Los almendros en flor (19 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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En la cola del control aduanero, me sonrojé y me puse a temblar, tartamudeé al hablar, miré con nerviosismo de izquierda a derecha y eché algún que otro inquieto vistazo por encima del hombro para comprobar que no me seguían. Cuando me aproximaba, los tres agentes uniformados me miraron con complicidad... pero no hicieron nada; ni siquiera me registraron la maleta. Crucé la pasarela y me encontré a bordo y a punto de iniciar el viaje de regreso a España.

Carl quedó encantado con nuestro botín, y cuando le hablé de mis planes de crear una sociedad de recolección de semillas con Mourad, me escuchó con sumo interés. Era precisamente la clase de operación que estaba dispuesto a financiar y, aunque Ana tenía ciertas reservas con respecto a cubrir todo el noroeste de Europa con escobones morunos, también a ella le pareció bien trasladar el proyecto a una empresa local.

Con esos buenos augurios, inicié una irregular correspondencia con Mourad. Como ninguno de los dos teníamos fácil acceso a un teléfono, nos escribíamos cartas, lo cual introdujo un tono formal en nuestra relación, con Mourad utilizando un inglés elaborado y literario. A su vez eso vino a demostrar hasta qué extremo éramos ambos unos empresarios ineptos. Sin embargo, estuvimos de acuerdo por lo menos en una cosa: el verano siguiente nos encontraríamos en Azrou y recogeríamos semillas.

Al final no lo hicimos, pues en invierno, a Mourad se le metió en la cabeza entrar en Europa de forma clandestina. Como prueba de que los planes más chapuceros a veces funcionan, se escondió debajo del asiento de la furgoneta de su prima Naima, tapado con alfombras y por las piernas de los hijos de ella, y cruzó la aduana tranquilamente. De esa manera llegó a Europa, la tierra prometida. Y su primera y conmovedora ocurrencia fue visitarme en El Valero y aceptar mi hospitalidad. Pero, por algún malévolo giro del destino, eligió el mes que yo me hallaba fuera, trasquilando ovejas en Suecia.

Ana estaba en casa y a mi vuelta me relató la breve visita de Mourad. Por lo visto, había convencido a su prima, que regresaba a su casa en Francia, de desviarse para visitar nuestro cortijo. Como les fue imposible dar con la carretera que conduce a nuestro valle, preguntaron al primer extranjero con que se toparon en la calle. Por suerte, era Sam Graves, un amable expatriado británico cuya hija nos había vendido la finca y que nos conocía bien. Además era hijo de Robert Graves, cosa que, de haberla sabido Mourad, podría haberlo llevado a emprender un interminable debate literario.

Sin embargo, la conversación, al parecer, solamente consistió en cómo llegar a nuestra finca, algo que no es fácil de explicar. El pobre Sam trató por todos los medios de transmitir las complicadas indicaciones, pero fue en vano. Así pues, en un generoso gesto muy suyo, acabó acompañando a Mourad, su prima, el esposo de ésta y los cuatro hijos de ambos por nuestro sendero de montaña con profundas rodadas, llegando incluso a vadear el río hasta el cortijo. Al fin doblaron la última curva y aparcaron justo delante de los establos. Mourad y sus parientes se apearon del coche y contemplaron el grupo de construcciones tradicionales y destartalados cobertizos de nuestra finca. No hicieron ningún comentario, pero fruncieron el entrecejo desconcertados. Según me contó después Mourad, el cortijo les recordó a todos una sola cosa: Marruecos.

Subieron por la ladera en dirección a la casa, y Ana los recibió por el camino. Mourad se presentó apresuradamente y preguntó por mí. La noticia de mi ausencia fue un gran disgusto para él. No se le había ocurrido que pudiera no encontrarme en casa. Ana lo invitó a quedarse hasta mi regreso, pero él se negó de plano. Quedarse en la casa con Ana no sólo habría violado las normas más elementales del decoro en su cultura, sino que creo que además le preocupaba crearle problemas con la policía.

