Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
Es raro el año en que no vemos un fuego desde la finca. Primero hueles el humo en el aire caliente, así que buscas con la mirada hasta que adviertes un resplandor marrón azulado sobre un cerro distante o, por la noche, el cielo teñido de rojo sobre las negras montañas. Más tarde llegan los helicópteros. El lejano tableteo se convierte en un estruendo que reverbera en las montañas mientras el aparato sobrevuela el valle con una gran botella naranja suspendida que contiene mil litros de agua. El piloto se interna en el corazón del fuego, con la intención de dejar caer su carga en su foco, y luego vuelve al embalse a repostar. Si el incendio es grande, aparecerá otro helicóptero; a veces también se suma un potente biplano. Cuando el incendio empieza a salirse de madre envían un par de hidroaviones bimotores y un enorme avión cuatrimotor.
El ruido de todos esos aparatos retumbando en las montañas se vuelve casi apocalíptico, y hay un dramatismo innegable en el espectáculo de las asombrosas máquinas voladoras enfrentándose al fuego, por no hablar de los hombres que luchan a brazo partido en tierra y entre las llamas, armados con escobas y cubos. Esos hombres corren un riesgo atroz: aquel verano, once de ellos resultaron muertos en un incendio en el norte, cerca de Guadalajara, cuando el viento cambió de dirección y azuzó las llamas contra ellos. Así pues, la visión de un fuego, que por las noches posee una suerte de belleza terrible al iluminar las montañas, llena a todo el mundo de desesperanza y de rabia contra los perpetradores. Pues hay que decir que la mayoría de incendios forestales empiezan de forma intencionada, para el cobro de un seguro, por motivos políticos, incluso por una venganza entre vecinos, así como para mejorar los pastos.
Y existe también la constante amenaza de que salte al suelo una chispa de una barbacoa u hoguera. Eso me ocurrió a mí hace unos años, y casi me muero del susto.
Estábamos en abril, un mes lo bastante cercano al invierno como para no tener que preocuparse por los incendios; y he de decir en mi defensa que fue un par de años antes de que se impusieran los controles. Estaba trabajando en un rincón de la finca junto al río Cádiar; a veces, el caos que constituye el orden natural de las cosas en el campo puede conmigo y me siento obligado a tratar de imponer alguna clase de orden. Hice un montón con cañas secas y ramitas de una vieja higuera —la higuera no puede utilizarse como leña porque no desprende calor, sólo un humo acre que da dolor de cabeza— y prendí fuego. Era sólo un montoncito y lo había encendido en un sitio apropiado, pero aun así, cuando prendió, un leve céfiro empezó a agitar las hojas de las cañas. Casi sin que me diera cuenta, las llamas pasaron a la hierba alta, se extendieron, prendieron en un matorral y lamieron los tallos del carrizo. El céfiro se convirtió en brisa y las llamas se convirtieron en un incendio.
Cuando advertí que en unos segundos el fuego estaría fuera de control fui presa del pánico. Busqué a la desesperada algún recipiente para llevar agua y vi un cubo colgando de una rama. Dándole las gracias a la providencia, lo cogí y me precipité ribera abajo hasta el río, lo llené de agua, volví corriendo y la arrojé en el fuego. Acto seguido, sin detenerme siquiera a comprobar si había servido de algo, salí disparado otra vez hacia el río. Fui de aquí para allá con el cubo, dando traspiés y jadeando como un loco, en un frenesí de terror; temía que el fuego arrasara mi finca.
Tuve suerte, pues al cabo de unos minutos logré sofocar el foco con un cubo de agua afortunado y pronto las llamas quedaron reducidas a volutas de humo y a un cieno de cenizas empapadas. Pero el recuerdo —el pánico, el humo— sigue muy vivo en mi memoria.
Una de las manifestaciones más angustiosas de la sequía es la penuria que pasan los animales. Según la creencia popular, las ovejas y cabras se comen cualquier cosa, y es verdad que lo hacen cuando están hambrientas, pero como cualquier animal, tienen sus alimentos favoritos y sólo cuando los hayan agotado recurrirán a los que menos les gustan.
El año pasado, a medida que el seco verano avanzaba, el pasto escaseaba más y más, hasta el extremo de que me planteé alimentar a mis ovejas con alfalfa, pese a que era cuanto teníamos para que pasaran el invierno. Pero no es aconsejable recurrir a las reservas antes de que sea absolutamente necesario, de modo que me contuve y obligué al rebaño a pastar montaña arriba, en busca de la última brizna de hierba comestible.
Domingo, con un rebaño de varias veces el tamaño del mío, ni siquiera tenía la opción de alimentarlas; le habría salido demasiado caro. De modo que me quedé sorprendido, e impresionado, al comprobar que seguían en buena forma. Domingo lo conseguía a base de dedicación y recurriendo a un profundo caudal de habilidad y conocimientos. Todos los días se levantaba al alba para llevar a sus ovejas a pastos cada vez más distantes en los que sabía que habría una pequeña reserva de humedad debido a la tortuosa orientación, que protegía una ladera de los abrasadores rayos del sol, o donde había visto unas cuantas plantas que alimentarían a los pobres animales que tenía a su cargo durante más o menos una hora.
