Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
Llevé los sacos de aceitunas en el coche y los descargué en su molino, que ocupaba una pequeña habitación junto al lavabo. Con un cazo, Manolo fue vertiendo las aceitunas, de un negro reluciente, en el embudo que había sobre la almazara y la puso en marcha. El ruido fue tan ensordecedor que retrocedí de un salto y abrí la boca para impedir que me estallaran los tímpanos. El molino cuenta con unos potentes martillos que trituran las aceitunas y desmenuzan los huesos, preparando la masa que luego ha de prensarse.
Contemplé boquiabierto la imponente máquina que producía aquel estruendo infernal, que la pequeña habitación alicatada amplificaba aún más. Manolo, inmune por lo visto al ruido, permanecía en un rincón toqueteando la arcana parafernalia de la molienda de la aceituna casera. De pronto, pasó volando ante mis ojos un poco de masa de olivas que se estrelló contra los azulejos blancos. Y luego otro poco, y otro más. Quizá era normal, pero no tardé en tener las gafas llenas de pulpa de aceituna, y lo mismo les ocurrió a las relucientes paredes blancas. Retrocedí hasta un rincón, protegiéndome los ojos de la masa voladora. ¿Seguro que todo iba bien?
—¡Eh, Manolo! —grité intentando hacerme oír por encima del estruendo.
Pero no me oyó. El molino continuó dale que te pego. Si seguía a ese ritmo, toda mi cosecha de aceituna iba a acabar en las paredes de la almazara. Al final me atreví a salir de mi refugio y le di a Manolo un golpecito en el hombro, pero justo en ese momento un enorme grumo de pulpa le dio de lleno en la oreja. Alzó la vista, consternado.
—¡Hostia! —exclamó—. ¡Me he dejado la puerta abierta!
De un salto alcanzó el interruptor y apagó el monstruo, y mientras éste gemía hasta detenerse por completo, Manolo se apoyó contra la puerta, cuyos bordes rezumaban la pasta púrpura. Limpió los cantos, cerró la puerta con firmeza y de nuevo puso en marcha todo el proceso.
Cuando terminó la molienda, la densa masa de pulpa de aceituna, pieles y huesos triturados fue vertida en una gran tina, donde reposaría unas horas antes de pasar a la prensa. Era un mejunje marrón de aspecto repugnante. Cansado de observar esa parte del proceso, me fui a un bar en busca de más movimiento. Cuando volví, la masa ya estaba en la prensa, un alto cilindro de acero con una criba en el fondo y un pitorro. Por el pitorro salía un chorrito de líquido viscoso.
—Ésa es la primera extracción —explicó Manolo—. El aceite se decanta por su propio peso. Es extra extra virgen. Te lo pondré en botellas separadas.
Observamos el hilillo de aceite durante un rato.
—¿Cuánto tiempo tardará en salir todo? —le pregunté.
—Lo dejaré esta noche y todo el día de mañana; luego esperaré a que se pose la jámila, el agua que contiene la aceituna. El aceite es menos pesado que el agua, de modo que flota encima.
Unos días después, Manolo llamó para decirnos que nuestro aceite estaba listo. Lo había envasado en botellas de plástico de Coca-Cola pulcramente etiquetadas. No sé muy bien qué expectativas tenía yo, pero la primera cata no resultó tan emocionante como había previsto. No era muy entendido en aceites; de hecho, entonces apenas sabía diferenciar el aceite de oliva del de girasol. Hoy en día soy capaz de hablar con tanta pasión del aceite de oliva como cualquiera, y puedo apreciar que su producción y mantenimiento constituyen una cuestión tan delicada y compleja como los del vino. Pero en aquella época todos los aceites me parecían prácticamente iguales, y el mejunje que me trajo Manolo en aquellas botellas de dos litros, el fruto de nuestra primera cosecha, no logró convencerme de sus supuestas propiedades mágicas.
El año siguiente las cosas pintaban mejor, como nos habían asegurado que sucedería. Incluso parecía que tendríamos una cosecha extraordinaria, que la diminuta almazara de Manolo no podría absorber, de manera que buscamos otro molino de aceite en la zona. Todo el mundo nos decía que las almazaras comerciales estaban en manos de auténticos ladrones, que a la que te descuidabas te chupaban la sangre. No había nada que hacer, pues, por lo visto, todos los almazareros eran iguales, siempre lo habían sido y siempre lo serían.
Cuando le pedí a Domingo que me diera una explicación de ese estado de cosas, me sugirió que los astutos almazareros siempre habían tenido una ventaja sobre sus clientes, dado que sabían contar y pesar muy bien, mientras que aquéllos a menudo eran analfabetos y poco duchos en matemáticas. Cuando corrían tiempos difíciles —lo que solía ocurrir a menudo en la España rural—, a los almazareros, que se encontraban en dicha posición de poder, les costaba no ser corruptos. Y, en parte, esa propensión se había inoculado en su material genético de modo que, incluso hoy en día, los almazareros honestos eran muy infrecuentes. Domingo puso varios ejemplos del comportamiento ruin de los almazareros. Además de engañar a sus clientes, no había ninguno que no adulterara el aceite de oliva de éstos mezclándolo con otros más baratos.