Cuando regresé a España, Mourad ya no estaba en la casa de Lyon de su prima y se había embarcado en lo que parecía un gran recorrido por Europa. Era muy propio de Mourad no haber aceptado limitarse a un trabajo anónimo y abusivo en la cocina de un restaurante o en una fábrica y a las discretas incursiones nocturnas por la ciudad. En lugar de eso, en cuanto ganó un poco de dinero se embarcó en la clase de viaje que sólo el más ávido turista literario habría planeado, tomando trenes y autobuses y comprando guías por el camino para documentarse sobre los atractivos de cada nueva ciudad. Siguiendo los contactos que le habían dado sus amigos de Azrou, y confiando en que su increíble suerte siguiera sonriéndole, cruzó de Francia a Italia y de ahí pasó a Suiza, pues anhelaba conocer los Alpes. Y fue en Suiza, a la sombra de las montañas, donde su suerte flaqueó. Lo pillaron paseando cerca de la frontera a plena luz del día, y, tras pasar dos semanas en la cárcel, fue deportado. «Ay, Chris —me diría más tarde con los ojos brillantes—, a pesar de todo, volvería a hacerlo.»

Tiempo después, yo tuve mis propias razones para retrasar nuestro reencuentro. Cuando Chloé nació, al año siguiente, intenté reducir al mínimo los viajes al extranjero y encontrar trabajo cerca de casa. Carl nos ayudó al hacernos un gran pedido de retama monosperma, que con sus extravagantes flores abunda en la Costa de la Luz, y de euforbias, que crecen aún más cerca de casa, en las inmediaciones del nacimiento del río Trevélez. Pero, incluso trabajando como esquilador en la zona, nos costaba llegar a fin de mes, y en otoño no tuve más remedio que volver a Suecia a trasquilar durante cuatro semanas. Entonces recordé que le había preguntado a un amigo de Mourad, uno de los afortunados que tenían visado, cómo podía soportar dejar a su familia durante un año para trabajar en la construcción en Alemania. Se encogió de hombros y me contestó: «Soy marroquí, para nosotros no hay elección.» En cambio a mí me resultaba muy duro soportar ausencias mucho más breves.

Al final, la empresa de la recolección de semillas no se repitió. Al volver a Azrou, Mourad tuvo otro oportuno golpe de suerte y consiguió un empleo como profesor. El sueldo no era gran cosa, pero le permitió casarse. Conocía a su esposa desde la infancia, una bereber que se llamaba Aisha, como la madre de Mourad. El matrimonio se trasladó a una casa alquilada en el barrio de Sidi Assou. Mourad estaba encantado, pues ahora su vida se parecía mucho más a la que siempre había deseado tener, y cuando Aisha se quedó embarazada de un niño, Ilyas, escribió en términos entusiastas sobre «la nueva generación que ambos estamos trayendo al mundo y que forjará en armonía una nueva cultura».

Me planteé pedirle a Alí que se asociara conmigo en el trabajo de recoger semillas, pero no estaba seguro de que congeniara igual que con Mourad. Y entonces también yo encontré otro trabajo. Un editor de Londres aceptó mi primer libro y, con unos plumazos al pie de un contrato, me convertí en un autor de verdad. Mourad se mostró muy complacido e impresionado. Me aseguró que siempre había pensado que yo estaba destinado a la vida literaria.

Todavía nos escribimos y, en las raras ocasiones en que acepta mis ofrecimientos de ayuda, cruzo hasta Tánger con las medicinas necesarias o con libros para su creciente prole; hasta el momento, tiene dos varones y una niña, que sufre asma. Cuando nos sentamos en un café del puerto a conversar, como cualquier hombre de nuestra edad, de nuestra salud y del futuro hacia el que esperamos guiar a nuestros hijos, noto hasta qué punto siguen afectándolo las restricciones para viajar. Por supuesto que le gustaría tener el poder adquisitivo que le proporcionaría trabajar y vivir en Europa, pero insiste en que le gustaría todavía más ser libre para soñar: planear viajes, y aventuras y oportunidades para sus hijos, sin que se lo negaran rotundamente.

