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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Misterio, Policíaca

Los asesinatos e Manhattan (34 page)

BOOK: Los asesinatos e Manhattan
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Lo que me recuerda una cosa —dijo Nora—: esta noche, al excavar, me he acordado de algo. La primera vez que le pedí a Puck que me enseñara el material sobre Shottum, comentó de pasada que en los últimos tiempos estaba muy solicitado. Yo entonces no le hice mucho caso, pero después de lo ocurrido empecé a preguntarme quién había… Se quedó callada.

—Quién se nos había adelantado —dijo Pendergast, encargándose de terminar la reflexión.

Alguien, de repente, sacudió el pomo de la puerta, y todas las miradas convergieron en él. El pomo tembló y giró dos veces. Una serie de golpes rudos en la puerta resonó por el exiguo apartamento, y se repitió después de una pausa. O'Shaughnessy levantó la vista y acercó una mano a la pistola.

—¿Quién es?

Al otro lado de la puerta se oyó una voz estridente de mujer.

—¿Qué pasa dentro? ¿Qué tanta peste? ¿Qué hacen? ¡Abran!

—La señora Lee —dijo Nora, levantándose—. La casera.

Pendergast se quedó acostado. Sus ojos claros, de gato, se abrieron con un breve parpadeo y volvieron a cerrarse. Parecía que se dispusiera a echar una cabezadita.

—¡Abran! ¿Qué pasa dentro?

Nora salió de la zanja y se acercó a la puerta.

—¿Hay algún problema? —dijo sin que le temblara la voz. O'Shaughnessy se le unió pistola en mano.

—¡Problema la peste! ¡Abra!

—Aquí dentro no apesta nada —dijo Nora—. Debe de salir de algún otro sitio.

—¡Sale de aquí, por suelo! Huelo toda la noche, y ahora salgo de apartamento y mucho peor. ¡Abra!

—No pasa nada. Es que cocino. He hecho un cursillo de cocina, pero será que aún tengo que mejorar y…

—¡Esta peste no de comida! ¡Peste de mierda! ¡En edificio tan bueno! ¡Yo voy llamar policía!

Otra salva de golpes furiosos. Nora miró a Pendergast, que parecía un espectro, inmóvil y con los ojos cerrados. Se giró hacia O'Shaughnessy.

—Quiere que venga la policía —dijo él, encogiéndose de hombros.

—Pero no está de uniforme.

—Tengo la placa.

—¿Qué piensa decir?

Los golpes seguían.

—¿Qué va a ser? La verdad.

El policía se acercó a la puerta, abrió los cerrojos y se asomó. Al otro lado, robusta, estaba la casera, que miró por encima del hombro de O'Shaughnessy y vio el gigantesco agujero en el suelo del salón, los montones de tierra y de ladrillos del fondo, y la parte superior de un esqueleto desenterrado. Puso cara de espanto. O'Shaughnessy abrió la cartera para enseñarle la placa, pero no pareció que la casera se fijara, hipnotizada como estaba por el agujero del suelo y el esqueleto que le enseñaba los dientes desde el fondo.

—Señora… Lee, ¿verdad? Soy el sargento O'Shaughnessy, del departamento de policía de Nueva York.

La casera mantuvo la mirada fija, y la boca abierta.

—En este apartamento se ha producido un asesinato —dijo O'Shaughnessy como si tal cosa—. El cadáver estaba enterrado en el suelo. Estamos investigando. Me doy cuenta de que es impresionante, y lo siento mucho, señora Lee.

Al final pareció que la casera se fijara en él, porque se giró con lentitud y, sucesivamente, miró su cara, la placa y la pistola.

—¿Qué…?

—Un asesinato, señora Lee. En su apartamento.

La señora Lee volvió a mirar el agujero, en cuyo interior reposaba sereno el esqueleto, en su manto de tierra. Al nivel del suelo, la postura de Pendergast, con los brazos cruzados sobre el pecho, comunicaba una sensación similar de reposo.