No era un panorama muy alentador que digamos, pero aun así preguntamos, no sin cautela, a qué sinvergüenza podíamos confiarle nuestra cosecha. Domingo nos recomendó —según sus propias palabras, «para que os engañen de una forma más limpia, más honesta»— a un tipo al que habían adjudicado el atractivo apodo de Cuatro Culos; al parecer te timaba con tanta pulcritud y aparente ingenuidad que daba gusto tratar con él.
—Lo bueno de Cuatro Culos —nos contó— es que él mismo reconoce que le hace la pirula a todo el mundo. Dice que no puede evitarlo, que él es así. La verdad es que es muy simpático, generoso y encantador. Si van a timaros, porque sin duda van a timaros, al menos que lo haga alguien simpático.
Era un argumento muy bien expuesto, aparte de que el apodo de Cuatro Culos confería cierta comicidad a todo el asunto. Según Domingo, el alias se había transmitido, junto con la propensión al timo, de generación en generación. Como los buenos apodos, posee cierta ambigüedad. Por un lado, indica la existencia de la gula en algún punto de la historia familiar, pero por otro también puede designar a alguien capaz de joderte de lo lindo. En el caso de un almazarero las dos interpretaciones vienen como anillo al dedo.
Cavilamos sobre todo ello, y estaba a punto de acudir al señor Culos para que me desplumara honestamente cuando, por alguna razón que no consigo recordar, cambié de parecer y me decidí por Miguel Muñoz de Los Tablones, un almazarero con fama de absoluto tramposo y sinvergüenza.
La cosecha de aquel año fue de las mejores que he tenido nunca: más de dos mil kilos de aceitunas, que recogió una cuadrilla de temporeros formada por un catedrático sueco de Antropología Cultural, un biólogo marino y un profesor de Religión Comparada entre otros. Metimos las aceitunas en viejos sacos de pienso para ovejas, que por suerte dejamos a cubierto justo antes de que empezara a llover. Telefoneé a la almazara para preguntar cuándo podía llevarlos.
—Esta semana me es imposible —respondió el molinero—. Tengo mucho trabajo atrasado. Tráigalos el próximo martes.
Paró de llover, la temperatura subió un poco y la semana tocó a su fin. El martes por la mañana, me levanté antes del alba para ser el primero en llegar a la almazara y evitarme la avalancha de gente. Cargué los sacos en el remolque y atravesé el valle rumbo a la ciudad; durante todo el trayecto tuve la sensación de haber pisado caca de perro.
Cuando entré en el patio de la almazara, el sol apenas rozaba las cumbres de Sierra Nevada. Allí había camiones y tractores, coches, remolques y mulas. Los sacos y cajones de aceitunas se amontonaban por doquier, y docenas de hombres robustos y de aspecto bovino, con la gorra calada, esperaban de pie en medio del patio, sumidos en lo que me pareció el caos más absoluto. Me dije que el madrugón había sido inútil. Pensé volver sobre mis pasos e ir a ver a Cuatro Culos, pero pronto advertí que era un plan impracticable, ya que era imposible dar la vuelta; había poco espacio para maniobrar y no podía desenganchar el remolque sin descargarlo; y, claro, si descargaba los dos mil kilos de aceitunas, no iba a volver a cargarlos.
Así que me acerqué a aquel mar de hombres con la intención de averiguar qué se suponía que debía hacer a continuación.
—No sé, tío, no tengo ni idea...
—Lo siento, no lo sé...
Unos murmuraron y farfullaron, mientras que otros se limitaron a negar con la cabeza. Algunos se mostraron perplejos y confusos ante mi español. Por fin, un hombre con un mono de trabajo azul sugirió:
—Prueba abajo.
Eché a andar hacia la parte inferior de la almazara, donde, en un cavernoso almacén, la furibunda maquinaria de la extracción de aceite rugía y traqueteaba de lo lindo. Me interné en las sombras con cuidado de no resbalar, pues el suelo de las almazaras, con todo el aceite derramado, es una verdadera pista de hielo.
—¿Está por aquí el jefe? —le pregunté a un tipo menudo y moreno con una camiseta en la que ponía «Marbella Yagtht Club».
Me indicó por señas que lo encontraría en una pasarela suspendida en las sombras, ocupándose de la embravecida maquinaria. Subí por la escalerilla de acero resbalando una y otra vez hasta que vi al jefe acompañado por otro hombre. Ninguno de los dos pareció advertir mi presencia. El otro tipo observaba al jefe trabajando con la aterradora máquina. El ruido era ensordecedor.