Casa y Campo

Pasados unos años, después de que un tal Eduardo Mencos me telefoneara, me encontré reflexionando sobre la reacción que Mourad había tenido al ver nuestra finca. Mi amigo había pensado que El Valero tenía un deprimente parecido con una granja bereber, y sin embargo el director de
Casa y Campo
, una de las revistas españolas de decoración y jardinería más lujosas, quería ver nuestro jardín. Me pareció una idea ridícula, pero el señor Mencos no era un hombre que aceptara un no por respuesta.

—¿Le has dicho que en realidad no tenemos un jardín? —me preguntó Ana, incrédula—. ¿Y que esto no es más que la típica granja de montaña con un huerto en un bancal?

Le aseguré que se lo había dicho, pero que mi interlocutor había atribuido mis palabras a la típica modestia británica.

—¿Y has mencionado que tenemos coches abandonados en el campo, y que usamos los somieres de portones?

—Bueno, sí, es posible que se lo haya dicho. En cualquier caso, en todas las fincas tienen coches viejos y somieres —respondí, pues en realidad la conversación no había ido por esos derroteros.

—¿Y que la piscina no es más que un estanque grande lleno de ranas?

—Sí, se lo he dicho todo, pero ha leído no sé qué artículo sobre nosotros y está empeñado en venir a ver la finca con sus propios ojos. Pero no traerá a ningún fotógrafo... Solamente viene a... bueno, a conocernos y echar un vistazo.

Ana refunfuñó.
Casa y Campo
está especializada en detalles arquitectónicos y fotografías de viviendas súper elegantes, de esas que tienen arriates impecables, setos bien podados, senderos de gravilla, caprichos zen y cosas por el estilo.

—Será una pérdida de tiempo para todos, ya lo verás. El Valero no es el típico sitio que sale en
Casa y Campo
. Y tampoco creo que me gustase que lo fuera.

Tenía razón, por supuesto, pero me pareció descortés cancelar la visita a esas alturas. Quizá podríamos hacer algunas mejoras. Evalué fríamente los alrededores desde el porche, a las puertas de la cocina.

—A lo mejor podríamos quitar de en medio el
Natillas
—sugerí.

Ana se puso a mi lado, y los dos contemplamos la carcasa amarilla y oxidada de nuestro viejo Renault 4, que habíamos abandonado delante de los peldaños del porche. Las avispas entraban y salían por el agujero que antaño había sido el techo corredizo; por alguna razón, las avispas encuentran irresistible la hojalata amarillo intenso.

—Bueno, al menos la Guardia Civil se pondrá contenta —admitió de mala gana.

Es una tontería ponerse sentimental con los coches, en especial cuando no son más que una carcasa vieja y oxidada, pero la verdad es que no puedo evitar encariñarme con ellos. En mi jerarquía personal de objetos inanimados están por encima de las guitarras, los bastones, alguna que otra cazuela y mi favorito sacacorchos de madera de cerezo... Ahora que lo pienso, suspiro por un montón de objetos, pero los coches son mis preferidos con diferencia.

Natillas
fue nuestro primer coche cuando nos instalamos en España: un Renault 4 amarillo canario, o Cuatro Latas, como lo llaman aquí. Nos cautivaron por completo la impecable carrocería y el brillo impoluto de las ventanillas, que según nos contaron se debían al cuidado de la abnegada propietaria anterior, una farmacéutica de Armilla. Y a su manera automotriz,
Natillas
iba de aquí para allá con paso ligero: no gastaba mucha gasolina y no pesaba demasiado, y al igual que el Dos Caballos, era un coche diseñado para transportar una cesta de huevos por un mal camino, a través de un campo arado y con un campesino al volante. Todo eso nos iba de perlas, y el precio también nos convenía: nos costó el equivalente a unos setecientos euros, que era el máximo que podíamos permitirnos entonces.

