Los almendros en flor (26 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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Antes de que pudiese ofrecer una respuesta razonada a dicha insinuación, Paz salió por la puerta, ataviada con el uniforme escolar reglamentario, consistente en vaqueros holgados, camiseta apretada y sudadera abierta con capucha. Llevaba un cuenco lleno de sobras asquerosas. El cerdo público casi se cae de la alegría. Paz dejó el cuenco en el suelo y el bicho se abalanzó sobre el repugnante mejunje, arrebolado de puro placer.

—Hola, Paz —saludé—. ¿Qué tal? —No iba a fastidiar a una chica de dieciocho años con «¿Por dónde andas?» o «¿Qué dice el hombre?».

—Bien, todo bien —contestó, enroscándose un problemático mechón de su largo cabello—. Aunque los exámenes son un palo.

—¿Qué estudias? —Proverbial pregunta de vejestorio.

—Hago Letras Puras... Uy, me voy pitando... hoy tengo examen de Latín y el coche que me lleva al cole está a punto de largarse...

—Bueno, pues mucha suerte. Seguro que te irá muy bien... y a tu cerdo también...

—No es mi cerdo, Cristóbal, es el cerdo público; pero creo que le gusto un montón.

Y le rascó detrás de la oreja mientras el gorrino la miraba con expresión pensativa.

Yo también miraba pensativo a Paz, tan sorprendido ante sus gestos y su voz que me había quedado sin habla. No porque fueran raros, nada de eso, sino porque parecía una réplica exacta de mi propia hija. Su forma de expresarse, la entonación, el lenguaje corporal y los gestos eran exactamente iguales. Si cerraba los ojos, casi podía imaginar que estaba con Chloé. Por supuesto, habían estudiado en la misma escuela, la jaula de fieras de Órgiva, pero no eran amigas íntimas, ni siquiera tenían la misma pandilla; después de todo, Paz ha cumplido los dieciocho años y Chloé sólo tiene catorce. La reflexión de que nuestra influencia como padres no es nada comparada con el poder que ejercen las compañías suponía toda una lección de humildad. Pensé en todo eso con cierta tristeza mientras esperaba a que Paco acabase de lavar las herramientas. Por fin salió, poniéndose una chaqueta ligera.

—Vámonos al campo.

Recorrimos la rambla hacia el río Cádiar y el puente de Almegijar, apretando un poco el paso para entrar en calor, pues la mañana era fresca. Aparcada en el puente había una gran moto de época, y de pie a su lado, con una sonrisa de niño asomándole tras el bigote y las gafas, estaba su dueño.

—Pepe, qué alegría —lo saludé—. ¿Qué haces aquí?

—Oh, olvidé decírtelo —intervino Paco—. He invitado a Pepe Parra a venir con nosotros.

—Hola, Cristóbal. ¿Qué dice el hombre?

Repetimos las fórmulas de rigor. Estaba encantado de ver a Pepe, que es el maestro de la escuela primaria de Torvizcón. Había llegado a la Alpujarra desde Santander casi veinte años antes, con su preciosa esposa de cabello negro como el azabache, Yolanda, y habían tenido un hijo no mucho después de que naciera Chloé. Conocí a Pepe en la reunión inaugural de Amigos del Río Guadalfeo, una plataforma de protesta organizada para impedir que construyeran la presa en el río, y éramos amigos desde entonces.

Pepe no sabía conducir coches. Su adorada moto era un medio de transporte mucho más adecuado para llegar a la pequeña escuela en lo alto de la rambla, donde impartía clases, y le encantaba que Yolanda condujese el coche. Una mañana de hacía seis años, en la tranquila carretera sobre Puerto Jubiley, el Land Rover de Yolanda chocó contra la valla de protección y cayó al precipicio. Nadie sabe muy bien cómo ocurrió, pero Pepe se quedó solo con el hijo de seis años de ambos, Juanjo. Eran una familia muy unida, y padre e hijo se quedaron desconsolados.