A lo largo de aquellos largos y sofocantes días del verano, Domingo avanzó a la cabeza de su inestable y enorme rebaño de ovejas, abriéndose paso por el monte a lomos de su caballo zaino y sin nombre y acompañado por la incondicional
Chica
. Era admirable lo bien que soportaba aquella joven collie, nacida y criada en los neblinosos páramos de los Países Bajos, aquel calor atroz. Empecé a sospechar que Domingo se tomaba especiales molestias a fin de encontrarle agua y sombra. También cortaba ramas de eucaliptos y álamos, o talaba carrizos enteros en el río para que las ovejas pudieran alimentarse de esas hojas fibrosas y poco apetitosas. Llevaba al rebaño a lugares que no había pisado pastor alguno, en lo alto de las horribles laderas meridionales de Campuzano, entre peñascos y pinos, donde se atiborraban de plantas de las alturas desconocidas para ellas: enebro, alhucemilla y la jara rosa
Cistus albidus
, plantas que nunca verían, y mucho menos comerían, en sus zonas de pastoreo habituales.
Si se alejaban demasiado para volver a casa, Domingo dormía sobre la dura tierra bajo las estrellas, rodeado por sus lanudas compañeras. Llevaba un teléfono móvil encima para poder decirle a Antonia dónde andaba, por si ella se preocupaba. Las ovejas, como decía antes, estaban gordas y tenían mejor aspecto que nunca, pero no cabe duda de que aquel régimen era agotador.
A medida que pasaban las semanas y seguía sin caer una gota, los ancianos negaban con la cabeza con gesto sombrío y profetizaban que se avecinaban tiempos aún peores. Eso es lo que pasa con la sequía, que nunca va sola, sino que va acompañada de inquietud, miedo y depresión, incluso en estas tierras afortunadas en que estamos a salvo del fracaso de la cosecha y la hambruna subsiguiente.
Y seguía sin llover. Me llevé a un grupo de caminantes a los prados de alta montaña, donde descubrimos que no había florecido nada, y en lugar de ricos pastos sólo había polvo y piedras, y millares de los pequeños escarabajos de Sierra Nevada.
Pensé en mi amigo el pastor Antonio Rodríguez, que lleva su rebaño a esos prados. Debía de estar pasándolo peor aún que Domingo, cuyo rebaño pacía en parajes muy por debajo de esas montañas. El intenso sol y los vientos gélidos lo habían marchitado todo: sólo se habían salvado las plantas más duras y espinosas, que a las ovejas les costaba mucho comer aun estando hambrientas. Pensar en Antonio me deprimió, en especial por lo mucho que le había costado recientemente reconstruir su rebaño, después de verse obligado a sacrificar casi dos tercios de los animales debido a la brucelosis. Pero la vida del pastor es así: de vez en cuando le cae del cielo algún beneficio inesperado, pero la mayor parte del tiempo vive a merced de los antojos de la cruel e irresponsable naturaleza.
En El Valero, gracias a algún asombroso mecanismo de esa misma naturaleza, florecían el romero y las
anthyllis
, pero no había nada más que las ovejas pudiesen comer, y poco a poco empezaron a inquietarse. Confiábamos, un poco a la desesperada, en que no recordasen lo bien que se pastaba al otro lado del río, aunque me temía que, cuando el nivel del agua bajase lo suficiente, lo recordarían instintivamente y cruzarían hasta allí para arrasar los huertos de hortalizas y frutales de nuestros vecinos. Las ovejas, como digo a menudo, son criaturas obtusas, pero cuando corren malos tiempos pueden convertirse en asaltantes audaces y astutas.
Aun así, no debería haberme preocupado por el bienestar de las hortalizas de nuestros vecinos, pues resultó que las ovejas tenían puestos los ojos en algo mucho más cercano a nuestra casa. Eran las cuatro de una madrugada muy, muy calurosa, y yo estaba profundamente dormido. Tan dormido estaba, de hecho, que cuando el leve tintineo de unos cencerros se filtró entre las tinieblas de mi conciencia, supuse que era un sueño y me di la vuelta. Más tarde, cuando la luz que entraba por debajo de los postigos se volvió más intensa, el sonido volvió a oírse y esta vez los perros empezaron a ladrar.
Salté de la cama y salí corriendo. Había ovejas por todas partes, devorando con frenesí las plantas que crecían en torno a la casa. Los perros salieron disparados por la puerta, ladrando; las ovejas fueron presas del pánico y huyeron en desbandada. Con
Big
y
Bumble
pisándome los talones, salí en su persecución en pelota picada, sin tiempo de pensar siquiera en vestirme. Las ovejas cruzaron despavoridas el huerto junto a la piscina y corrieron en tropel a lo largo del muro de piedra que da a su zona de la finca.