—Ahora, señora Lee, haga el favor de volver tranquilamente a su casa y no contarle esto a nadie. Tampoco llame a nadie. Cierre la puerta con llave y no deje entrar a nadie que no le enseñe algo así —O'Shaughnessy le acercó la placa a la cara—. ¿Me ha entendido, señora Lee?

La casera asintió, muda y con los ojos como platos.

—Bueno, pues suba. Necesitamos veinticuatro horas de tranquilidad absoluta. Después, como comprenderá, vendrán muchos policías, más algunos forenses. Un follón, vaya. Entonces sí que podrá hablar, pero de momento…

Se puso un dedo en los labios y exageró el gesto de pedir silencio. La señora Lee dio media vuelta y subió la escalera arrastrando los pies. Sus movimientos eran lentos, como de sonámbula. Nora oyó abrirse y cerrarse la puerta del piso de arriba. Después volvió a reinar la calma.

Cuando ya estaba todo en silencio, Pendergast abrió un ojo, que miró a O'Shaughnessy y después a Nora.

—Les felicito —dijo con un hilo de voz.

Y en sus labios se insinuó un amago de sonrisa.

7

Cuando el coche patrulla a bordo del cual viajaba el capitán Sherwood Custer se metió por la calle Doyers, el capitán miró por el parabrisas y le puso nervioso la visión de un grupo de reporteros. Eran pocos, pero vio que se trataba de los peores.

Noyes acercó el coche al bordillo. Custer abrió la puerta y se apeó con toda su corpulencia. Al acercarse a la casa, empezó a verse interpelado por los periodistas. Entre ellos figuraba el peor de todos, el tal Smithbutt o como se llamara, que estaba discutiendo con un poli de uniforme en la escalera de entrada.

—¡Es injusto! —clamaba con indignación, haciendo bailar el copete exagerado que tenía en la coronilla—. ¡Si ha dejado entrar al otro, también tiene que dejarme a mí!

El policía, sin hacerle ni caso, se apartó para que Custer pasara al otro lado de la cinta amarilla que delimitaba el lugar del delito.

—¡Capitán Custer! —exclamó el periodista, girándose hacia él—. El jefe de policía Rocker no ha querido hablar con la prensa. ¿Usted me haría el favor de comentar el caso?

Custer no contestó. Pensó: El jefe de policía. Había venido en persona el jefe de policía. Pues buena le iba a caer. ¿Qué había dicho Rocker? «Mejor no meneallo.» En cambio, Custer no sólo lo había meneado, sino que el caso se le había vuelto en contra. Gracias a O'Shaughnessy.

Después de que apuntaran su nombre, penetró en la zona precintada, y él y Noyes, que iba detrás, llegaron enseguida al apartamento del sótano. Aún se oía protestar al periodista.

Lo primero que observó Custer al entrar en la vivienda fue un agujero grande, y mucha tierra. Había fotógrafos, técnicos de luces, forenses… Lo de siempre. También estaba el jefe de policía. Rocker levantó la mirada y, al reconocer al capitán, contrajo malhumoradamente las facciones.

—¡Custer! —dijo, llamándole con un gesto de la cabeza.

—Diga, señor.

Custer tragó saliva y apretó los dientes. Era el momento de la verdad.

—Felicidades.

Se quedó de piedra. El sarcasmo de Rocker era mala señal. Y encima delante de todos.

—Perdone —dijo, tenso—; todo esto se ha hecho al margen de mis órdenes, y me ocuparé personalmente de que…

Notó que el brazo del jefe de policía se le enroscaba en el hombro y tiraba de él. El aliento de Rocker olía a café.

—Custer…

—Diga.

—Limítese a escuchar, por favor —murmuró Rocker—. No diga nada. No he venido a que me pida disculpas, sino a encargarle la investigación.

No, mala señal no; malísima. No era la primera vez que se veía expuesto al sarcasmo del jefe de policía, pero sí la peor. Y con mucho. Parpadeó.

