Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
—Eso es verdad, Cristóbal, pero nunca sabes qué te dan en esos sacos —respondió con expresión pensativa—. Es probable que venga de América, por lo que puede haber sido modificado genéticamente, y no creo que estemos preparados aún para eso en la Alpujarra. Yo obtengo mis semillas de año en año. Además, no sólo el grano es importante en una cosecha de maíz: las hojas sirven de forraje para la mula, y los tallos para trasplantar arriates, y una vez que las hemos desgranado, las panochas son un combustible estupendo para el fuego. Además... —hizo una pausa para recalcar lo que iba a decir— me gusta mi maizal. Es verde y fresco en verano. Un cortijo no es un cortijo como Dios manda sin una cosecha estival de maíz.
De modo que ahí estaba el quid del asunto: era tanto una decisión estética, existencial incluso, como una simple cuestión de tener contentos a los cerdos, la mula y las aves de corral. Lo aprobé en mi fuero interno.
—Pero ¿qué me dices de los jabalíes? —pregunté.
Todo el mundo sabe que si uno cultiva maíz o patatas, se expone a que los jabalíes arrasen su cosecha. No hay nada en este mundo que les guste más que esos suculentos tubérculos y las dulces mazorcas.
—He instalado una valla electrificada —explicó—. Les aterroriza la electricidad. Llevo cinco años cultivando maíz aquí y no he tenido ni el más mínimo problema.
Era la primera vez que oía hablar de alguien que utilizara vallas electrificadas en la Alpujarra. Juan estaba abrazando los principios modernos, el método pragmático, con su depósito de hormigón y su valla electrificada, al tiempo que se aferraba con tenacidad a las costumbres tradicionales. Juan y Encarna trabajan muy duro de sol a sol todos los días de la semana con excepción de la mañana del jueves, cuando bajan andando hasta la carretera y hacen autostop para acudir al mercado del pueblo. Y trabajan así para mantener su modo de vida tradicional y autosuficiente, casi como si fuera un fin en sí mismo.
Contemplé la casa baja y encalada con sus gruesos muros de piedra, las gallinas escarbando el polvo en sus idas y venidas, la magnífica parra con sus pesados y grandes racimos de uva, los exuberantes geranios que florecían en viejas macetas y latas, y me acordé de la belleza simple y sin artificios que tanto me había gustado cuando llegué a la Alpujarra. Es verdad que la zona no gusta a todo el mundo —la pobreza y la aparente cutrez disuaden a algunos—, pero la integridad de su belleza debe tamizarse para separarla de la basura, los espinos y el polvo. Acercándome al borde del bancal, observé a través del valle nuestra propia finca, y me pregunté si también nosotros habríamos conseguido preservar su encanto intrínseco.
—Cristóbal, ¿por qué estás tan pensativo? —preguntó Encarna, que se secaba las manos en el delantal a mi espalda—. Vamos, entra. Tengo algo para ti.
Nos agachamos para entrar en la minúscula cocina. Juan se puso a atar brillantes pimientos rojos en un cordel, mientras Encarna rodeaba la tosca mesa de madera y se acercaba a la nevera que ronroneaba en un rincón. La nevera... Tuve que mirar dos veces. Una nevera es la comodidad que nos falta y que no podemos tener; nuestro sistema de energía solar simplemente no está a la altura. Y sin embargo, una nevera haría nuestra vida mucho más fácil. Siempre se me olvida que Juan y Encarna, al vivir en Carrasco, tienen electricidad.
—Ya verás como ésta es la mejor manera de tomar la miel —dijo ella, y dejó un elaborado envase de helado encima de la mesa.
—¡No puedo creerlo! —exclamé—. ¿Cómo demonios habéis conseguido traer helado hasta aquí arriba sin que se funda?
Para ser franco, lo que más me había sorprendido era el incongruente hecho de encontrar helado en aquel bastión de la ortodoxia bucólica.
—En una nevera isotérmica con el doble de paquetes de hielo —respondió simplemente Encarna—. Nuestra nieta nos lo trajo en moto hace unos días, como sorpresa. Dijo que era de su sabor favorito. Se llama... Oh, no sé cómo se llamaba... algún nombre extranjero.
—Tiramisú —leí.
Y, encantada con mi asombro, Encarna dejó caer una buena cucharada en el cuenco y lo cubrió con una buena dosis de miel con almendras machacadas. ¡Una delicia! ¡Una absoluta delicia!