Me volví para mirar lo que hasta hacía unas horas era el fruto de los mimos y esfuerzos de Ana. No era una catástrofe de las proporciones de un terremoto o huracán, por supuesto; casi resultaba ridícula como titular: «Unas ovejas provocan destrozos en un huerto.» Pero aquella orgía de glotonería herbívora que acababa de tener lugar me dejó en estado de shock. Durante toda la noche, las ovejas se habían zampado las frutas y verduras ecológicas de Ana, y las flores de alrededor. Sólo habían sobrevivido los calabacines, que por lo visto encuentran repugnantes. Por todas partes se veían plantas pisoteadas y a medio masticar, y salpicadas de relucientes cagarrutas.
Me quedé inmóvil a la luz del amanecer, sin nada encima aparte de las botas, boquiabierto y horrorizado ante aquel desastre, y preguntándome cómo demonios iba a darle la noticia a Ana. Pero mi mujer ya estaba ahí, y en ese momento se encorvaba sobre lo que quedaba de las frambuesas. Sollozaba mientras miraba alrededor. Me acerqué y la abracé. No se me ocurrió nada que decirle. ¿Qué habrían dicho ustedes?
Tampoco ella pudo decir gran cosa, aunque me dejaron muy preocupado las palabras que brotaron de sus labios:
—No podré arreglarlo... No podré hacerlo todo otra vez... Tanto trabajo y... y no queda nada...
Aquello no era propio de Ana, que de los dos es la estoica, la que nunca se detiene, la que siempre ve el lado divertido de las cosas.
No obstante, lo primero era descubrir por dónde habían entrado las malditas ovejas, y buscar una solución para que no volviera a pasar. Me dije con amargura que todo aquel lamentable episodio había sido culpa mía: en primer lugar porque había postergado demasiado alimentar a las ovejas con alfalfa, y en segundo porque el que se ocupaba de levantar y cuidar las vallas era yo. Llevé a cabo un examen minucioso de las mismas, busqué huellas en el suelo o lana en las alambradas, pero el cercado estaba intacto. No lo entendía. Había una posibilidad, sin embargo. Habíamos erigido un alto muro de piedra para sostener el bancal del jardín que rodea la piscina. Para el acceso a ese bancal había seguido un dibujo de la entrada fortificada del castillo cruzado de Crac des Chevaliers, en Siria, concebida para disuadir a los ejércitos atacantes, que se encontrarían empotrados entre paredes de piedra con los defensores del castillo vertiendo aceite hirviendo y otras sustancias poco saludables sobre su cabeza. Me figuré que así evitaría las incursiones que unas simples ovejas pudieran planear contra nuestro huerto y jardín.
Me agaché para examinar aquella pequeña obra de arquitectura militar medieval en busca de indicios reveladores. Cagarrutas... había cagarrutas en todos y cada uno de los peldaños que ascendían hasta ella. Las ovejas debían de estar nerviosas. No podían haber entrado por la puerta de madera, pero una zona de tierra muy revuelta en lo alto del muro atestiguaba que habían subido por los peldaños para luego encaramarse al muro. Cincuenta ovejas... eso suponía doscientas pequeñas pezuñas escarbando... No me costó mucho encontrar las pruebas.
Unas horas después, apareció Manolo; lo encontré agachado entre los restos del huerto. Se volvió al oír que me acercaba. Su amplia sonrisa habitual tenía un aire diplomático cuando me preguntó:
—Así que las ovejas han estado aquí, ¿eh?
—Las muy cabronas han saltado el muro. Se han pasado toda la noche en el huerto. Han acabado con todo. Mal asunto...
—Mal asunto —repitió Manolo arrojando un puñado de rábanos destrozados al montón de abono orgánico—. Pero no hay para tanto... Gran parte de esto volverá a salir. Los repollos de ahí quizá no, pero después de todo, no os gustan los repollos; tú mismo me lo dijiste.
—No... tienes razón. No nos gustan nada. No sé por qué los planta Ana. Siempre acabamos dándoselos a las ovejas, de todas formas.
—Bueno, pues ya lo tienes —respondió Manolo con naturalidad—, y a los tomates y los ajos no les ha pasado nada, pues las ovejas no han podido meterse en esa parcela. —No se me había ocurrido mirarlos, y oír eso supuso un gran alivio—. Dame un par de horas y tendré todo esto despejado, y dentro de un mes ni siquiera os acordaréis de que las ovejas pasaron por aquí —prometió.
Mientras Ana recuperaba su ecuanimidad y la integridad de su huerto pasándose las horas más frescas del día despejando arriates, yo me encaminé a los campos a cortar manojos de alfalfa fresca para las ovejas. Es una de mis ocupaciones favoritas. Antes solía utilizar una guadaña como la de la Muerte, pero Manolo se burló tanto de mí que acabé por hacerlo de la forma tradicional alpujarreña: de rodillas y con la hoz. Es una tarea lenta y un poco aburrida, pero es increíble lo pulidos que deja los campos. La zona que has cortado queda tan bien segada como un césped, mientras que la alta pared de alfalfa sin cortar se ondula más allá formando verdes acantilados y cabos. Y el hecho de estar de rodillas te pone en contacto con el mundo de los insectos, esa población que empequeñece las cifras humanas con su supuesta proporción de varios millones por cada uno.