Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
El día de San Esteban, una ola monstruosa en el océano Índico se había llevado por delante doscientas cincuenta mil vidas y había dejado a millones de personas sin hogar. Después de semejante cataclismo, parecía absurdo y de mal gusto quejarse de asuntos menores, si bien en Andalucía habíamos tenido nuestro desastre climático particular. Procedente del norte e incrementando su dureza al rebasar las cumbres de las sierras, había llegado a la Alpujarra lo que los españoles llaman una ola de frío. La primera noche, al norte de las montañas, en Guadix, la temperatura descendió hasta los -18 ºC, y todos los árboles y arbustos menos resistentes se congelaron y murieron. Al descender hacia el sur, la masa de aire gélido se calentó un poco, pero no lo suficiente para que se salvaran las cosechas de los campos e invernaderos de Málaga a Almería. Los aguacates, árboles bien arraigados en la región, pendían mustios y marrones; el frío mató los plátanos, mangos y papayas que tan bien se habían dado en la costa semitropical. En los invernaderos, que después del turismo constituyen el motor económico de la región, los tomates, pimientos, berenjenas y judías no prosperaron. Decenas de miles de pequeños agricultores perdieron la cosecha y afrontaron un futuro incierto.
Nosotros tuvimos bastante suerte. La primera mañana nos despertamos con todo el sistema de conducción de agua congelado; como el clima suele ser templado, nadie se molesta en enterrar las cañerías. Me levanté antes del amanecer —Chloé sube al autocar del colegio a las ocho en punto— y puse a calentar la tetera. Los gatos, un buen indicador de la temperatura, estaban acurrucados unos encima de otros sobre las calientes cenizas de la chimenea; los perros, que se habían hecho un ovillo y tenían el hocico en el culo, ni se movieron cuando bajé. Fuera, las estrellas destellaban intensamente en el cielo helado y la luna brillaba pálida sobre el valle níveo. Esas oscuras mañanas de invierno enciendo velas mientras Chloé desayuna sus tostadas con miel antes de ir al colegio. Es sólo un detalle, quizá ridículo, pero la luz de las velas proporciona calidez. Esa mañana dejé a Ana en la cama, que conservaba un poco de calor, cogí unas ramas y leña menuda y encendí un buen fuego. Entonces, para quitarnos el frío del cuerpo, preparé unas gachas de avena espesas y bien calientes.
Cuando Chloé y yo nos dirigimos sendero abajo, vi las ovejas apiñadas en el establo y desprendiendo vapor. Suelen pasar la noche al raso, repartidas por el patio. Cuando llegamos a los campos cercanos al río, vimos el espantapájaros, inmóvil con su escopeta de madera; alrededor, el campo de alfalfa brillaba bajo una capa de escarcha. En la boca de la tubería de riego había un montón de carámbanos de hielo. Jamás habíamos visto nada parecido.
Cuando cruzábamos el río, Chloé exclamó:
—¡Mira, papá! ¡Se está formando hielo en la orilla!
Como estaba concentrado en salir del vado con el coche, no lo vi, pero al volver a casa me detuve y bajé al río a echar un vistazo. Y cuando pisé el lodoso montículo que desciende hasta el agua, resbalé en el hielo y me caí de espaldas.
Me precipité ribera abajo y acabé con el agua hasta las rodillas. Solté una retahíla de tacos cuando un frío desgarrador se me metió por los zapatos y me subió por los pantalones. Casi sin aliento, conseguí incorporarme sobre un codo. Oí un chirrido a mi derecha y vi cómo el coche, con la puerta del conductor abierta, se deslizaba en cámara lenta hacia el río. El freno de mano estaba congelado y por lo visto no se había agarrado bien. El agua estaba a punto de entrarle por la puerta abierta, de modo que me levanté como buenamente pude y me lancé en persecución del coche; cuando lo alcancé, me metí dentro y cerré la puerta. Con las piernas y los pies entumecidos, conduje hasta la casa y volví a meterme en la cama, donde mi mujer seguía durmiendo. Es de lo más agradable: te levantas, pasas un frío horroroso, y luego vuelves a la cama y disfrutas del maravilloso calor de un cuerpo humano. Aunque tu mujer no pensará lo mismo, pero si eres el pobre imbécil que se ha levantado temprano para echar a la mar el barco familiar, alguna recompensa tienes que recibir.
Más tarde apareció Manolo con un gorro de piel negro del Ejército Rojo, estrella colorada incluida, que Bernardo le había traído de una de sus periódicas visitas al mundo más allá de la Alpujarra. Entró con una rama de retama congelada en la mano. El aspersor había estado regándola toda la noche y, al congelarse, la capa de hielo se había vuelto más y más gruesa, y ahora parecía una gran araña de luces.
—Mira qué preciosidad —dijo sonriendo de oreja a oreja.
Aquél fue un invierno totalmente distinto de cualquier otro que hubiera vivido en la Alpujarra. Ni siquiera los ancianos, con su cantinela de «así eran las cosas en mi época», habían visto nada parecido. Durante semanas, los termómetros al norte de Sierra Nevada marcaron -5 ºC, y se congelaron miles de hectáreas de olivos. La cosecha se perdió. Había nieve en la costa sur, e incluso al otro lado del Mediterráneo: la población de Argel, que en su gran mayoría no había visto nunca la nieve, se encontró una mañana con un manto blanco cubriendo la ciudad.