Cuando Pepe se mudó a la escuela de Torvizcón, estaba cantado que él y Paco se harían amigos. Compartían una impaciente curiosidad por el mundo y sus costumbres y, aunque el punto de vista de Pepe era bastante distinto —su forma de ser, modesta y sin pretensiones, y su habilidad para ganarse a la gente lo convertían en un maestro sensible y popular—, le gustaba de verdad el carácter más apasionado y extrovertido de Paco. A mí los dos me caían de maravilla y siempre pensaba que habríamos formado una tertulia estupenda, por pequeña que fuera. La tertulia es un fenómeno español muy peculiar, que consiste en que un grupo de amigos se reúnen de manera regular para hablar de un tema relacionado con política, música, literatura, arte o cualquier otra cosa. Aunque inevitablemente se bebe, pues la mayor parte de tertulias tienen lugar en bares, es la charla lo que importa. Siempre había deseado que me invitaran a formar parte de una tertulia de larga tradición: Madrid tiene algunas que se remontan a varias generaciones atrás, pero no creo que en Órgiva haya nada parecido... o si lo hay, a mí no me han pedido que participe. La verdad es que me conformo con Paco y Pepe como contertulios. Son categóricos, agradablemente radicales e inconteniblemente locuaces, y para mí, nuestro Club de Admiradores de los Almendros en Flor es tan bueno como cualquier tertulia.

—La última vez que vine, el camino estaba más o menos por aquí —dijo Pepe apartando unas zarzas con un palo—. Pero ahora hay muchísima maleza. Ya nadie utiliza estos senderos.

Aun así, tras revolver un rato con los palos, encontramos el antiguo camino adoquinado para mulas y emprendimos el largo ascenso hacia el pueblo de Almegijar. Paco y Pepe se embarcaron de inmediato en una animada conversación. En cuanto a mí, nunca me ha parecido sensato hablar cuando subo una montaña empinada, de modo que me quedé callado y me concentré en darle a los pies.

No eran ni las nueve y media, pero empezaba a hacer calor y no tardamos en detenernos para quitarnos las chaquetas y contemplar la vista.

—Pepe va a ponerse las pilas y se buscará una mujer —me confió Paco enjugándose la cara con un pañuelo de lunares—. Lleva solo demasiado tiempo. Yo no me canso de decirle que eso no le hace ningún bien, ¿eh, Pepe?

—Supongo que no —respondió él tratando de recobrar el aliento—. Pero a veces tengo mis dudas.

—¡Anda ya, hombre! Tienes un montón de mujeres haciendo cola —dijo Paco con una ancha sonrisa y, volviéndose hacia mí, añadió—: Le mandan poemas.

—Cuéntame eso, Pepe. ¿Cuál es tu secreto?

—Es el internet —intervino Paco—. Así es como se hace hoy en día. Pepe se ha puesto en oferta en internet.

—Colgué un anuncio hace unas semanas —explicó Pepe con cierta timidez—. Y... bueno... pues he recibido un montón de respuestas. No sé muy bien qué hacer.

—Parece que son todas poetisas, las mujeres de Pepe... y todas están desesperadas por casarse con él.

—¿Has llegado a conocer a alguna? —quise saber.

Pepe apartó una piedra del camino de una patada y se rascó la oreja.

—No, aún no —contestó—, pero tendré que hacer algo pronto... Ya sabes, quedar con alguna para conocernos.

—No estarás pensando en esa investigadora médica de Sevilla, ¿no? —terció Paco, que parecía bien informado del tema—. Le escribió páginas y páginas de versos eróticos apenas velados. Creo que podría ser ésa, Pepe, ¿no?

—Hum, en estos asuntos no hay que tener prisa, ya sabes. Podría cometer un error terrible.

—No seas tonto, hombre. Tienes que probar con todas —dijo Paco con una risita lasciva—. Aunque lo que anda buscando Pepe es amor romántico con vistas al matrimonio. No es sólo un calavera cibernético barato como tú o yo...