PAM, PAM, PAM,
hacía la máquina, y aprisionaba los capachos, o esteras de prensado, con su costra de olivas. Cuando un capacho llegaba al punto más alto de la pila, una corredera de martillo lo empujaba hacia la parte siguiente de la máquina con un siseo tremendo. Ahí, grandes dientes de acero aferraban el capacho y lo agitaban como un perro zarandeando una rata. Parte del alpechín caía, el capacho se sacudía y a continuación pasaba a la tercera fase del proceso. En ella, el jefe quitaba las partículas de pasta que hubiesen sobrevivido al agitador, exponiendo manos y antebrazos a las implacables arremetidas de los terribles martillos, pistones y mazas contra los capachos. Finalmente, un pitorro gigante depositaba una gruesa capa de pasta marrón de aceituna sobre la estera produciendo el sonido de un tremendo lametón. Y el ruido no paraba nunca:
PAM, ssshh, chof, plas; PAM, ssshh, chof, plas, slurp.
Me quedé un rato observando el proceso; era fascinante. El jefe de la almazara estaba demasiado concentrado para advertir mi presencia o cumplir con las normas más elementales de la cortesía. De hecho, él mismo era una pieza clave de la maquinaria, y estando como estaba en una pasarela de acero resbaladiza y sin protección alguna, pensé que las probabilidades de que pasara a formar parte de la maquinaria eran muy elevadas. Al final me cansé del espectáculo, y al acordarme de que había dejado el coche y el remolque de cualquier manera, entorpeciendo la salida o entrada de otros vehículos, hice caso omiso del intermediario y le grité al jefe con todas mis fuerzas:
—¡¿Es usted el jefe?!
Ya sé que suena tonto, pero ¿qué otra táctica podía emplear para entablar conversación? En cualquier caso, no hubo respuesta.
—¡¿Es usted el jefe?! —probé otra vez.
—Ajá —contestó, al tiempo que retiraba de la máquina un capacho roto.
Sopesé mis siguientes palabras. Cuando le estás gritando a pleno pulmón en una lengua extranjera a un hombre que parece empeñado en ignorarte, éstas tienen que ser precisas. Aun así, no tenía alternativa. Sencillamente, tenía que inspirar hondo y prepararme para la humillación.
—¡He traído un cargamento de aceitunas y quiero saber qué tengo que hacer! —vociferé.
La máquina siguió a lo suyo,
PAM, ssshh, chof, plas, slurp, glup.
No supe muy bien si el jefe me había oído. Seguía concentrado en aquel trasto.
—¡Tengo un cargamento de aceitunas! ¡Llamé por teléfono ayer! ¡Usted me dijo que hoy podría prensarlas!
El jefe murmuró unas palabras al intermediario.
—¡¿Qué?! —grité.
El intermediario se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Cuántas tiene?
—Un par de toneladas.
—Hoy no puedo, imposible —dijo por fin el jefe—. Me falta personal y hay mucho trabajo atrasado. Amontónelas en el patio y escriba su nombre y el número de sacos en un papel.
—¡¿Cuándo, entonces?!
—Quizá mañana...
No me quedó más remedio que hacer lo que me decía. De modo que garabateé mi nombre en los sacos, los dejé en el patio y me fui a casa, decidido a volver al día siguiente para ver cómo molían mis aceitunas.
Por la mañana, conseguí llegar antes que la muchedumbre de olivareros.
—Buenos días —me saludó el jefe, simpático como el que más ahora que nos conocíamos un poco—. Empezaremos con sus aceitunas ahora mismo. ¿Quiere verterlas en esa tolva de ahí?
Puse el primer saco en la carretilla y lo llevé hasta la tolva. Lo levanté hasta apoyarlo en el borde y desaté el cordel. Me detuve. Aspiré un olor inconfundible. Les eché un vistazo a mis botas por si había pisado caca de perro... No tenían nada, qué raro. Abrí el saco... Dentro había una pútrida y apestosa pasta marrón. Así que el olor a caca salía de allí: las dichosas aceitunas se habían enmohecido.
—¡Hombre! —exclamó el jefe en mi oreja—. No hay que meter las olivas en sacos de plástico, se llenan de moho. No podré pagarle mucho, pero...
—¿Pagarme? ¿Quiere decir que quiere añadir esta porquería al aceite? —Miré la humeante masa marrón, sin dar crédito, y luego al jefe.
—Puedo darle un duro por kilo —respondió arrugando la nariz con gesto de asco—. Si no lo quiere ya puede tirarlas; nadie va a darle nada por ellas.
—Vale —contesté alicaído; un duro, vaya birria—. Supongo que es mejor que nada... ¿Qué hago con ellas?
—Tírelas en la tolva y ya está.
—¿Cómo dice? ¿Ahí dentro, con todas las buenas?
—Claro. Adelante.
Despacio, de mala gana, cogí el saco por el fondo y vertí el repugnante contenido en la tolva. Lo observé deslizarse lentamente hasta el fondo y luego fui a buscar otro saco. Había sesenta; tardé media hora en transportarlos al otro lado del patio en la carretilla uno por uno, desatarlos y verter la pasta en la tolva. Empezó a formarse una cola detrás de mí; había media docena de hombres con las manos dentro de los pantalones de peto, rascándose la entrepierna y mirando con cierta curiosidad pero sin ninguna sorpresa, los mefíticos posos que estaba vertiendo en su aceite de oliva.
—No hay que meter las aceitunas en esos sacos de pienso —dijo uno—. Se pudren.