Los asesinatos e Manhattan (31 page)

Read Los asesinatos e Manhattan Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
7.49Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se produjo un revuelo de manos levantadas, exclamaciones y gestos, que el jefe de policía aplacó levantando las suyas.

—Sabrán ustedes, también, que en el mismo archivo apareció una carta referente a un asesino en serie del siglo diecinueve. En ella se describían mutilaciones similares, con calidad de experimento científico, llevadas a cabo hace ciento veinte años, en la parte baja de Manhattan, por un médico llamado Leng. En un solar en obras de la calle Catherine, que se supone que es donde realizó el doctor Leng su depravada obra, han sido encontrados los restos de treinta y seis seres humanos.

Más alboroto, y más exclamaciones. Volvió a intervenir el alcalde:

—La semana pasada, en el
New York Times
, se publicó un artículo sobre la carta, donde se describían en detalle las mutilaciones a las que Leng sometió hace más de un siglo a sus víctimas, además del motivo que le movió a hacerlo.

La mirada del alcalde recorrió la multitud y se detuvo unos segundos en Smithback, quien, ante el reconocimiento implícito, sintió un escalofrío de orgullo. Era el autor.

—Por lo visto, el artículo en cuestión ha tenido un efecto poco deseable. Todo indica que ha servido de estímulo a un asesino por imitación, un psicópata de nuestra época.

¿A qué venía eso? Smithback pasó de satisfecho a progresivamente indignado.

—Los psiquiatras de la policía me han informado de que el asesino tiene la retorcida convicción de que matar a esas personas es una manera de conseguir lo que intentó hace un siglo Leng: es decir, alargarse la vida. Consideramos que el enfoque… digamos que sensacionalista del artículo del
Times
inspiró al asesino y le incitó a entrar en acción.

Vergonzoso. ¡El alcalde estaba acusándole a él! Smithback miró alrededor y descubrió que le observaban muchos pares de ojos, pero reprimió el impulso de ponerse de pie y protestar. Él había hecho su trabajo de periodista. Era una simple noticia. ¿Cómo se atrevía el alcalde a elegirle como chivo expiatorio?

—No acuso a nadie en concreto —siguió perorando Montefiori—, pero sí les ruego a ustedes, señoras y señores periodistas, que sean comedidos en su labor de información. Ya tenemos tres asesinatos brutales entre manos, y estamos decididos a no permitir ni uno más. La investigación se está llevando a cabo con la mayor energía. No agravemos la situación. Gracias.

Mary Hill se adelantó para abrir el turno de preguntas, convirtiendo el silencio en un guirigay de exclamaciones y gestos. Smithback permaneció sentado y con el rostro encendido; se sentía violentado. Intentó serenarse, pero estaba tan sorprendido, tan indignado, que no podía pensar. Mientras tanto, Mary Hill ya daba paso a la primera pregunta.

—Se ha dicho que el asesino sometió a sus víctimas a una operación —preguntó alguien—. ¿Podrían dar más detalles?

—Para resumir, a las tres víctimas se les había extraído la parte inferior de la columna vertebral —se encargó de responder el jefe de policía.

—También se ha dicho que la última de las operaciones se hizo en el propio museo —vociferó otro periodista—. ¿Es eso cierto?

—Es verdad que en el archivo apareció un gran charco de sangre a poca distancia de la víctima, y que al parecer la sangre pertenece a ella, pero aún estamos pendientes del informe forense. Es pronto para saber si la… esto… «operación» fue realizada
in situ
. Faltan los resultados del laboratorio.

—Tengo entendido que el FBI ha estado presente en el lugar de los hechos —berreó una joven—. ¿Podría aclararnos su papel en la investigación?

—No es del todo correcto —contestó Rocker—. Un agente del FBI se ha interesado extraoficialmente por los asesinatos en serie del siglo diecinueve, pero no está relacionado con este caso.