—Oiga, de verdad que lo siento.

—No me escucha, capitán. —Rocker, cuyo brazo no soltaba el hombro de Custer, le condujo hacia el fondo del apartamento, lejos del grupo de policías y funcionarios—. Tengo entendido que O'Shaughnessy está relacionado con este descubrimiento.

—Sí, y pienso echarle un buen rapapol…

—¿Me deja acabar, capitán?

—Sí, claro.

—Esta mañana me ha llamado el alcalde dos veces, y está entusiasmado.

—¿ Entusiasmado ?

Custer ya no sabía si se trataba de sarcasmo o de algo aún peor.

—Sí, entusiasmado. Cuanto más se desvíe la atención de los últimos asesinatos, más contento estará. Los asesinatos de ahora le quitan popularidad en las encuestas. Usted, gracias a este descubrimiento, es el poli del momento. Al menos para el alcalde.

Silencio. Custer vio que Rocker no compartía del todo la opinión positiva del alcalde.

—¿Le ha quedado bien claro, capitán? Ahora el caso, oficialmente, es suyo.

—¿Qué caso?

Custer tuvo un momento de perplejidad. ¿Sobre aquellos asesinatos, los viejos, también se iba a abrir una investigación oficial?

—El del Cirujano. —La mano de Rocker hizo un movimiento como de quitar importancia, refiriéndose al agujero de los esqueletos—. Esto no es nada, pura arqueología. No es un caso.

—No, claro. Gracias, señor —dijo Custer.

—No me las dé a mí. Déselas al alcalde, que es el que ha… propuesto que se encargue usted.

Rocker apartó el brazo del hombro de Custer, retrocedió y sometió al capitán a una mirada larga y escrutadora.

—¿Se ve capaz, capitán?

Custer asintió. Empezaba a pasársele el aturdimiento.

—Lo más urgente es limitar los daños. Estos asesinatos antiguos le darán un día de margen, o como máximo dos. Luego la gente volverá a pensar en el Cirujano. Puede que al alcalde le guste que el protagonismo lo tengan estos crímenes antiguos, pero a mí no, la verdad. Es darle ideas al asesino de ahora. —Señaló con el pulgar por encima del hombro—. He traído a Bryce Harriman. ¿Le conoce?

—No.

—Es el primero que llamó la atención sobre que los asesinatos eran imitados. No hay que perderle la pista. Le daremos una exclusiva, pero controlando la información que reciba. ¿Está claro?

—Sí, señor.

—Me alegro. Es buena persona, con ganas de caer bien. Está esperando aquí delante. Usted, sobre todo, procure que la conversación verse sobre los huesos viejos, y sobre este yacimiento, no sobre el Cirujano o los asesinatos de ahora. Una cosa es que la opinión pública pueda confundirlos, y otra que los confundamos nosotros, de eso nada.

Custer volvió a girarse hacia la sala de estar, pero Rocker le retuvo con una mano.

—Otra cosa, capitán: cuando haya terminado con Harriman, le sugiero que se ponga a trabajar en el caso que acaba de asignársele. Ponga enseguida manos a la obra, y coja al asesino. Porque no querrá que aparezca otro fiambre estando usted al frente, ¿verdad? Pues eso: le repito que tiene poco margen. Aprovéchelo bien.

—Sí, señor.

Rocker mantenía la mirada fija y el entrecejo fruncido. Después de un rato gruñó, asintió con la cabeza e hizo señas a Custer de que se le adelantara. En la sala de estar aún había más gente que antes, aunque pareciera imposible. Respondiendo a un gesto del jefe de policía, un individuo alto y delgado salió de la oscuridad. Llevaba gafas con montura de carey, el pelo peinado hacia atrás, chaqueta de tweed, camisa azul y mocasines con borlas.

—Señor Harriman —dijo Rocker—, le presento al capitán Custer.

Harriman estrechó virilmente la mano de Custer.