Al día siguiente, cuando conducía hacia el pueblo, me encontré pensando en el depósito de hormigón de Juan. Gastar tanto dinero para regar unos cuantos árboles y un poco de maíz no tenía sentido económicamente hablando, y sin embargo Juan y Encarna sabían muy bien lo que se hacían. Habían invertido sus ahorros para poder llevar la vida tradicional que habían elegido en la finca que adoraban.
¿No era eso lo que tratábamos de hacer en El Valero? De manera similar, habíamos tenido que pagar por el privilegio de vivir en nuestro propio cortijo. Si nos dedicáramos a vender todas nuestras naranjas y aceitunas, las almendras y los corderos, ni siquiera en los mejores años nos cuadrarían las cuentas. En términos de dinero, trabajo y tiempo, nuestra finca en la montaña, como la de Juan, es un anacronismo. Pero es un anacronismo precioso. Elegimos esta finca por su belleza simple y funcional y no podríamos quedarnos sentados y limitarnos a admirarla, ni siquiera escribir sobre ella. Tenemos que seguir cumpliendo un papel activo en nuestro paisaje, arando el suelo, plantando huertos, cuidando los árboles. Y así seguir teniendo conciencia de quiénes somos.
Por suerte, Ana tiene sentimientos muy parecidos, y Chloé, que ha vivido toda su vida aquí, no quiere ni oír hablar de ir a otro sitio, aunque por supuesto dentro de unos años seguramente se marchará a la universidad o a abrirse camino en el mundo. Mi esperanza es que El Valero siempre sea para ella un sitio al que regresar, cuando necesite recargar las pilas o encontrar el solaz de un hogar.
Pero Chloé se quedó mucho menos impresionada por mis divagaciones filosóficas que por la sorpresa de que le sirvieran helado en nuestro
tinao
. Conseguí una nevera isotérmica y la llené de paquetes de hielo y material aislante suficientes para que el helado llegase a casa más o menos intacto. Era de frutas del bosque con sabor a mascarpone, un lujo casi inimaginable.
La tarde transcurrió lentamente, el calor no nos abandonó un solo instante y un tazón llevó al siguiente y luego a otro más. El helado no tardó mucho en desaparecer y nos quedamos mirando el envase, sintiéndonos un poco incómodos.
Saboreamos la delicia desaparecida desconcertados, en un silencio roto tan sólo por el aleteo de centenares de polillas que revoloteaban en torno a la bombilla desnuda sobre la mesa, el demente chirrido de las ardientes cigarras, el ulular de un búho en el lecho del río, y un ocasional burbujeo de algarabía abdominal. Es lo que hace el calor: te mina las fuerzas, a tal punto que las extremidades te pesan y notas la mente drogada. En plena ola de calor te encuentras no sólo arrastrando las palabras, sino también las ideas. Tu actitud también acusa el golpe, y te vuelves un pasota. Sólo puedes leer las cosas más simples, y hasta mantener una conversación animada se vuelve una tarea imposible.
El fabuloso helado ya no estaba, y cuanto quedaba era el envase. Yo tenía la tapa en las manos y la observaba cuidadosamente, mientras que Ana prestaba una atención similar a la caja. Les dábamos vueltas, examinando la parte superior, los laterales y el fondo. Advertí, sin expresarlo, con qué perfección encajaría la tapa, con su relieve, en la caja. El general, parecía una maravilla de la inventiva y el diseño. La textura era firme pero flexible, y el plástico tenía una agradable transparencia. Miré a Ana y ella me miró a su vez, y en aquella mirada hubo una muda corroboración de los pensamientos del otro (te pasan esas cosas cuando llevas mucho tiempo viviendo con alguien). Nos maravillábamos juntos ante aquel objeto simple y útil en su perfección, y del inefable encanto que tenía a su manera.
Fuimos gradualmente conscientes de que nuestra hija nos miraba con asombro.
—Vaya dos, miraos. ¡Parecéis un par de primates! —soltó—. ¡No es más que un envase de helado, por el amor de Dios!
Ana y yo alzamos la vista y nos miramos, con la tapa y la caja en las manos, y luego observamos a Chloé, y, en uno de esos raros instantes de perfecta sincronía, los tres nos echamos a reír.