—¿Es verdad que el tercer cadáver estaba ensartado en los cuernos de un dinosaurio?

El jefe de policía no pudo evitar una mueca.

—En efecto, el cadáver apareció unido a un cráneo de triceratops. Es evidente que nos enfrentamos con una persona gravemente perturbada.

—Sobre la mutilación de los cadáveres: ¿es verdad que sólo podría haberlo hecho un cirujano?

—Es una de las pistas que seguimos.

—Sólo quiero aclarar un punto —dijo otro reportero—. ¿Han querido decir que el artículo de Smithback en el
Times
es la causa de los asesinatos?

Smithback se giró. Era Bryce Harriman, el muy cabrón. Rocker frunció el entrecejo.

—Lo que ha dicho el alcalde…

Volvió a intervenir el propio Montefiori.

—Me he limitado a pedir contención. Está claro que preferiríamos que el artículo no se hubiera publicado, porque entonces quizá no hubieran muerto esas tres personas; personalmente, opino que los métodos usados por el periodista para conseguir la información son éticamente cuestionables, pero no he dicho que el artículo fuera la causa de los asesinatos.

Otro reportero:

—Señor alcalde, ¿echarle la culpa a un periodista que sólo hacía su trabajo no es lanzar balones fuera?

Smithback giró al máximo la cabeza. ¿Quién había sido? Le invitaría a una copa.

—Es que yo no he dicho eso; me he limitado a…

—Pero ha insinuado claramente que el artículo desencadenó los asesinatos.

No sólo a una copa, sino a toda una cena. Al girarse, Smithback vio simpatía en muchos ojos. Atacándole a él, el alcalde había atacado indirectamente a toda la profesión. A Harriman le había salido el tiro por la culata. Smithback se envalentonó.

—Siguiente pregunta, por favor —dijo Mary Hill.

—¿Tienen sospechosos?

—Se nos ha facilitado una descripción muy clara del posible atuendo del culpable —dijo Rocker—: más o menos a la misma hora en que se encontró el cadáver del señor Puck, hay testigos de que en el archivo había un hombre blanco, delgado, sobre el metro ochenta y cinco de estatura, con abrigo negro pasado de moda y bombín. Por otro lado, cerca del lugar del segundo asesinato se vio a un hombre vestido de manera parecida y con un paraguas largo, o un bastón. Aparte de esto, no estoy en posición de proporcionarles más detalles.

Smithback se levantó e hizo señas, pero Mary Hill no le hizo caso.

—Señora Pérez, de la revista
New York
. Su pregunta, por favor.

—Es para el doctor Collopy, del museo. ¿Cree que el asesino a quien llaman el Cirujano es un empleado del museo? Lo digo porque parece que fue donde asesinaron y diseccionaron a la última víctima.

Collopy carraspeó y avanzó un paso.

—Creo que la policía está investigando —dijo con una voz bien modulada—. Parece bastante inverosímil. Hoy día se consultan los antecedentes penales de todos nuestros empleados, se les hace un perfil psicológico y se les somete a fondo a una prueba de detección de drogas. Por otro lado, permítame decirle que no está demostrado que el asesinato se produjera en el museo.

Hill buscó más preguntas, mientras volvía a imponerse el vocerío. Smithback pegaba gritos y movía los brazos como el que más. ¡Pero… bueno! ¿En serio que no pensaban hacerle caso?

—Señor Diller, de
Newsday
, haga su pregunta, por favor.

Pues sí, la muy bruja le estaba toreando.

—Es para el alcalde. Señor alcalde, ¿cómo explica la destrucción «involuntaria» del yacimiento de la calle Catherine? ¿No era muy importante, históricamente?

El alcalde se adelantó.

—No, carecía de relevancia histórica, y…

—¿Que carecía de relevancia? ¿El asesinato en serie más importante del país?

—Señor Diller, la rueda de prensa es sobre los homicidios actuales. No los mezcle, por favor. Se fotografiaron los huesos y los efectos, los estudió el forense, y se retiraron para seguir analizándolos. No podía hacerse nada más.