—Encantado de conocerle en persona, capitán.

Custer devolvió el apretón y, a pesar de su desconfianza instintiva hacia la prensa, quedó muy satisfecho con la deferencia del trato. «Capitán.» ¿Cuánto tiempo hacía que no le llamaba «capitán» un periodista?

Rocker, muy serio, les miró a los dos.

—Con permiso, capitán; tengo que volver a la jefatura.

Custer asintió.

—Faltaría más, señor.

Justo después de ver salir por la puerta la ancha espalda de Rocker, se encontró frente a frente con Noyes, que le tendía la mano.

—Permítame ser el primero que le felicite.

Custer estrechó su mano fofa y se giró hacia Harriman, que, bajo las gafas de carey, y sobre una corbata muy clásica cuyo impecable nudo se apoyaba en un cuello de camisa abrochado hasta el último botón, sonreía. Un lameculos, seguro; pero un lameculos muy útil. A Custer se le ocurrió que dar la exclusiva a Harriman era una manera de bajarle los humos a aquel otro periodista tan pesado, el que berreaba en la calle; una manera de ponerle trabas y quitárselo de encima una temporadita. Era estimulante lo deprisa que estaba adaptándose a sus nuevas responsabilidades.

—Capitán Custer… —dijo Harriman con la libreta a punto.

—¿Qué?

—¿Le puedo hacer unas preguntas?

Custer hizo un gesto magnánimo.

—Venga.

8

O'Shaughnessy entró en el antedespacho del capitán y buscó automáticamente a Noyes con la mirada. Ya se imaginaba el motivo de que Custer le hubiera convocado. Se preguntó si sacaría el tema de los doscientos dólares de la prostituta, como solía ocurrir cuando se pasaba de independiente, al menos para el gusto de según qué pelotillero. En otras circunstancias le habría dado igual. Había dispuesto de muchos años para practicar el arte de que los comentarios le entraran por una oreja y le salieran por la otra. Qué irónico, pensó, que el marrón fuera a caerle justo ahora, cuando había encontrado una investigación interesante.

Apareció Noyes por la esquina mascando chicle y con una montaña de papeles en las manos. Su labio inferior, perpetuamente húmedo, colgaba bajo una hilera de dientes marrones.

—Ah, eres tú.

Dejó los papeles en su mesa, se sentó con toda la tranquilidad del mundo y acercó la boca a un altavoz.

—Ya ha llegado —dijo.

O'Shaughnessy se sentó observando a Noyes. Siempre mascaba el mismo chicle, uno asqueroso y pasado de moda, con sabor a violeta, que sólo les gustaba a las viejas con dinero y a los alcohólicos. Todo el despacho exterior apestaba a chicle de violeta.

A los diez minutos apareció el capitán en la puerta, subiéndose los pantalones y metiéndose la camisa, y le hizo a O'Shaughnessy un gesto con la barbilla para indicarle que pasara. O'Shaughnessy le siguió al interior del despacho. El capitán se dejó caer en su sillón y le miró fijamente, queriendo ser duro y quedándose en torvo.

—Hay que ver, O'Shaughnessy. —Cabeceó, y le bailaron los mofletes como los de un bulldog—. ¡Hay que ver!

Silencio.

—Dame el informe.

O'Shaughnessy respiró hondo.

—No.

—¿Cómo que no?

—Ya no lo tengo. Se lo di al agente especial Pendergast.

El capitán miró a O'Shaughnessy durante un minuto o más.

—¿Que se lo diste a ese idiota?

—Sí.

—¿Se puede saber por qué?

O'Shaughnessy tardó un poco en responder. No quería que le apartaran del caso, la verdad. Le gustaba trabajar para Pendergast. Mucho.

Era la primera vez en varios años que se quedaba despierto en la cama pensando en el caso, intentando ordenar el rompecabezas y discurriendo nuevos enfoques para la investigación. No por ello, sin embargo, estaba dispuesto a ser un lameculos. Eso desde luego que no.

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