Aquel día nevó muchísimo en Sierra Nevada, lo que nos dio algunas esperanzas de tener agua unos meses después, y por primera vez nevó en los montes que rodeaban nuestra finca. Fui a dar un paseo con los perros, y tras ascender diez minutos, pisábamos una capa fina de nieve que no tardó en convertirse en un grueso manto. Las ramas de los arbustos cedían bajo un pesado cargamento de nieve helada, confiriendo al paisaje un aspecto surrealista; esas plantas mediterráneas no están concebidas para soportar nieve. Enseguida me hundí hasta las rodillas. Los perros, que nunca habían visto nieve, estaban como locos de emoción:
Bumble
abría surcos en ella como una excavadora, y
Big
daba saltos en su estela como una marsopa.
Al recorrer aquel paisaje reluciente y poco familiar, me encontré pensando en las laderas sur de las cumbres de Sierra Nevada. Me habría gustado trepar por aquel paraje nuevo y virgen hasta las cumbres, y luego deslizarme colina abajo esquiando bajo aquel maravilloso cielo azul, con el rumor de mis esquís rompiendo el silencio. Por desgracia, se me planteaban dos serios problemas. En primer lugar, no tenía ni idea de cómo llegar a las cumbres cuando los caminos estaban cubiertos de nieve, y en segundo, no era muy buen esquiador y no me atrevía a aventurarme solo. De modo que fui a ver a mis dos amigos Jesús y Fernando, que dirigían Nevadensis, una pequeña empresa que organiza excursiones guiadas por Sierra Nevada.
—Ven con nosotros —me dijeron—. La semana que viene subiremos con el club de montañeros de la universidad. Vamos los dos, y Gerardo será nuestro guía. ¿Te acuerdas de Gerardo?
Sí, lo recordaba. Lo había conocido durante un fin de semana de alpinismo en el hielo, y lo consideraba el equivalente de Sierra Nevada del sherpa Tenzing. Pese a ser casi tan viejo como yo, era el montañero más en forma y más resistente que había conocido nunca. Era infatigable, y esperaba que todo el mundo fuera igual que él. En un súbito arrebato de despreocupado machismo, dejé un depósito para pagar la excursión en el mostrador.
Cuando le conté a Ana lo que había hecho, se quedó horrorizada.
—Estás como una cabra —soltó, mirándome con cara de lástima—, a tu edad y en tu estado.
Estaba a punto de protestar por la injusticia de semejante comentario cuando
Château
, nuestro gato gordo y negro, que vive en la encimera de la cocina y sólo se levanta para comer o expectorar una bola de pelo en la bandeja de los cubiertos, dio un salto y salió disparado por la puerta; luego se subió al jacarandá. Nunca lo había hecho antes, así que lo observamos boquiabiertos. Al principio, el gato trepó por el tronco bastante deprisa, pero al llegar a la horqueta más alta, su gran inercia empezó a superar su ímpetu. Se tambaleó unos instantes, manoteando el aire en busca de asidero, y acto seguido se cayó del árbol y se quedó tendido en el suelo panza arriba y sin resuello.
—Ahí lo tienes —dijo Ana al tiempo que recogía y acariciaba al estupefacto felino—. Que te sirva de advertencia: eres demasiado viejo y no estás en forma para esas hazañas.
El comentario me pinchó tanto que decidí ir.
El grupo de Nevadensis estaba formado por miembros del club de montañeros de la universidad; las dos únicas excepciones éramos un tal Paco, de edad y forma física similares a la mía, y yo mismo. Subimos andando hasta un refugio, y pasamos la tarde practicando el esquí que emplearíamos para ascender por la ladera nevada hasta una montaña que llevaba el inquietante nombre de Pico de los Machos.
Teníamos que colocar unas pieles de foca —bueno, en realidad no eran de foca, sino de una tela peluda— debajo de los esquís, pues sólo así podríamos «esquiar» cuesta arriba. Sujetamos las pieles con distintos grados de éxito y, formando una larga fila desordenada, ascendimos por la ladera. Una vez habíamos subido lo suficiente, nos ceñíamos los talones con las fijaciones y bajábamos como bólidos; luego dábamos media vuelta y volvíamos a subir. Por supuesto, todo parecía trivial, como pasa siempre con el esquí, pero la bajada era muy divertida, y con la subida tenías la sensación de que hacías algo bueno.
Tras subir y bajar varias veces, volvimos al refugio y recogimos troncos de pino del bosque para encender un fuego. Cuando el sol se ocultó detrás de las cumbres, la temperatura cayó como una piedra, de modo que entramos en tropel y cerramos de un portazo para dejar fuera el frío intenso. Luego, para matar el tiempo y olvidarnos el frío, celebramos una fiesta. Fue una fiesta bastante estática, hay que admitirlo, pues el refugio era minúsculo y no había espacio para moverse, y en cualquier caso nadie quería alejarse del fuego, que en un arranque de astucia se había emplazado en un rincón y apenas calentaba el resto de la habitación. Pero hubo mucha charla, risas y alcohol, comimos espaguetis y salchichas e hicimos mucho ruido.
