabes... Eh, juguemos a las adivinanzas.
De modo que jugamos a las adivinanzas durante el resto del trayecto. Ésa era toda la información que estaba dispuesta a darme.
Mientras regresaba a casa, reflexioné sobre esa conversación y empecé a ver el asunto de los peldaños desde una perspectiva más cercana a la de Chloé. Antes me había parecido una pérdida de tiempo que estuviese ahí sentada sin nada que hacer y ningún sitio al que ir, pero eso no eran más que prejuicios ingleses, aparte de que pasaba por alto que España tiene toda una cultura gregaria de vida al aire libre. Las noches suelen ser cálidas, la gente se levanta tarde y se espera que todo el mundo vaya de bar en bar, en una sucesión interminable de encuentros y reencuentros con los amigos. Pasar el tiempo en umbrales y peldaños con unas bolsas de pipas es sencillamente la forma en que empieza una adolescente española.
Por supuesto, reflexioné, es preocupante que las bolsas de pipas puedan verse sustituidas un día por sustancias más fuertes, que abundan incluso en los pueblos de montaña de la Alpujarra. Pero no había indicios de que ninguno de los integrantes del círculo de Chloé estuviese siguiendo esa senda particular. Y, al ser un pueblo pequeño, siempre hay gente vigilando; sólo un adolescente temerario intentaría meter en problemas a Chloé, sabiendo que Manolo y sus amigos andaban por el pueblo. En general, parecía un ambiente bastante mejor que el escenario más intenso y libertino en que se movían los adolescentes en Inglaterra. Y desde luego era mejor que la educación que yo mismo había recibido. El mismo día que aprendí a atarme los zapatos me enviaron a un internado, y, en vacaciones, me veía confinado a una existencia solitaria, sin un solo amigo en cincuenta kilómetros a la redonda. Fue sólo un golpe de suerte que me las apañara para iniciarme en la cuestión del apareamiento.
Por supuesto, cuando Chloé creciera y pasara de los peldaños a las discotecas, surgirían más nubarrones en el horizonte. Pero, por el momento, los peldaños resultaban bastante benignos y reconfortantes y, a su manera, parecían ilustrar de forma especialmente gráfica las etapas de la vida independiente. Primero el umbral de las tiendas, luego las discotecas y más tarde los bares.
¿Y después?
Se me ocurrió que había otro peldaño que, por extraño que pareciese, se acercaba bastante en espíritu al fenómeno adolescente. En la entrada de cualquier pueblo o aldea españoles pueden verse grupos de viejos con sus bastones y sombreros, sentados en un banco. Se entretienen hablando sobre los asuntos locales y viendo pasar el mundo. A la hora de comer, se levantan despacito y se van a casa con andares vacilantes. Duermen durante las horas más calurosas de la tarde, y, cuando empieza a refrescar, vuelven al banco a disfrutar de la brisa nocturna.
Durante los diecisiete años que llevaba viviendo en España, había observado a esos viejos con cierta distancia: era algo muy lejano que no me incumbía para nada. Pero en ese momento, al reflexionar sobre el peldaño de la chuchería y las discotecas y los bancos, me dije que lo de hacerse viejo no es un proceso continuo, como un río que fluya suavemente hasta el mar. Es más bien una sucesión de cascadas, unas catastróficas, otras casi insignificantes, con tramos de aguas mansas entre ellas.
No hace mucho, sentí el tirón de una de esas cascadas, que me atraía corriente abajo hacia uno de los últimos peldaños de la vida. El plan para la jornada —un caluroso día de verano— era que Ana, Chloé, su prima Lauren, que había venido de Londres, y yo fuéramos en coche a Granada y allí aumentáramos nuestro conocimiento del universo visitando el Parque de las Ciencias, un parque temático de lujo dedicado a las maravillas de la ciencia. Podría haber resultado muy emocionante —en mi peldaño de la vida, es uno de los pocos parque temáticos con que puedo entusiasmarme— si la cosa no hubiera degenerado inexorablemente en una expedición de compras de un día entero. Me esforcé cuanto pude por seguir el juego, pero pronto me resultó imposible ocultar mi abatimiento al verme arrastrado de aquí para allá en una de las más necias y detestables actividades humanas que existen.
En algún punto, mi actitud cada vez más taciturna se volvió insufrible para mis compañeras, que me dispensaron de las compras y me dejaron escapar a un bar. Encontré el bar adecuado en una umbría esquina cerca del paseo del Salón, y me senté en la terraza con un café. Apenas había abierto el periódico y empezado a leer, cuando un vejete se me acercó con paso vacilante y me preguntó si podía sentarse en la única silla que quedaba libre, que estaba junto a la mía. Era uno de esos andaluces urbanos que llevan traje de chaqueta gris de tres piezas y sombrero cordobés a juego hasta en el día de calor más achicharrante; blandía un elegante bastón de madera de acebuche.
—Sí, cómo no —respondí con la sonrisa deferente que uno dedica a los muy ancianos, y volví a concentrarme en el periódico.
Al cabo de una serie de resoplidos y jadeos, el viejo se inclinó hacia mí y anunció, como siempre acaba haciendo la gente muy anciana:
—Tengo noventa y cinco años, ¿sabe?
Lo miré con ojo crítico unos instantes, y entonces contesté, para que se sintiera un poco mejor:
—Pues no lo habría dicho nunca; se lo ve muy bien.
En realidad, no se lo veía demasiado bien. Tenía la cara abotargada y no le quedaba mucho pelo en la coronilla; lucía una verruga en un lado de la nariz y resollaba un poco. Pero supongo que, a los noventa y cinco —y siendo una persona que, si la memoria no me falla, habría nacido poco después de la segunda guerra carlista—, tienes suerte con respirar.
—Oh, hago lo que puedo para ir tirando —me informó.
Resignado a no seguir leyendo, metí el periódico en la bolsa y giré un poco la silla hacia él. Me dirigió una mirada socarrona.
—No es usted de aquí, ¿verdad? Lo he sabido por su acento. ¿De dónde es?
—Soy inglés.
—Oh —dijo asintiendo con la cabeza—. Vino a España al jubilarse, ¿no es así?
Esas palabras pusieron el dedo en la llaga, pero decidí seguirle la corriente.