Le pedimos a Domingo que nos acompañara a comprarlo, porque él sabe todo lo que hay que saber sobre coches. Se pasó media hora debajo del vehículo en el suelo del concesionario y al levantarse emitió su veredicto con satisfacción: el coche estaba en buenas condiciones. Y así, los tres subimos al Renault 4 y, pese al ruido ensordecedor, volvimos a la Alpujarra con la cabeza bien alta.

—Estoy muy contenta de tener un coche como éste —comentó Ana mientras el motor pujaba por ascender el escarpado sendero de montaña, dando botes en los baches de las roderas—. No nos interesa que los vecinos piensen que vivimos a lo grande.

En aquel tiempo, pocos de nuestros vecinos tenían coche, pero cuando detenían las mulas y nos saludaban al pasar, sus ojos no reflejaban el menor destello de envidia. Llamamos al coche «
Natillas
» por su color amarillo... bueno, al menos se parecía a las natillas de supermercado; las que hago yo son más bien ocre, pues les añado azúcar moreno y canela.

Con nosotros, el coche cambió radicalmente de estilo de vida: en lugar del cotidiano y tranquilo trayecto a la farmacia se encontró recorriendo un sendero escabroso, vadeando un río y transportando de aquí para allá pesadas cargas de comida para los animales y materiales de construcción. Poco a poco, la pintura amarilla impoluta perdió el brillo y empezó a desportillarse, y
Natillas
se convirtió en el más peculiar de los vehículos. El tubo de escape acabó cayéndose, y a la mínima cuesta, el motor rugía como un tanque; los constantes baños en el río acabaron por oxidar los cojinetes de las ruedas, que al girar producían un ruido parecido al gorjeo de muchos pajaritos; y las puertas, abolladas por innumerables golpes, no se abrían sin emitir rebuznos. Aunque el coche pareciera un zoológico móvil, llegamos a cogerle mucho cariño. Nos llevaba a todas partes, incluso en las peores condiciones, y soportaba cargas enormes.

Domingo me dio un par de consejos sobre cómo mantener un Renault 4. Según él, lo único que había que hacer era comprar las piezas que se estropearan en la ciudad o en el desguace y atornillarlas. Debido a mi torpeza y mi absoluta ignorancia de la mecánica, cuando intentaba hacerlo nunca era tan sencillo como cuando se ocupaba él, y entre las palizas y las chapuzas, el
Natillas
empezó a ir cuesta abajo, metafóricamente hablando.

No nos dimos cuenta de que se hallaba en tan mal estado hasta el día siguiente de Año Nuevo, cuando mi hermana nos pagó una noche en un hotel de cinco estrellas como regalo de Navidad. El hotel estaba en Salinas, cerca de Loja, y entonces el trayecto desde El Valero se cubría en no menos de tres horas. Llegamos tarde y bastante hechos polvo. Cruzamos el portón del hotel y con gran estruendo recorrimos la avenida que serpenteaba por un bosquecillo de encinas densamente poblado de conejos. Al doblar la última curva nos encontramos con las relucientes torres blancas del edificio, que se erguía sobre ondulantes explanadas de césped y piscinas con fuentes que destellaban al sol de la tarde. Aparqué entre las hileras de enormes Mercedes y bmw de cristales tintados y carrocerías resplandecientes. De repente, como por ensalmo, apareció un portero de aspecto arrogante, ataviado con un uniforme arcaico y sombrero de copa. Se acercó a la puerta del pasajero y la abrió. Dice mucho de la clase de sitio en que estábamos el hecho de que el tipo ni siquiera pestañeó cuando se quedó con la portezuela en la mano. En cambio dijo:

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