En plena fiesta, salí a hacer un pis, cerrando la puerta con cuidado detrás de mí. El bullicio de la camaradería se desvaneció mientras me dirigía hacia los árboles y la helada nieve crujía bajo mis pies. Hacía una noche despejada y sin luna, y los pinos se veían inmóviles bajo su carga de nieve. Al regresar a la cabaña, advertí una figura apostada entre el bosque y el refugio. Era Rafa, un estudiante de astrofísica, y estaba contemplando las estrellas que fulguraban en el cielo. Estoy acostumbrado a ver estrellas muy brillantes en El Valero, donde hay muy poca contaminación lumínica que oscurezca su resplandor, pero aquéllas tenían una limpidez especial; parecían taladrar el cielo y precipitarse vertiginosamente hacia nosotros.
—¿Conoces el firmamento, Cristóbal? —quiso saber Rafa.
Me pareció una pregunta sorprendentemente íntima.
—Bueno, identifico la Osa Mayor... y la Estrella Polar... y esas que parecen un signo de interrogación cuadrado —respondí titubeante.
—Ése es el cinturón de Orión.
—¿Y no es Sirius esa de ahí?
—En realidad, no; eso es un satélite. Mira, si te fijas, verás que se mueve. Para ver Sirius tienes que ir un poco más allá. —Me empujó un poco y continuó—: Nuestros antepasados podían ver imágenes en estas constelaciones, ¿no te parece interesante? Es una habilidad que por lo visto hemos perdido.
En efecto, era interesante, pero también estábamos a diez bajo cero, y empezaba a azotarnos un viento bastante desagradable, de modo que me dejé de conjeturas y volví al calor del refugio. La fiesta subió y bajó como la marea durante un par de horas más, hasta que no quedó nada de beber, el fuego se extinguió y el frío empezó a calar. Entonces nos diseminamos por el refugio formando una gruñona maraña de sacos de dormir, botas de esquiar y gorros de lana.
Cuando una gélida mañana te despiertas en un refugio sin calefacción, la sola idea de salir de tu saco de dormir te pone los pelos de punta, y no puedes sino preguntarte por qué la gente va a sitios tan altos como aquél. Al salir a la cegadora blancura del exterior, vislumbré a mis pies el sitio donde vivía. Parecía calentito, con sus naranjos, limoneros y hasta un banano. En cambio, arriba sólo había pinos y nieve y un par de cornejas medio congeladas que tosían en el bosque.
Nos las apañamos para preparar unas bebidas calientes y luego nos pusimos en marcha. Nos deslizamos en una larga fila a través de los bosques y llegamos a las laderas desnudas sobre la línea de árboles. Gerardo, que tenía el cabello plateado y una impresionante barriga de bebedor de cerveza, abría la marcha, avanzando implacable montaña arriba. Exceptuándonos a Paco y a mí, era el miembro de mayor edad de la expedición, pues el resto del grupo no llegaba a los treinta, y sin embargo era, con mucho, el hombre en mejor forma, y no se apiadaba de nadie. Seguimos subiendo con esfuerzo, más y más, sin detenernos en ningún momento para descansar.
Mientras el grueso del grupo iba renqueando, con los músculos ardiendo y la boca abierta para tragar grandes bocanadas de aire gélido, Gerardo subía y subía sin esfuerzo: deslizándose, patinando y clavando los palos... Aquel hombre era inhumano. La gente de carne y hueso no podía seguir ese ritmo. Unos cuantos del grupo lloriqueaban, otros suplicaban; un par se detuvo y se quedó atrás. Pero Gerardo continuó como una máquina hacia la cumbre.
Su razón para esa actitud tan poco comprensiva, según reconoce, no es humillar o dejar hechos polvo a sus seguidores, sino desafiarlos, ponerlos en forma de manera drástica y llevarlos con las mínimas protestas hasta donde puedan empezar a esquiar, o a trepar por el hielo o lo que sea. Si te quedabas atrás, tenías que esforzarte por alcanzar al grupo de nuevo; y si tenías la suerte de que habían parado a descansar, en cuanto llegabas hasta ellos, jadeando y en las últimas, el grupo de cabeza, que llevaba parado un par de minutos y estaba impaciente por seguir, se ponía en marcha.
Ese tormento prosiguió durante toda la mañana, con Gerardo ascendiendo implacable al frente; los de en medio, con las cabezas gachas y siguiéndolo con obstinación; y varios grupitos de desconsolados gruñendo y jadeando en la cola. Era un día gris, pero la nieve brillaba intensamente y hacía mucho frío, aunque nos habíamos quitado ropa por el calor que generábamos con la ascensión.
—Quizá deberíamos parar y comernos los bocadillos —sugirió alguien.
—No —respondió Gerardo—. Más vale seguir hasta la cima; así podremos comer contemplando las vistas del otro lado.