Me sorprendió la irreverencia con que Paco hablaba de algo que, para Pepe, debía de ser un tema bastante delicado. Traté de mostrarme más comprensivo con mis comentarios.

—Bueno, pues me parece una idea estupenda —lo animé de todo corazón—, y espero que te funcione. Si estuviera en tu caso, yo lo haría, desde luego...

—Y yo —se apuntó Paco—. De hecho, estoy pensando en hacerlo aunque no esté en el mismo caso. Sólo pensar en todos esos poemas me llena los ojos de lágrimas...

—No me parece que a Consuelo vaya a emocionarle mucho la idea —comenté.

—Es asombroso —intervino Pepe—. Toda esa gente ahí fuera, en internet, desesperada por conocer a alguien. Ha sido como una avalancha, de verdad.

Nos quedamos callados un rato, de pronto perdidos en nuestras reflexiones sobre un mundo que se extendía más allá de la Alpujarra.

Habíamos llegado a los bancales de justo debajo del pueblo. El camino era uno de esos antiquísimos y preciosos, empedrados con guijarros blancos del río.

—Aquí está nuestro primer bosque de almendros —señalé—. Paremos a contemplarlo un rato.

Cuando me descubro dudando del placer de vivir en un lugar tan recóndito y remoto como la Alpujarra, pienso en momentos como ése. Entre los cantos rodados del sendero crecía hierba de un verde luminoso y en los extremos había macizos de
oxalis
amarilla, la picapica que a los niños les encanta comer por el sabor dulce y ligeramente avinagrado de sus tallos. Por encima de la picapica se alzaban muretes de piedra que albergaban toda una población de raudas lagartijas. Y sobre esos muros se hallaban los almendros en flor.

Un almendro en flor es la cosa más bonita que se ha visto nunca. Desprende un aroma muy sutil, pero con la exquisita belleza de sus pétalos rosa claro, que contrastan con el negro grisáceo del tronco, no les hace falta ningún perfume. Y a través de la niebla de pétalos, donde zumban grandes abejorros azules, se ve el intenso añil del cielo. Notas que el corazón te rebosa de placer, como una rama cargada de flores.

Nos quedamos un rato de pie en aquel sitio perfecto, mientras el cálido sol invernal nos acariciaba. Me senté en una roca y entorné los ojos para disfrutar de la vista sin que me cegara la luz.

—Toma, Cristóbal, bebe... —Paco me dio un codazo y me ofreció la bota.

La bota es un accesorio esencial para cualquier español rural que se precie. Tiene la forma que crees que debería tener un estómago de cabra, y está hecha del pellejo de ese animal con una capa impermeable de resina de pino impregnada de alquitrán. El pitorro de plástico tiene un agujerito por el que pasa un hilillo de vino.

Me encantó tener esa posibilidad de exhibir mis credenciales, pues calculé que Paco y Pepe estaban deseando burlarse de mí. Pero lo cierto es que, aunque esté mal que yo lo diga, la práctica me ha vuelto bastante hábil en esa esotérica técnica campestre.

En primer lugar, es preciso recordar que resulta del todo inaceptable que te metas el pitorro en la boca y chupes, algo que a primera vista parece lo más obvio. El español tiende a poner reparos a la hora de compartir una botella de agua o de vino con una persona que se la mete en la boca. La técnica para beber de una bota consiste en echar la cabeza hacia atrás, abrir la boca y levantar la bota a más o menos un palmo de los labios. Entonces la aprietas lo suficiente para expeler un chorro de vino hacia tu gaznate, en tanto que vas alejándola poco a poco hasta estirar el brazo. Con eso se airea el vino y se permite que le dé un poco el sol al chorro mientras se arquea y brilla en el aire. Es esencial mantener una presión constante para impedir que el viento lo desvíe, y no dejar de tragar manteniendo la boca abierta, una habilidad que no todo el mundo es capaz de dominar. Un hombre acostumbrado a la bota lo hace todo con absoluta naturalidad; en cambio, resulta muy divertido observar a los novatos, que se rocían de vino las fosas nasales, los ojos y la frente, y que, en las pocas ocasiones en que logran que les entre un chorrito en la boca, se atragantan, tosen y acaban por escupir el vino.