—¿No será porque Moegen-Fairhaven es uno de los principales contribuyentes a su campaña…?

—Siguiente pregunta —dijo Hill bruscamente.

Smithback se levantó y vociferó:

—Señor alcalde, puesto que mi nombre ha sido puesto en entredicho…

—Señora Epstein, de la WNBC —exclamó Mary Hill, venciéndole con la potencia de su voz.

Se levantó una reportera con el micro en la mano y una cámara enfocándola. Smithback, rápido de reflejos, aprovechó el momento de silencio.

—¡Perdone! Señora Epstein, ¿me permite contestar, ya que me han atacado personalmente?

La célebre presentadora no se lo pensó.

—Faltaría más —dijo educadamente, y se giró hacia el cámara para asegurarse de que lo hubiera rodado.

—Deseo dirigir mi pregunta al señor Brisbane —continuó Smithback sin perder ni un segundo—. Señor Brisbane, ¿a qué se debe que la carta, el desencadenante de todo, ya no pueda consultarse, ni tampoco los demás objetos de la colección Shottum? ¿No será que el museo tiene algo que esconder?

Brisbane se levantó, sonriendo beatíficamente.

—En absoluto. La retirada de esos materiales responde a su conservación. Es pura rutina museística. En todo caso, la carta ya ha incitado al asesino, y ahora sería una irresponsabilidad devolverla al fondo de libre acceso. Todo el material sigue abierto a la consulta de investigadores acreditados.

—¿Niega que intentó evitar que algunos empleados trabajaran en el caso?

—Sí, lo niego. Hemos cooperado desde el principio. El informe habla por sí mismo.

Maldita sea. Smithback pensó deprisa.

—Señor Brisbane…

—Señor Smithback, ¿le importaría dejar paso a sus colegas?

—¡Sí! —exclamó Smithback, provocando algunas risas—. Señor Brisbane, ¿es cierto que Moegen-Fairhaven, que el año pasado donó dos millones al museo (y paso por alto el hecho de que el propio Fairhaven forme parte de la junta directiva), ha presionado al museo para que paralice la investigación?

Viendo ruborizarse a Brisbane, Smithback supo que la pregunta había dado en el blanco.

—Es una acusación irresponsable. Repito que hemos cooperado desde el…

—Entonces, ¿niega haber amenazado a la doctora Nora Kelly, empleada suya, y haberle prohibido investigar el caso? Tenga en cuenta, señor Brisbane, que la doctora Kelly aún no ha efectuado ninguna declaración. Le recuerdo que se trata de la persona que encontró el cadáver de la tercera víctima, además de haber sido perseguida por el Cirujano en persona, que estuvo a punto de matarla.

La insinuación, clarísima, era que Nora Kelly podía tener algo que decir en desacuerdo con la versión de Brisbane. Este puso mala cara, dándose cuenta de que estaba acorralado.

—No pienso contestar a unas preguntas tan agresivas.

Collopy, que estaba al lado de él, tampoco parecía muy contento. Smithback paladeó el sabor de la victoria.

—Señor Smithback —dijo Mary Hill, enfatizando mordazmente la primera palabra—, ¿piensa seguir acaparando la rueda de prensa? Es evidente que los homicidios del siglo diecinueve no tienen nada que ver con los asesinatos en serie de estos días, como no sea a título de incentivo.

—¿Y usted cómo lo sabe? —exclamó Smithback, seguro ya de su triunfo.

El alcalde se dirigió a él.

—Oiga —dijo en tono de burla—, ¿insinúa que el doctor Leng aún está vivo, y que sigue con sus actividades?

La carcajada, rotunda, se generalizó por la sala.

—No, claro que no…

—Pues entonces le aconsejo que se siente.