Me pareció que era un poco pronto para beber, pero el espíritu de la expedición me dominó y cogí la bota que me ofrecían. Paco y Pepe no pudieron disimular su desilusión cuando vieron cómo me echaba un largo trago al gaznate. El vino, de la fuerte variedad del campo alpujarreño que se conoce como «costa», me ardió en el fondo del paladar, y me llenó la boca de una niebla caliente con aroma a alquitrán.

Me incliné hacia delante y bajé la bota; apenas notaba una minúscula gota de vino que me resbalaba por la frente.

—Uf, costa —comenté con una mueca y pasándome el antebrazo por la boca—. Se deja beber, claro, pero no acaba de gustarme. ¿Qué os parece?

—Qué chorradas dices, tonto —respondió Paco sin miramientos—. Por supuesto que se puede disfrutar del costa, y ese que estás bebiendo está buenísimo. —Y, como para subrayar sus palabras, me quitó la bota de mis manos indignas y echó un largo y satisfactorio trago.

—Tienes que entender, Cristóbal —explicó Pepe—, que no puedes beber el costa como si fuera uno de esos vinos catalanes caros que te gustan. Aquí, en la Contraviesa, las condiciones son durísimas; además hay que cuidar a mano los antiguos viñedos y eso supone un esfuerzo morrocotudo.

—Es verdad —intervino Paco—, pero se ha vuelto demasiado delicado para darse cuenta. Tratar con esos literatos te ha encogido las pelotas —me dijo—. Te has olvidado de lo que significa el trabajo físico.

Paco había metido el dedo en la llaga: tras haberme pasado casi treinta años ganándome la vida con tareas manuales, me costaba mucho considerar la escritura un trabajo de verdad. De algún modo, ganar dinero sentado a una mesa con una libreta y un bolígrafo no acaba de parecer... bueno, honesto. En un intento de defenderme, les hablé de los atroces costas que había probado cuando esquilaba en los pueblos, y sugerí que a la mayoría de esos vinos les añadían alcohol industrial en la cuba.

Mis colegas del club se estremecieron ante semejante idea.

—Tu escasa experiencia te ha llenado de prejuicios, amigo mío —me regañó Pepe—. Confía en nosotros. Te conseguiremos un costa decente antes de que acabe el día, a ver si cambias de opinión.

Dicho lo cual, levantó la bota y echó varios tragos más. Tanto hablar de vinos buenos le estaba dando sed.

Continuamos por el sendero empedrado hasta la pedanía de Notáez, cuyos bonitos patios y pequeñas plazas mostraban indicios de una primavera temprana: los limoneros echaban brotes, las buganvillas cubrían los muros de piedra y las suculentas desbordaban con exuberancia sus macetas. Cruzamos la pedanía y emprendimos la marcha ladera arriba hacia Cástaras. Hablábamos de la paulatina desaparición de la agricultura de la zona y de los caminos, esas vías para mulas construidas en tiempos de los romanos y los moros y que se habían utilizado hasta hacía muy poco.

El tortuoso camino discurría entre los pocos bancales cultivados que quedaban en el pueblo, algunos tan minúsculos que difícilmente valía la pena el esfuerzo. Un bancal podía contener un único naranjo, rodeado por una docena de plantas de habas cuidadas con esmero, un par de macizos de amapolas y unos cuantos hinojos silvestres en un rincón junto a las piedras. En algunos sitios caían cascadas de agua sobre los muretes de piedra para extenderse en un pequeño alfalfal verde oscuro, o por los surcos de una parcela de patatas. Nos detuvimos y admiramos la belleza de todo aquel trabajo concienzudo.

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