Smithback se sentó, mientras seguían las carcajadas y echaban por tierra su victoria. Les había metido un gol, pero eran expertos en el contraataque. Mientras se reanudaba la letanía de preguntas, fue dándose cuenta de lo que había hecho: introducir el nombre de Nora en la rueda de prensa. Tardó mucho menos en imaginarse la reacción de ella.

2

La calle Doyers era una vía corta y estrecha, que formaba un recodo en el extremo sudeste de Chinatown. Al fondo había una concentración de tiendas de té y de comestibles, engalanadas con letreros en chino de potente iluminación. Por el cielo corrían nubes negras, que hacían revolotear los papeles y las hojas de la acera. Sonó un trueno lejano. Se avecinaba una tormenta.

O'Shaughnessy se quedó a la entrada de la calle desierta, y Nora, a su lado, tiritó de miedo y frío. Vio que el policía miraba a ambos lados de la acera, ojo avizor por si había señales de peligro o posibilidades de que les hubieran seguido.

—El noventa y nueve queda a media manzana —dijo él en voz baja—. Es aquella casa vieja.

Nora siguió la indicación con la mirada. Era un edificio estrecho, como todos los demás; una construcción de tres plantas hecha de ladrillos de color verde sucio.

—¿Seguro que no quiere usted que la acompañe? —preguntó O'Shaughnessy.

Nora tragó saliva.

—Me parece que es mejor que se quede y vigile la calle.

O'Shaughnessy asintió con la cabeza y se metió en la oscuridad de un portal. Nora respiró hondo y empezó a caminar. Parecía que el sobre que llevaba en el bolso, cerrado y con el dinero de Pendergast, pesara como plomo. Volvió a tener escalofríos y, mientras miraba a izquierda y derecha de la calle, se esforzó por controlar los nervios.

El ataque contra ella, y la muerte brutal de Puck, lo habían cambiado todo. Eran la prueba de que no se trataba de simplesasesinatos por imitación, de meros actos de locura, sino de golpes minuciosamente planeados. El asesino tenía acceso a las partes del museo cerradas al público. Había usado la vieja máquina de escribir de Puck, la Royal, para redactar la nota, y así tener a Nora en el archivo, y su persecución había sido de una frialdad espeluznante. Nora, en el archivo, había notado su presencia a una distancia de centímetros, y hasta la mordedura de su escalpelo. No, no era ningún loco, sino alguien muy consciente de qué hacía y por qué. Al margen de la relación entre los asesinatos antiguos y los recientes, había que detenerles, y Nora estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta para atrapar al asesino.

Algunas respuestas estaban en el subsuelo del 99 de la calle Doyers. Y pensaba dar con ellas.

Revivió en su memoria la aterradora persecución, sobre todo el destello del escalpelo del Cirujano al acometerla con la rapidez, como mínimo, de una serpiente al ataque. No conseguía apartar la imagen de su cabeza. Después de eso, el interrogatorio de la policía, interminable, y a continuación la visita a Pendergast en el hospital para comunicarle que había cambiado de idea sobre lo de la calle Doyers. La noticia del ataque había alarmado a Pendergast, que, pese a su inicial reticencia, había tenido que ceder a la firmeza de Nora. Pensaba ir a Doyers, con él o sin él. Al final Pendergast había dado su brazo a torcer, pero con la condición de que Nora no se separase ni un momento de O'Shaughnessy. Además, se había encargado de que recibiera aquel fajo tan considerable de billetes.

Other books

Dead World (Book 1): Dead Come Home by Brown, Nathan, Fox Robert
Pray for Us Sinners by Patrick Taylor
Strictly Business by Adrienne Maitresse
To Tempt a Sheikh by Olivia Gates
Montana Hearts by Charlotte Carter
How Dear Is Life by Henry Williamson
Break Point: BookShots by James Patterson
At Year's End (The 12 Olympians) by Gasq-Dion, Sandrine
Doctor Who: Marco Polo by John Lucarotti
Promise by Judy Young